Capítulo 6: Herida profunda

José Manuel pasó una mano por su cabello, visiblemente frustrado. Tomó aire y bajó la mirada un instante antes de enfrentar los ojos encendidos de Eliana.

—Prohibí el mango en mi casa porque tú eres alérgica… —Su voz era baja, casi un susurro, pero cada palabra cayó con peso—. No quería que hubiera algo en mi casa que pudiera hacerte daño.

Eliana sintió un nudo en la garganta. Su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar, pero su corazón latía con fuerza, tamborileando contra su pecho.

No lo esperaba. No después de todo.

Él la había borrado de su vida, la había reemplazado con otra, la había humillado… Pero sin siquiera darse cuenta, aún quedaba un rastro de ella en su hogar.

José Manuel la observó, y por un segundo, creyó ver algo quebrarse en su mirada. Sin embargo, antes de que pudiera decir algo más, Samuel tiró suavemente de la manga de su camisa.

—Papá… —su voz era temblorosa, pero había una determinación en su pequeño rostro.

José Manuel se giró hacia él, dispuesto a tranquilizarlo, a decirle que ya era hora de irse a casa. Pero las siguientes palabras de Samuel lo dejaron sin aliento.

—No quiero volver a casa.

Eliana sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

José Manuel frunció el ceño.

—Samuel, estás cansado. Vamos a casa, hablaremos de esto más tarde.

Pero el niño negó con la cabeza con vehemencia.

—No. Quiero vivir con Eliana.

Eliana sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones de golpe.

José Manuel, por su parte, sintió que el mundo se detenía.

—¿Qué estás diciendo, Samuel? —preguntó con voz tensa.

El niño bajó la mirada, pero su vocecita fue firme.

—Con ella me siento seguro.

Eliana sintió que algo se rompía dentro de ella.

José Manuel pasó una mano por su cabello, frustrado, mirando a su hijo como si no lo reconociera.

Pero cuando volvió la vista a Eliana, ella lo estaba mirando también. Y por primera vez en años, en sus ojos ya no había solo resentimiento. Había algo más. Algo que José Manuel no se atrevió a nombrar.

El silencio en la habitación era abrumador. Las palabras de Samuel aún flotaban en el aire, cargadas de una verdad imposible de ignorar.

José Manuel sintió que su garganta se cerraba. Su hijo, su pequeño Samuel, acababa de decir que no quería volver a casa. Que con Eliana se sentía seguro.

Sus manos se cerraron en puños a los costados, no por enojo, sino por la mezcla de emociones que lo invadían. Miró a Samuel, esperando que retirara sus palabras, que dijera que solo estaba asustado por lo que había pasado. Pero el niño mantuvo su mirada baja, con sus manitas aferradas a la sábana de la camilla.

—Samuel, no digas eso —intentó razonar con calma, pero su propia voz sonaba tensa.

El pequeño levantó la cabeza con lágrimas en los ojos.

—Es la verdad, papá. —Su voz tembló, pero no retrocedió—. No quiero volver a casa con ella.

Eliana sintió su pecho apretarse. Sabía que “ella” se refería a Samantha.

José Manuel inhaló profundamente, tratando de mantener la compostura. Se giró hacia Eliana, con una mirada afilada, como si ella tuviera la culpa de lo que estaba pasando.

—¿Qué le dijiste? —preguntó con dureza.

Eliana sintió una punzada de indignación.

—¿Me estás acusando de manipular a tu hijo? —preguntó con voz gélida—. José Manuel, Samuel vino a buscarme por su cuenta. ¿No te das cuenta de lo que significa?

La mandíbula de José Manuel se tensó. Claro que lo sabía. Pero aceptarlo era otra historia.

Antes de que José Manuel pudiera decir algo más, la puerta se abrió y una enfermera entró con un expediente en la mano.

—Señor Altamirano, hemos completado la revisión final de Samuel —dijo con voz profesional—. Su estado es estable, así que podemos darle de alta. Sin embargo, es importante que eviten cualquier exposición al mango y que sigan las indicaciones del médico.

Eliana asintió y tomó el documento que la enfermera le extendía.

—Aquí está su receta y las indicaciones para cualquier reacción futura —agregó la mujer, antes de dedicarle una sonrisa tranquilizadora a Samuel—. Descansa bien, campeón.

Samuel tiró de la manga de su camisa nuevamente, llamando su atención.

—Papá… por favor…

José Manuel cerró los ojos un instante. Sabía que no podía ignorar los sentimientos de su hijo, pero tampoco podía tomar una decisión apresurada.

José Manuel se enderezó y, con un tono inquebrantable, habló:

—Nos vamos a casa.

Eliana sintió su pequeña manita aferrarse con fuerza a su brazo.

—No quiero irme con él… —susurró el niño, apenas audible.

Esa súplica hizo que el corazón de Eliana se hiciera añicos. Sintió su respiración agitarse mientras veía los ojitos de Samuel llenarse de lágrimas.

José Manuel frunció el ceño y extendió la mano.

—Basta, Samuel. No puedes quedarte aquí.

El niño negó con la cabeza y se pegó más a Eliana.

—No quiero… No quiero…

José Manuel apretó la mandíbula y, sin más, tomó a su hijo en brazos.

Samuel comenzó a forcejear, golpeando con sus pequeñas manos el pecho de su padre mientras las lágrimas caían sin control.

—¡No quiero irme contigo! ¡No quiero!

Eliana sintió que su alma se desgarraba. Verlo luchar, ver cómo su cuerpecito se sacudía con cada sollozo… era demasiado.

—José Manuel… —intentó intervenir, su voz quebrada.

Pero él ya había dado un paso hacia la puerta.

—Esto no es negociable. Es mi hijo.

Samuel lloraba desconsoladamente, extendiendo sus brazos hacia ella.

—¡No me dejes, Eliana! ¡No me dejes!

Cada palabra era un puñal en su pecho.

Eliana se llevó una mano a los labios, conteniendo un sollozo. Sentía ganas de correr tras él, de arrebatarle a Samuel y abrazarlo con todas sus fuerzas.

Pero no podía.

Se quedó quieta, con los ojos ardiendo, viendo cómo José Manuel salía de la habitación con el niño aún llorando.

La puerta se cerró tras ellos.

Y el sonido del llanto de Samuel fue lo último que quedó resonando en su alma.

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