Mientras todos se reunían en el centro del campamento, alrededor de la gran fogata donde se llevaría a cabo la ceremonia, mi madre intentó persuadirme una vez más. Pero mi decisión ya estaba tomada. No había marcha atrás; el clan lo había decidido.
Los tambores comenzaron a sonar, su ritmo hipnótico resonaba en mi pecho como un latido oscuro y constante. Miré a mi alrededor, a los rostros familiares de mi tribu, sintiendo resignación y desafío. Esta noche, la luna sería testigo de mi destino, y en sus sombras, tal vez encontraría una chispa de esperanza para liberarme de las cadenas que me ataban a un futuro no deseado. Él estaba parado frente a la fogata; sus mechones brillaban bajo la luz del fuego como hilos de oro. Su apariencia era sofisticada, con un aire de misterio y peligro que lo hacía terriblemente atractivo. Tenía 27 años y yo era más joven que él por 10 años, una diferencia que parecía insalvable, pero a la vez, me atraía como un abismo. Me acerqué con pasos lentos, sintiendo la tierra cálida bajo mis pies descalzos, hasta quedar muy cerca de la fogata. Él tomó mi mano; sus dedos fríos y firmes me sorprendieron, un contraste inquietante con el calor del fuego. Me miró con una sonrisa que prometía tanto placer como sufrimiento. El oficiador de la ceremonia sería mi padre, cuya figura imponente parecía esculpida por el viento y las tormentas. El sonido del violín y la guitarra llenaba el aire; sus notas atravesaban mis oídos como susurros de almas perdidas, contando historias de amor y tragedia. —Hoy, bajo este cielo y ante los ojos de nuestros antepasados, unimos dos almas en un lazo eterno —dijo mi padre, alzando las manos al cielo—. Emily y Darío han recorrido un largo camino para llegar hasta aquí, y ahora, ante la presencia de su familia y amigos, sellarán su amor y compromiso. ¿Amor? ¿Cuál amor? Sentía el peso de esa palabra como una cadena alrededor de mi corazón. Volteé a ver a Darío, quien sonreía y me miraba de vez en cuando con ojos oscuros y profundos, llenos de secretos que me aterrorizaban y fascinaban a la vez. Luego dirigí mi vista hacia los demás; todos parecían felices, celebrando entre ellos. Menos yo... El violín no dejaba de sonar, sus notas eran lamentos desgarradores, mientras la guitarra, en manos de los guitarristas, continuaba su danza macabra. Pero yo quería que todo se detuviera. Miré a mi madre, cuyos ojos reflejaban un dolor silencioso. Ella no estaba de acuerdo; lo veía en su mirada triste y resignada. De repente, el aullido de los perros rompió el aire, como un presagio de desastre. Todos comenzaron a correr. Yo me quedé ahí, de pie, frente a la fogata, como si mis pies estuvieran clavados en la tierra. Incluso Darío se fue; su figura se desvaneció en la oscuridad. Todos habían huido, pero yo seguía inmóvil. Los gitanos solíamos ser presas de hombres que irrumpían en nuestros campamentos, llevándose a mujeres y hombres para propósitos siniestros. Nunca supimos para qué. Por eso, nuestra vida estaba marcada por el movimiento constante; cuando permanecíamos demasiado tiempo en un lugar, éramos descubiertos y debíamos desaparecer y empezar de nuevo. Esta vez, nos habíamos quedado demasiado tiempo aquí. Se comenzaron a escuchar disparos; el retumbar de las armas resonaba en la noche. El metal se hizo evidente, la lucha, los gritos, el dolor, la muerte, y la destrucción. Todo estaba en el aire, y el instinto me decía que sangre había sido derramada mientras yo permanecía de pie, justo en el mismo lugar. —Emily, cariño, tenemos que correr —exclamó mamá, sacudiéndome y haciéndome volver en sí. Parpadeé, sin poder creer lo que veía. Hombres luchaban contra hombres; la muerte estaba en el aire y ahora la veía claramente. Varios conocidos y amigos yacían muertos frente a mí. Mi prima, en lugar de alejarse, corrió hacia aquellos hombres, muriendo en las manos de un hombre cuyo rostro nunca olvidaré. —¡Vamos, Emi, tenemos que correr! —mamá me jalaba de la mano, pero yo permanecía inmóvil, atrapada en un mar de desesperación y furia. Finalmente, me dejé arrastrar por ella, y salimos corriendo, nuestras respiraciones estaban entrecortadas. Pero pronto fuimos interceptadas por varios hombres. Sus rostros estaban marcados por sonrisas malévolas, y sus ojos brillaban con una malicia oscura que parecía destilar de ellos como un veneno invisible. El placer retorcido que sentían al atacarnos era palpable en el aire denso y cargado. Los hombres, vestidos con ropas raídas y llenas de polvo, comenzaron a encadenar a varias mujeres. El metal de las cadenas tintineaba en la noche, mezclándose con los gritos ahogados y las súplicas desesperadas. Se acercaban cada vez más a mamá y a mí, sus miradas eran lujuriosas e insaciables. Solo podía pensar en una cosa: despertar a la bestia que dormía en mí, dejar que se desatara y arrasara con aquellos que se atrevían a revelarse contra nosotros. Quería verlos destruirse bajo el furor de mi verdadera naturaleza. Pero mamá parecía leer mis pensamientos. —No lo hagas, Emily —pidió con voz temblorosa, su mano aún aferrada a la mía mientras me miraba fijamente, intentando comunicarme su desesperación a través de esa conexión. Sabía que mis ojos habían cambiado; ya no eran los verdes suaves que solían ser, sino una inquietante mezcla de ámbar y destellos dorados, reflejo de la bestia que se agitaba en mi interior. —¿Ya vieron qué bonita gitana? —comentó uno de los hombres, acercándose con una sonrisa cruel. Apartó a mi madre de mi lado con un empujón y tomó un mechón de mi cabello entre sus dedos, llevándolo a su nariz, inhalando profundamente como si esperara saborear mi esencia—. Aparte, huele delicioso. —¡No, Emily! —exclamó mamá, rota por el miedo y la impotencia. Lo siguiente que sentí fueron las cadenas en mis muñecas, el frío del metal y la presión constante mientras éramos arrastradas por los hombres. Mi padre había muerto, Darío no estaba por ningún lado, y aún así, él quería casarse conmigo. Se suponía que él iba a protegerme, a ser mi salvación. La vida es tan irónica: confías en quien menos deberías y amas a quienes no deberías amar. Pero yo no confiaba ni amaba a nadie. A veces sentía que la vida no tenía sentido; era tan fría y cruel. Mientras nos arrastraban, traté de calmar a la bestia en mi interior, cuestionando si había algo más allá, algo que esperaba por mí, algo que deseaba ser descubierto. Más por curiosidad que por esperanza, comencé a caminar con paso firme mientras éramos arrastradas. Ahora éramos esclavas, cuando hace un momento éramos libres como el viento, flotando en nuestra propia existencia gitana, sin cadenas ni ataduras.Éramos prisioneros, encerrados entre barrotes oxidados y encadenados con grilletes pesados. El llanto de los jovenes resonaba en el ambiente sofocante, impregnado de miedo y desesperación. Las antorchas proyectaban sombras inquietantes sobre los rostros aterrados de mis compañeros. Me quedé observando en silencio, sentada en el suelo de tierra fría, contemplando lo único que poseía: un amuleto de oro con símbolos antiguos que brillaba tenuemente en la penumbra. El hombre de ojos verdes no solo aparecía en mis sueños; recordaba haberlo visto una vez, cuando era aún más joven. Era de noche y mamá había salido de nuestro campamento gitano. La vi adentrarse en el bosque, envuelta en su capa color escarlata. Sin hacer ruido, la seguí, pero de repente desapareció. Fue antes de que me transformara por primera vez, incluso antes de que comprendiera que la magia corría por mis venas. Sentía un miedo paralizante que me hacía sentir diminuta en un mundo que parecía demasiado grande. Creí qu
Saqué un poco de mi sangre con una navaja y realicé un conjuro de rastreo. Aún estábamos vinculados, así que mi sangre me mostró dónde estaba ella. Me transporté al lugar, y el panorama que encontré era desolador: una venta de esclavos. Me coloqué mi capucha y entré, sabiendo que muchos me reconocerían de todos modos. M*****a sea, era el rey de los brujos, líder del aquelarre más poderoso y despiadado cuando se trataba de defendernos unos a otros. Así que que podía esperar. Al ingresar, el lugar estaba impregnado con el hedor de la desesperación. Criaturas de todo tipo estaban encadenadas; algunos mostraban signos evidentes de tortura. Elfos, lobos, vampiros, gitanos, en fin, cualquier ser sobrenatural estaba allí, encadenado y humillado. En el centro del recinto, había una pista de baile donde dos enormes lobos estaban amarrados como el centro del espectáculo, su sufrimiento era exhibido cruelmente ante la mirada de los asistentes. —Con ustedes tenemos a estas lindas gitanas —
Uno a uno, los asistentes comenzaron a mencionar cifras, sus voces estaban llenas de codicia. Finalmente, un hombre ofreció una cantidad exorbitante, una suma que silenció a todos. Fui vendida a él, al hombre de ojos verdes. El público comenzó a exigir que bailara de nuevo. Accedí, pero esta vez, mis movimientos fueron más lentos y menos provocativos. Estaba furiosa. Sabía que mi baile había influido en su decisión de comprarme. Qué estupidez, no soy un animal domesticado. Mientras me agachaba, sentí la magia recorrer mi ser. Había visto a los lobos encadenados detrás de mí. Como si mis manos fueran una extensión de la magia, tomé las cadenas de los lobos. Al levantarme, alcé mis manos al cielo y las bajé con brusquedad, rompiendo las cadenas con un estruendo ensordecedor. El caos estalló. Los vendedores de esclavos corrieron en busca de armas, y el pánico se apoderó del lugar. Corrí fuera del escenario y liberé a mi gente. Un hombre se atravesó en mi camino, apuntándome con una
—¿Por qué hacen esto? Ustedes son mi familia —dije, llena de tristeza, mientras miraba a mi madre, quien bajó la cabeza con pesar. —Mi niña, tienes que irte. Tu lugar no es a nuestro lado —las palabras de mi madre resonaron como un martillo en mi corazón, comprimiéndolo y desgarrándolo. Pero no iba a dejarme doblegar. —Mamá, yo puedo protegerlos de los esclavistas, de los que... —No te necesitamos —interrumpió Darío con frialdad, y todos gritaron lo mismo con un tono de rechazo unánime. Mi madre se acercó a mí y me abrazó, siendo un gesto que pretendía ser reconfortante, pero yo no me dejaba llevar por la debilidad. —Emily, mi niña, no lo tomes a mal. Tu lugar no es a nuestro lado. Tu destino en esta vida fue escrito antes de tu nacimiento —me dio un beso en la mejilla, llena de resignación—. Te amo. —Mamá... ¿Es por esto que debía mantener mi identidad en secreto? ¿Es por esto que no debía mostrar mi verdadera esencia? —¡Ya vete! —gritaron con fuerza. Dirigí mi mirada a los m
—Claro que lo sabes —susurró Arthur con una sonrisa torcida, una de esas que parecían esconder un secreto oscuro que yo aún no había revelado. Su mirada penetrante me atravesaba, como si estuviera desnudando mis pensamientos. —No, en absoluto —mentí, aunque el peso de la verdad colgaba en el aire. Sí sabía su nombre, pero admitirlo habría sido cederle un poder que no estaba dispuesta a otorgar. La rabia que emanaba de él, esa intensidad implacable, me atraía de una forma inexplicable. Era como si su presencia abrasadora me envolviera, y eso me frustraba aún más. No quería que me afectara de esa manera. —Arthur —repitió, con sus labios curvándose en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. —Ya lo sabía —respondí, y mi sonrisa desafiante no hizo más que endurecer su expresión. Su ceño se frunció, y por un momento, el silencio entre nosotros se volvió asfixiante. De repente, me levantó con una fuerza que me tomó por sorpresa, lanzándome sobre su espalda como si no pesara nada. Mi g
Creo que lo hice enojar porque se giró y comenzó a caminar hacia la enorme posada sin decir una palabra, con esos pasos firmes que parecían hacer temblar el suelo. El silencio entre nosotros era tan denso que me resultaba asfixiante.—¡Espera! —grité mientras corría tras él, pero se detuvo tan de repente que choqué de lleno contra su espalda. Era como golpear una pared—. ¿Por qué te detienes de repente? —le solté, molesta y un poco aturdida por el impacto.Él se giró despacio, y su mirada, tan oscura como la noche, se clavó en la mía con fastidio y burla.—¿No fuiste tú quien pidió que esperara? —respondió con tono frío—. A ver quién te entiende, niña.—¡Eres un idiota! —le espeté, apartándome de él con un empujón, aunque mi fuerza parecía nada comparada con la suya.Avancé hacia la entrada de la posada, intentando ignorar cómo me hervía la sangre cada vez que me llamaba "niña". Lo hacía a propósito, solo para hacerme enojar.Al cruzar la puerta, me quedé con la boca abierta. Por fuer
—¿Puedes soltarme? —dijo él con un tono de diversión. Al levantar la vista para encontrar sus ojos, me di cuenta de lo ridícula que debía parecer, pero no podía evitar el rubor que se extendió por mis mejillas. —Lo siento, solo quería ver si tenías algo cómodo para dormir —dije rápidamente, sintiendo cómo el calor subía aún más a mi rostro. Arthur no dijo nada al principio, solo me observó en silencio, como si estuviera debatiendo algo internamente. —Sí, entra —dijo, haciéndose a un lado para que pudiera pasar. Entré en su habitación, sintiéndome un poco nerviosa, pero tratando de mantener la compostura. Observé cada detalle a mi alrededor; la habitación era simple pero elegante, con muebles de madera oscura y una cama grande y bien hecha. Sobre una mesilla de noche, había algunos adornos que llamaron mi atención. No pude resistir la tentación de tocarlos. —¿Te gustan? —preguntó Arthur, apareciendo a mi lado sin que me diera cuenta. —Sí, son lindos —respondí, girándome hacia
★ Emily. Observar las llamas danzar frente a mí es algo hipnotizante, como si cada chispa intentara contarme un secreto. La calidez que desprenden es reconfortante, casi como un abrazo en medio de la soledad. No puedo evitar perderme en ese espectáculo, es un refugio temporal del caos que me rodea. Decidí explorar un poco y me tomé la libertad de entrar en la habitación del amargado, ese ogro que parece disfrutar haciéndome la vida imposible. La habitación, aunque decorada con sobriedad, reflejaba algo de su carácter: todo en su lugar, oscuro, frío, pero con un toque de elegancia inesperada. Rebusqué en su armario y tomé una de sus camisas. Era de un material suave y caro, definitivamente hecho a medida. También encontré una corbata, de esas que parecen nuevas, como si nunca las hubiera usado. Me la até con cuidado, formando un moño improvisado. La camisa me quedaba como un vestido, y aunque prefiero las faldas largas, tenía que admitir que había algo divertido en llevar su ropa. Esa