Capítulo 5: Un buen prospecto

Todos temen lo que no pueden controlar. En nuestro campamento, entre las sombras de las carpas coloridas y el brillo de las fogatas, el miedo es un susurro constante. Los gitanos conocen la oscuridad como una vieja amiga, y yo, Emily, soy su hija predilecta.

—Emi, ¿qué haces allá arriba? —preguntó Darío, con su voz firme pero teñida de preocupación. Como siempre, intentaba seguirme el paso.

Me gustaba verlo desde arriba, con sus rizos oscuros desordenados y esos ojos marrones llenos de determinación y temor a partes iguales.

—Me gusta la vista —respondí, dejando que una sonrisa traviesa se dibujara en mis labios mientras balanceaba mis piernas desde la rama del viejo roble.

La luna estaba llena y pálida, bañaba el campamento en una luz espectral, resaltando las líneas de su ceño fruncido.

—Emi, ¿por qué siempre tienes que subir a estos árboles? —preguntó, comenzando su torpe ascenso.

La altura siempre lo mareaba, y eso me divertía; ver cómo enfrentaba sus miedos por seguirme me hacía pensar en un perro fiel, dispuesto a cualquier cosa por su dueña.

Darío, con sus manos fuertes y curtidas por el trabajo, se agarraba a las ramas con desesperación. Podría ser un buen prospecto de marido, siempre tratando de alcanzarme, de estar a mi nivel.

Finalmente, se sentó a mi lado, jadeando ligeramente.

—Me he enterado de que tu padre te ha dado un ultimátum. Pretenden que te cases con alguien del clan, ¿ya has escogido marido? —dijo, su voz apenas era un susurro bajo el dosel de hojas.

—No quiero casarme —repliqué, girando mi rostro hacia él. La brisa nocturna acariciaba mi piel y hacía danzar mis rizos rojos—. Aún soy joven y, además, nadie tiene los ojos verdes.

—¿Ojos verdes? —repitió Darío, con una mezcla de confusión y curiosidad.

—No lo entenderías… —murmuré, desviando la mirada hacia el cielo estrellado.

—Déjame postularme, déjame ser tu marido —insistió, tomando mi mano.

Su toque era cálido, pero sus dedos temblaban ligeramente.

—Le temes a las alturas y yo, en mi otra vida, fui un mono —dije, soltando su mano con una risa suave.

—Aprenderé —prometió, lleno de una determinación que casi me conmovió.

—Nunca logras alcanzarme —puse otra excusa, disfrutando del juego.

—Correré más rápido.

—Yo no te amo —afirmé, mirándolo a los ojos.

—Haré que me ames.

—Tienes una respuesta para cada cosa que digo, Darío.

—Yo te amo.

—Eres mucho mayor que yo.

—Solo son diez años. Emi, permíteme demostrarte que puedo protegerte.

Quería reírme; yo no necesito protección. Soy una loba, mitad bruja. Si él supiera la verdad, sería él quien necesitaría cuidado.

—Déjame intentarlo —rogó, en un susurro desesperado.

Asentí ligeramente, dándole una última oportunidad.

Se acercó, sus ojos estaban cerrados mientras su mano recorría mi cuello, sus labios estaban peligrosamente cerca de los míos. El aire entre nosotros estaba cargado de electricidad, de una tensión antigua y oscura.

Lancé un pequeño hechizo, uno de mis trucos favoritos, que hizo crujir y romper la rama.

—¡Ahh! —gritó Darío al caer, y yo aterricé con gracia sobre mis piernas, mientras él caía de espaldas contra el suelo polvoriento.

—¿Darío, estás bien? —pregunté, fingiendo preocupación mientras me inclinaba hacia él, mis ojos brillaban con un destello de malicia.

—Sí, duele —respondió, adolorido, mirando hacia las estrellas como si buscara respuestas.

Me acerqué a él, ofreciendo una mano para ayudarlo a levantarse. En el fondo, sabía que Darío nunca podría alcanzarme, ni en altura ni en alma. Yo era una criatura de la noche, una mezcla de magia y misterio que ningún simple mortal podría jamás comprender.

—Les diré a mis padres que he escogido marido. Creo que esta noche se celebrará la boda. Adiós.

Comencé a caminar con pasos pesados, con el corazón apesadumbrado. No deseaba casarme, solo anhelaba que algo lo impidiera. Pero la presión de mi gente, mi tribu, era más fuerte. Ellos exigían un matrimonio que yo no quería.

Al llegar a nuestra caravana, me acerqué a mis padres y les di la noticia.

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —preguntó mi madre, sus ojos reflejaban preocupación y tristeza.

—No quiero casarme, pero es mi deber —respondí, dirigiendo mi mirada a mi padre, quien parecía mucho más emocionado que mi madre. Ella se veía pensativa, como si sus pensamientos fueran nubes oscuras en una noche de tormenta.

Mi padre salió del campamento y se dirigió a dar la noticia a los demás gitanos. Tenían una boda que preparar.

—¿Qué sucede, mamá? —pregunté, tratando de entender su angustia.

—Es solo que, si no te quieres casar con él, no lo hagas. No puedes casarte sin amor, Emi.

—Es una de las leyes de nuestro pueblo, madre, y como gitana debo acatarlas.

—Él se enfurecerá si se entera de que te has casado —dijo ella, apenas en un susurro.

—¿Quién? —pregunté, confundida por sus palabras.

—No le hagas caso a esta pobre loca —interrumpió mi padre al regresar—. Mejor vamos a alistarnos. Seguro ya están terminando los preparativos de la boda y esta misma noche se anunciará. Darío… es un hombre con suerte. O quizá no lo es.

—¿Es tan malo que alguien quiera casarse conmigo? —pregunté, la duda creciendo en mi interior.

—Claro que no, Emi. Tú eres una persona extremadamente valiosa y estarás bien, siempre lo estás. Eres muy pequeña, hijita preciosa.

Mamá parecía conmovida. Incluso vi algunas lágrimas derramarse por sus mejillas. Me acerqué, le di un beso en la frente y la abracé. Sentí su cuerpo temblar ligeramente contra el mío.

El tiempo comenzó a marchar. El sol empezó a ocultarse, dejando que la luna resplandeciera en el ocaso, su luz bañaba el campamento en un brillo plateado. Las fogatas estaban encendidas, sus llamas danzaban como espíritus inquietos, anunciando la celebración que se llevaría a cabo. Mi madre me prestó uno de sus vestidos, un hermoso atuendo de colores vivos y bordados intrincados, adornado con cuentas y monedas que tintineaban con cada movimiento.

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