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Tratada como el enemigo. 

En esta fecha siempre está malhumorado y se encierra a ahogar sus penas con el alcohol. Pero Isabella había cambiado su forma de duelo al prepararle esa desagradable fiesta. 

Lo arruinó todo, según su pensar; sin embargo, estaba consciente de que lo hizo sin malicia. Lo único que le enfadaba era que pasó por alto su pedido. 

«Isabella es la mujer perfecta para mí, quizás casarme con ella y crear una familia es lo que realmente necesito para dejar de sentirme tan hueco», reflexionaba sintiendo los efectos del licor, sopesando que no era mala la idea de formalizar un hogar. 

Tambaleante sonrió al imaginar un futuro a su lado, con un hijo al que le brindaría mucho amor para que no se sienta tan solo como lo está él. 

«Seré el mejor padre del mundo y protegeré a Isabella para que no sufra», volvió a plantearse en su fuero interno dejando el vaso sobre la barra para ir en busca de su amada, pero al notarse tan borracho. Con la minúscula parte de cordura que aún conservaba decidió descansar para estar sobrio cuando le pida a Isabella que formalicen su relación y se convierta en la madre de sus hijos. 

Con alegría se levantó muy temprano, tomándose una taza de café y mientras lo hacía recordó que a Isabella le encantan los tulipanes por lo que le encargó a su asistente personal un arreglo despampanante, digno de una mujer tan encantadora como lo es su amada. 

Sin poder ocultar su emoción fue en su búsqueda.

¡Toc, toc!. Dejó dos toques en la puerta del dormitorio que ocupa Isabella, sin obtener respuesta. Y se preocupó porque Isabella suele abrir al segundo toque. 

Al girar la manija frunció el ceño, pareciendo extraño que la puerta no estuviera asegurada y al ingresar encontró la cama perfectamente tendida, por lo que fue al reluciente cuarto de baño y tras no encontrarla solicitó la presencia de una empleada de servicio. 

—Buenos días, Sr. Gil. —Lo saludó la mucama inclinando un poco la cabeza sin atreverse a verle a los ojos y, en respuesta él hizo un movimiento apenas perceptible aceptando dicha cortesía.  —¿En qué puedo servirle joven Gil? —preguntó la mucama. 

—¿Ha visto usted a Isabella? —interrogó él.

—No Sr. Gil, ella no amaneció en casa, según tengo informado por los guardias de seguridad, la vieron marcharse anoche y no regresó —contestó la mujer.  

Mientras ella le explicaba, Maximiliano iba experimentando como la furia despertaba en él y apretó tanto sus dientes al mismo tiempo que cerraba las manos volviéndolas puños. 

—Gracias se puede retirar. —Dijo lo más calmado posible.

Al darse cuenta de que Isabella se había marchado se sintió tan decepcionado que arrojó al piso el arreglo de tulipanes que había comprado para ella y con rabia desmedida bramó:

—Isabella asumió el papel de víctima para abandonarme —refunfuñó sin asumir que el único culpable de su partida era él.

Diez horas antes. 

Isabella se encontraba enojada consigo misma al haber tenido la ilusión de que Maximiliano quisiera algo más con ella. Se había engañado a sí misma al suponer que el amor que le brindaba podría hacer que un hombre frío la amara de verdad y ese desengaño le hacía sentirse patética, puesto que como él mismo le reprochó, nunca le dijo que la relación que tenían iba a pasar a ser algo más. 

Tampoco quería odiarlo por reaccionar de ese modo, ya que Maximiliano más que su amado también fue su salvación, quien veló por ella cuando era una menor de edad y en el momento que nadie más le quiso brindar apoyo por temor al señor Sued; su aterrador y malvado abuelo. Por eso aunque su amor por Maximiliano no fuera correspondido siempre estará agradecida con él.  

También estaba el hecho de que no entendía el motivo por el cual él se había enfadado por la fiesta sorpresa; sin embargo, a eso le restó importancia, porque su mayor preocupación pasó a ser en ese instante su embarazo. Por lo que decidió entender que él estaba en todo su derecho de no querer formar una familia. 

—Yo puedo tener a mi bebé sola. No le obligaré a tener un hijo si eso no son sus deseos —murmuró para sí misma de prisa y atropelladamente empacando sus pertenencias mientras la fiesta se estaba llevando a cabo. 

Isabella es la nieta de la acaudalada familia Sued. Hace mucho tiempo que su abuelo la había echado de casa y desde entonces cuando cambió de opinión contrató a un personal para que le llevasen a su nieta devuelta. No obstante, durante un año no daban con su paradero hasta que Isabella fue vista en esa fiesta en la mansión Gil, siendo fotografiada cuando ella y el heredero Gil estaban en unas poses muy íntimas. 

Estas imágenes y los actos que según su pensar retrógrada eran impúdicos ante sus ojos hicieron al abuelo de Isabella encolerizarse y con el teléfono en la mano hablando con su informante le exigió. 

—Quiero que la traigan a casa sin importar el método que utilicen para hacerlo, pero la quiero aquí ¡Ya! —exigió lleno de ira.

—Como ordene, señor Sued —contestó su empleado.

Sin mirar atrás y sin ser consciente de que la estaban siguiendo, Isabella salió de la mansión Gil, sintiendo como el frío de la noche calaba sus huesos y, aunque su estrujado corazón le pedía luchar un poco más por obtener el amor de Maximiliano; su valía de mujer le aconsejaba recoger la poca dignidad que aún conservaba y no atar a ese hombre a su lado por la existencia de un embarazo que claramente él no anhela. 

Ella estaba segura de que no sería la mujer que retiene a un marido que no la quiere. Su mayor deseo era formar una familia con el hombre que ama siempre y cuando el sentimiento fuera correspondido, justo como era el de sus padres. 

Una lágrima traicionera bajó por su mejilla derecha y a pesar de querer llorar hasta sacar ese resquemor de su pecho, no se permitió hacerlo, sino que con premura la limpió con el dorso de su mano.  

Continuó con su andar apresurado, sin importar la incomodidad que le causaban los tacones y lo pesado que estaba el equipaje, solo ansiaba alejarse para no cambiar de opinión. Necesitaba un taxi, en cambio, a su lado se detuvo una furgoneta negra y no le paró, sino que siguió apurando el paso. 

—¡Suéltenme!, ¿Quiénes son ustedes? No tengo dinero para darles. —Empezó a gritar desesperada cuando dos hombres robustos le aprisionaron cada brazo llevándola a rastras a la furgoneta. 

—¡Bestias salvajes!, ¡¡déjenme ir!! —forcejeaba, pataleaba, lloraba angustiada y demasiado asustada. Temiendo más por la criatura en su interior que por su propia vida. 

—¡Señorita Sued, por favor, cálmese! —le exigió uno de los secuestradores con un tono de voz espeluznante que la hizo no luchar más para no ser golpeada.  

En silencio sopesó que luego de haber sido echada a la calle por su abuelo, no había aparecido en público y justamente hoy que se dejó ver, pasaba esto. De modo que pensó en todas las coincidencias y probabilidades. 

—Ustedes trabajan para mi abuelo, ¿cierto? Estos son sus métodos, los reconozco bien —aseguró con la fuerte certeza, pero los individuos no pronunciaron una sola palabra, simplemente se quedaron en silencio.  

—Por favor, señorita Sued, camine —pidió más tarde uno de los hombres cuando parquearon delante de esa mansión de donde Isabella fue echada como un animalito callejero y mirando la entrada sus ojos empezaron a pestañear solos a medida que la respiración se le volvía errática.  

Esa niña en su interior quiso volver a llorar justo como ese día que su abuelo renegó de ella. Sus manos frías empezaron a temblar, mientras era guiada por esos hombres, como si fuera una completa extraña en ese frío lugar que antes llamo hogar, donde tiene los mejores y peores recuerdos de su vida. 

Podía negarse porque lo que estaban haciendo esos individuos era algo ilegal, pero quería ver a ese señor a los ojos y demostrarle el rencor que conserva hacia él. Los empleados de su abuelo la hicieron ingresar a la biblioteca donde el Sr. Sued suele encerrarse a leer y a disfrutar de sus tés y habanos de buena calidad. 

—¿Sabías que no puedes obligarme a estar aquí? —Reclamó Isabella al hombre que se encontraba de espalda a ella acomodado en su sillón mirando hacia su jardín, que era incluso más importante para él que su propia nieta que no merecía ser mirada. 

—¿Ese es el respeto que muestras a tu abuelo? ¡Mujer insolente! —la voz oscura y ronca del Sr. Sued la hizo temblar en su lugar, puesto que le parece aterrador. 

—¿Nieta? —ella soltó una risa carente de emociones, antes de atacar. —¿Acaso el señor Sued me consideró como a su nieta cuando me echó a la calle? —preguntó con rencor.

—No aprendes. Eres una mujer sin modales, pero eso cambiará cuando tu prometido te enseñe a ser obediente. —dijo el anciano dejando a Isabella estática en su lugar. 

—¡¿Qué?! —preguntó horrorizada. 

—Sí. Como lo has escuchado. Eres una Sued, y yo tengo que elegir a tu esposo. Estás comprometida con el hijo menor de la familia Blanco. —Respondió sin una pizca de emoción. 

Ella seguía inmóvil en su lugar, y empezó a mover la cabeza para los lados, negándose a la simple idea de casarse, puesto que con el único que quería hacerlo la rechazó. Así que se decía internamente que no se casaría sin amor, eso no estaba dentro de sus planes y haría cualquier cosa con tal de impedir esa orden de su abuelo que después de sacarla de su vida como se echa a un desecho, ahora quería tener derecho sobre ella. 

—¡No aceptaré tal unión, señor Sued! —protestó tajante y segura. 

—No te estoy pidiendo permiso, niña sublevada, solo te lo estoy haciendo saber —expuso incuestionable, sonando aún más firme que ella. 

«Anciano maldito», pensó con la cólera bullendo por su torrente sanguíneo, antes de alegar: 

—Dese la vuelta, anciano Sued, para que sea testigo de cómo me voy por cuenta propia. Una vez usted se tomó la molestia de sacarme de su mansión, hoy quiero que vea como no debe molestarse. 

 

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