Todos temen lo que no pueden controlar. En nuestro campamento, entre las sombras de las carpas coloridas y el brillo de las fogatas, el miedo es un susurro constante. Los gitanos conocen la oscuridad como una vieja amiga, y yo, Emily, soy su hija predilecta.—Emi, ¿qué haces allá arriba? —preguntó Darío, con su voz firme pero teñida de preocupación. Como siempre, intentaba seguirme el paso.Me gustaba verlo desde arriba, con sus rizos oscuros desordenados y esos ojos marrones llenos de determinación y temor a partes iguales.—Me gusta la vista —respondí, dejando que una sonrisa traviesa se dibujara en mis labios mientras balanceaba mis piernas desde la rama del viejo roble.La luna estaba llena y pálida, bañaba el campamento en una luz espectral, resaltando las líneas de su ceño fruncido.—Emi, ¿por qué siempre tienes que subir a estos árboles? —preguntó, comenzando su torpe ascenso.La altura siempre lo mareaba, y eso me divertía; ver cómo enfrentaba sus miedos por seguirme me hacía
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