—A pesar de que te echaron y te hicieron sentir mal, aún continúas preocupándote por ellos —dijo, su tono era neutral, pero en sus ojos había una chispa de comprensión. Me giré para mirarlo, viendo un destello de compasión en su rostro, que contrastaba con su fachada de villano frío y distante. —Son la única familia que he conocido. Crecí en ese lugar, hice amigos que, claro, hoy ya no lo son, pero también tuve buenos momentos. Aprendí a bailar, como las llamas de ese fuego —dije, señalando la fogata—. También aprendí a tocar el violín y la guitarra. No canto porque no tengo una linda voz, pero aprendí muchas cosas de ellos. En un gesto inesperado, él levantó una mano y acomodó un mechón de mi cabello detrás de mi oreja, su toque fue suave, casi cariñoso. —Ya no estás sola —murmuró, y su tono contenía una promesa. Lo miré, sintiéndome desconcertada. —¿Por qué parece que te preocupas por mí? —pregunté, con el corazón latiendo rápidamente, temiendo la respuesta y, al mismo tiempo,
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