La luz del sol se filtraba a través de los ventanales de la imponente mansión de José Manuel. Todo en su hogar hablaba de éxito: los muebles de diseño, las alfombras importadas, la mesa del comedor larga y pulida con precisión. Sin embargo, dentro de aquellas paredes, el ambiente estaba lejos de ser cálido.El desayuno estaba servido con la misma perfección de siempre: jugos recién exprimidos, pan crujiente y café aromático. Pero la tensión en el aire hacía que todo supiera amargo.En el extremo de la mesa, Samuel removía su cereal con la cuchara, sin entusiasmo. Su cuerpo inquieto balanceaba las piernas bajo la silla, pero a diferencia de otros días, no hacía ruidos, no reía ni corría de un lado a otro.José Manuel lo observó con atención.Normalmente, su hijo era un torbellino de energía, un pequeño huracán que hablaba sin parar y hacía travesuras a cada instante. Pero ahora, bajo la mirada de Samantha, estaba apagado.—Samuel, come —ordenó con voz firme.El niño dejó la cuchara y l
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