—Podríamos pedirle al servicio que prepare una nueva porción de desayuno. No es como si aquí faltara comida, —refunfuñó Carmen, frunciendo el ceño.—Si el abuelo come lo que dejas, yo también puedo comer lo que mi esposa deja. ¿O no? —repuso Álvaro con absoluta tranquilidad.No deseaba provocar a los ancianos, pero, de haber podido, habría agregado que lo que tocaba Gabriela siempre le parecía más sabroso.—Tú… —Carmen tuvo que tragar las ganas de protestar.—¿Y lo del bebé se queda así? —intervino Oliver, con la voz grave, procurando no alzarla demasiado.—Después de Año Nuevo haremos la primera revisión, —explicó Álvaro.—¿De veras lo aceptarás? —Carmen interrumpió, incapaz de contenerse.—Si es el bebé de mi esposa, ¿cómo no lo voy a aceptar? —contestó Álvaro con naturalidad—. ¿Acaso quieres que me porte como un miserable?Carmen quiso decir algo más, pero Oliver le sujetó la mano.—A fin de cuentas, es un tema tuyo y de Gabriela, —concedió con voz severa—. Solo hay una condición: s
Álvaro estaba intentando encasquetarle a Gabriela un gorro muy feo—pero a simple vista bien calientito.—¡Hermano, quítale ya esa cosa espantosa de la cabeza a mi cuñada!En cuanto habló, Cintia le arrebató el gorro y lo lanzó con desprecio sobre el sofá, a unos pasos de distancia.Gabriela estuvo a punto de soltar una carcajada.—¿Qué sabrás tú? —Álvaro le lanzó a Cintia una mirada de reojo—. A tu cuñada le encanta esa caricatura y este gorrito es parte del merchandising.Ignorándolo, Cintia se colgó del brazo de Gabriela con un cariño exagerado:—¡Cuñada, vámonos ya! ¡Nos toca salir!—Claro que vamos a salir, pero no tú, —atajó Álvaro, apoyando un dedo sobre la frente de Cintia y apartándola de Gabriela.—¿Cómo dices? ¡Ella me prometió que iríamos juntas a comprar fresas gigantes!—Te conseguí un maestro, y hoy te toca examen.Los ojos de Cintia se iluminaron:—¿De verdad? ¡Pásame su contacto, le digo que mejor me examine por la tarde y así no me pierdo la ida al mercado!—Tu abuelo
El recuerdo atravesó el semblante de Álvaro como una punzada dolorosa.Gabriela sintió una pizca de decepción. Ahora, era como si a Álvaro nada lo alterara. Hasta resultaba aburrido.—¿Además de fuegos artificiales? —insistió él, adoptando un tono más suave.Gabriela apartó la mirada de Álvaro y contempló por la ventana. «Hay tantas cosas…», pensó, pero respondió en voz baja:—No lo recuerdo.En su mente, cada uno de los recuerdos de Año Nuevo estaba asociado con Emiliano. Si se colaba de casa en casa para jugar o si se lanzaba a sumergirse en el mar durante pleno invierno, Emiliano siempre la acompañaba, sin abandonarla ni un segundo. Y aparte de esos momentos alocados, atesoraba otros: cuando se alejaban del bullicio y pasaban la noche ella, Emiliano y la madre del orfanato, sentados en su pequeña sala, mirando una vieja película o el especial de Año Nuevo en la televisión.Eran recuerdos preciosos, bálsamos para sobrellevar el dolor más profundo que había soportado durante años.Des
Al menos, Álvaro trató de ponerse serio por un instante. Gabriela siguió avanzando y él apresuró el paso para alcanzarla, dándole un suave choque con el hombro.Era inaudito para Gabriela verlo así de juguetón.—…«Él antes era tan serio…», pensó, incrédula.—¿Sueles hablar de mí como «muy guapo» cuando estás fuera? —preguntó Álvaro con curiosidad.Gabriela lo miró de reojo. Este hombre se está volviendo demasiado engreído.—No. —respondió escuetamente—. ¿Olvidaste que no me dejabas decirles a mis amigos ni a mis compañeros que estaba casada contigo?La sonrisa de Álvaro se congeló.—Bueno… —musitó, sin saber qué añadir.—Así que únicamente los vendedores de este mercado, a quienes frecuento, saben de tu existencia, —prosiguió Gabriela—. Porque, entre lo quisquilloso que eres para comer, y que no quería que pensaran que eras un insoportable, admití que eras tan «bello» que valía la pena esforzarse por complacerte.—¿Y la gente no comenta nada de que estés tan «encandilada»? —Álvaro bro
—¿Está rica? —preguntó Gabriela, sin aparente emoción.A Álvaro no solía gustarle la textura suave y dulzona de este tipo de frutos, pero la que Gabriela le dio le pareció sorprendentemente sabrosa.—Sí, —afirmó, con un gesto sincero—. Está muy buena.Gabriela alzó ligeramente una ceja, mostrando un orgullo nada disimulado. Al instante, giró sobre sus talones y se encaminó al auto, sin ofrecerle otra castaña. Álvaro fue tras ella con prisa.Desde atrás, Kian dejó escapar un suspiro, alternando la mirada entre el enorme wok donde el vendedor revolvía las castañas con azúcar y la expresión satisfecha de su jefe. Conociendo a Álvaro desde hacía más de una década, jamás lo habría imaginado probando comida callejera o, peor aún, cantando loas a un producto tan popular. Lo mismo pasó días atrás con los platillos de aquel puesto de comida ambulante que Gabriela le hizo probar.Por un lado, Kian se sentía contento de ver a Álvaro involucrarse con el mundo «normal», lejos de su burbuja de lujos
—¡Cómelas tú! ¡Todas!Aunque ella no se mostró especialmente amable, Álvaro igual sonrió con satisfacción. Pensaba: «Más vale que me regañe a que me ignore». Peor sería que lo tratara como a alguien invisible y no intercambiara palabra alguna con él.Cuando regresaron a la hacienda, ya casi era la hora de la comida. Los abuelos Rojo y Cintia habían almorzado y ahora descansaban. Alicia corrió a mandar que sirvieran la comida.Gabriela subió a cambiarse de ropa; bajó con un atuendo cómodo de casa. Para su sorpresa, Cintia se encontraba en la mesa hablando muy animada con Álvaro. A juzgar por su sonrisa, la mañana de aprendizaje con Oliver había resultado bastante fructífera.—¡Cuñada! —exclamó Cintia al verla, tendiendo los brazos de forma zalamera.Gabriela se acercó y Cintia, sin dudarlo, la rodeó por la cintura, alzando la vista:—¿Me compraste fresas?—Sí. —Gabriela extendió la mano y le acarició la mejilla a Cintia—. ¿Y cómo te fue en la lección?—¡El abuelo es increíble! —exclamó
Aguardando a que Álvaro terminara su videoconferencia, Kian se instaló discretamente frente a la puerta del estudio. Solo entonces llamó y entró.—Señor, —dijo en voz baja—, desde el Hospital Serrano Verde llamaron para informar que el estado de Mattheo no está mejorando. Esta mañana vomitó un cuenco de sangre.Mattheo Saavedra era el tío de Álvaro. En su momento, nació como el primogénito más esperado, rodeado de halagos y, de no haber surgido Eliseo, todo el mundo habría asumido que Grupo Saavedra quedaría en sus manos. Nadie habría imaginado que, tras la irrupción de Eliseo en la cumbre de la familia, Mattheo tendría que agazaparse por veinte años.Cuando Eliseo murió, Mattheo al fin pudo hacerse con Grupo Saavedra, pero ni siquiera pasaron dos años antes de que su sobrino—el mismo a quien nunca tomó en serio—lo arrinconara, arrebatándole el control de la empresa. El día que Álvaro se erigió como cabeza de Grupo Saavedra, Mattheo, rodeado de periodistas, sufrió un ataque de locura.
Mientras Kian hablaba, Soren descargó el archivo. Encontró el nombre Mauro Gutiérrez, un inmigrante latino-canadiense que, hace treinta años, empezó a tomar encargos de asesinato en la oscura red de Toklic. Toklic abundaba en negocios turbios, y los matones se daban codazos para conseguir un trabajo. Mauro, con su apariencia de maestro de biología, logró gran reputación gracias a su brutalidad: aunque le contrataran para asesinar a una persona, siempre terminaba "limpiando" la casa entera, lo que le ganó fama entre los millonarios que buscaban un sicario de élite.Finalmente, murió como la mayoría de los asesinos a sueldo: de forma violenta y súbita, descuartizado en el apartamento que tenía en Huckland.—Conque era Mauro Gutiérrez…, —murmuró Soren, frunciendo el ceño.—¿Te suena, verdad? —Kian soltó una risa seca—. La primera vez que vi el retrato que me mandaste, algo me resultó familiar.—En esos años, quienes trabajábamos como guardaespaldas de empresarios poderosos le temíamos bas