—¿Quién es ella? Se refleja el interés a través de las palabras, que se dirigen al único motivo por el cual se había detenido a ver dentro del bar. —¿Por qué? —responde un segundo hombre, que a su lado como con sorna da un sorbo al Whisky—. ¿Es la elegida? Están en lo que aparentan ser un bar, nocturno, con más de un centenar de rostros disfrutando el escenario que se asemeja ser el único interés del lugar. Mujeres y hombres no apartan la mirada de quién desde hace segundos había despertado la curiosidad, para bien o para mal, e incluso ha hecho que éste mismo no pueda quitar sus ojos de él. —No creo que sea lo que estás buscando —el tono que usa el segundo hombre es de hastío, casi burlón. La música entra en sus sentidos, a la par que entra ella al escenario. Comienza a brindar su servicio a todo aquel que observe. El bullicio de la multitud no se disipa, porque una mujer tan hermosa frente a frente es capaz de hacer sonreír y engatusar. —Espera un momento —dice el hombre, alza
Cómo nunca antes siente aquella mujer el deseo de reírse con fuerza ante lo que escucha y tiene que retroceder para doblarse un poco y seguir riendo, incluso ha dejado caer el cigarro. Al observar el rostro inmutable del hombre se levanta de golpe y deja de reírse. —¡Ah! Tú me estás tomando el pelo. Tú —se carcajea otra vez—. ¡Qué clase de fanfarronería es esta! —No es ninguna. Esa es mi propuesta. Ese el servicio que quiero a cambio —responde el hombre. —¡Ni siquiera sé tu nombre…! —John —alza la palma el susodicho—. John, ese es mi nombre. Al observar su mano no puede averiguar si la severidad de estás palabras son reales. Pero este mismo hombre con cierta particularidad la hace recibir el saludo. —Y yo me llamo Cenicienta. La jodida Cenicienta —y atesta un manotazo al enigmático y bromista John que es a su parecer. Comienza a caminar en el tambaleo que le ha causado la mención de todo lo demás—. Cada día están más locos —farfulla por lo bajo. —¿No acepta el trabajo? ¿No acep
La mujer mueve su cabeza conmocionada. —Yo no he aceptado nada. —Ya, no te preocupes. Esto no es un trío. Esto son negocios —deja una risita el mismo hombre y vuelve a su sitio—. Andando, no hay tiempo que esperar. El asiento de copiloto se abre pero las puertas de atrás, estás puertas las abre John. Y estira su palma hacia su cuerpo. De inmediato se tensa. —Encienda el GPS en su celular si desconfía. Avise a cualquiera. Dígale mi nombre. Dígale el nombre de él, que es Will. Tome foto a la placa del carro. Haga lo que te haga sentir segura. Pero si eso no basta, no venga conmigo. No quiero que se sienta incómoda de ahora en adelante. No funcionará. —Maldita sea —refunfuña con cierto temor. Y mueve sus manos sin saber qué hacer—. ¿Es esto un sueño? —No lo es. Yo soy muy real. Al cabo de un segundo, es ella quien, oyéndolo decir aquellas cosas, no pierde tiempo en sacar su móvil y tomar una foto de su placa. El movimiento fue rápido y John echó una ojeada a Will, que se encogió d
—Todo el proceso de la residencia abarcará un año, o más —John espera a que Katherine se acomode en sus tacones y la escucha soltar un sonido que no sabe si es de impresión o de negación—. Si se sigue al pie de la letra todo el procedimiento.—¡Bendito Dios! ¿Un año? —Katherine deja saber su inconformidad—. ¿Un año para que te den un papel…?—Necesito la visa sin problemas para abrir los casinos, ya se lo he dicho —y empiezan a caminar, no sin antes que Katherine se quede de pie en su lugar, observando las fuentes y los coches aparcados en una hilera que va haciendo un círculo—. Ven, mientras caminamos le explico.—Es mucho, es mucho —explica Katherine cuando John le ofrece su mano para continuar. Su bolsa se siente pesada. Todo se siente pesado—. ¿Cómo por qué no has renovado tu Visa? ¡Eres millonario y no…!—Eso no es asunto de hablar ahora. Nuestro objetivo es casarnos, y que me renueven la Visa: porque deportado seré si no lo hago y no podré abrir los casinos —John se quita el abr
Prosigue John un momento después.—Ella te dirá todo lo que hay por saber, lo demás que tienes que hacer. Te haré firmar un contrato de confidencialidad. De igual forma, a partir de ahora, vivirás bajo mi techo… —¡Tu techo! Tengo una mascota que hay que cuidar, y deudas que pagar. Mi trabajo… —Ya no trabajarás. Tu deudas las pago yo, y como recompensa puedes usar mis tarjetas conforme el negocio avance. John se gira a mirarla. —Estamos comprometidos. Suena prepotente, suena a una gigantesca responsabilidad, pero las palabras suenan sólo a beneficio. El escalofrío la recorre, porque sigue a John y se hace aún más grande aquella mansión. La puerta está abierta, y recrea al sonriente Will que había desaparecido y no se había dado cuenta. Se detiene en la inmensidad de la entrada, alta y ancha y de madera pulida, fina. La reacción es rascarse atrás de su cuello. ¿Esto…tiene que aprender a diferenciar? —Por favor, pase… —No me digas así. Me llamó Katherine —se da media vuelta para in
Katherine lo observa como si no entendiese sus palabras. —¿Mañana dijiste que renovaremos la visa para el marido?—Así es.—No tengo ropa. Mi apartamento queda en la séptima. Debo buscar…—No, no —dice John rápidamente—. Comprarás todas tus cosas nuevas. Y sobretodo no dirás que trabajas de bailarina. Tal vez de contadora servirá.—¿Contadora? —Katherine se echa a reír—. ¿Cómo podré demostrarlo? —se queda Katherine pensando un momento—. Aunque si tengo experiencia sobre eso pero...—Ya lo he hablado —John toma su teléfono con prontitud—. ¿O le has dicho a tus padres que de eso trabajas?Bingo. Le da justo en dónde no espera. Es un gran secreto pensar en aquello, porque Katherine no menciona a sus padres que su profesión actual es lo exótico, la flexibilidad de su cuerpo. Prefiere omitir los detalles. Y finge ser la editora de alguna revista. Los miles de dólares que se gana semanal deben salir de algún lugar. —Editora de revista —Katherine deja saber—. Es lo que creen ellos.
Y sale del probador al instante, casi tropezándose. La asesora tiene en su mano su teléfono y lo coge con una sonrisa fingida.—Sí, si. Es mi amiga. Deme sólo un momento —y señala detrás de los mostradores.Observa el nombre. Definitivamente es ella.—¡Kate! —es lo primero que escucha al otro lado—. Prendiste el GPS y ahora te veo en Prada, en la quinta avenida. ¿Qué estás haciendo?—¡Antonella! —suelta en una sonrisa—. Es que estoy mirando las cosas.—¿Y por qué prendiste tu GPS? Me has dado un gran susto —aquella voz suena agitada—. ¿Estás bien?—Sí, si estoy bien. Pero ¿En dónde estás tú? ¿Qué es lo que haces? —¡Estaba buscándote, tonta! Estoy justo afuera. —¡Afuera! —y Katherine baja su teléfono para dar una vista detrás de los cristales. La figura morena de su amiga se divisa con prontitud y tiene que cerrar la boca. Bien. ¿Qué dirá acaso? ¡Qué está loca! Pero, la confidencialidad. Los cuatro millones. Toma un suspiro—. Tengo algo que decirte. —No, no me asustes así.
Katherine se rasca la mejilla y emplea un gesto de desaprobación. Lo entiende: John O’Connell , millonario, y famoso. ¿En qué se está metiendo? Pero Antonella con aquella aprobación la hace calmarse aunque sea un poco. —Señorita —dice la asesora—. Aguardan por usted. Todo está pagado ya. La maquillista está esperándola.Ambas amigas se miran. Una sonríe y otra traga saliva.—¿Me puede decir…la cuenta de esto? —Setenta mil dólares.Antonella es quien abre sus ojos y se gira como para ocultar su expresión. Katherine suelta una pequeña risa. —Bien, ya nos vamos. Ya vamos a…maquillarnos. Sí, a maquillarnos.Katherine hace un gesto para que Antonella la siga. La asesora señala y hace presentar a una joven chica, con una blanca sonrisa que se apresura a decir su nombre y su profesión. —¿Serás…millonaria acaso, Kate, y no ibas a decir nada? Katherine no cree que es del todo mentira. Porque cuatro millones aguardaban por ella. Tuvo Antonella que reírse de la impresión cuando