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Insultos denigrantes.

Ella empezó su andar, dando zancadas bastantes largas. Viendo que nadie se interponía con planes de detenerle hasta que llegó al límite de la puerta doble de la entrada. Uno de los empleados trató de frenarla posicionándose delante de ella. 

Pues su abuelo le estaba dejando suponer que la dejaría escapar para atraparla en el momento que se sintiera libre, haciéndole ver que él tenía todo bajo su control y que ella no es más que una chica endeble que no tiene derecho a contradecir sus órdenes. Pero Isabella es tenaz y como estaba decidida a irse de ese lugar corrió logrando salir. 

—Señorita deténgase. Se va a lastimar —le aconsejó uno de los individuos que iba detrás de ella, e Isabella no prestaba atención. 

Su punto fijo era salir de esa propiedad hasta que llegó a los portones dobles que son manipulados por el guardia de la entrada y pensó en todo hasta en subirse en las rejillas para saltar al otro lado, pero ponía en riesgo su embarazo, así que no optó por esa solución. 

Si no que se aproximó a la pequeña estructura donde descansa el guardia para pulsar el dispositivo que abre las rejas. No obstante, al subir un pequeño escalón no midió su pisada desesperada y con esos tacones altos que lleva puesto su tobillo se dobló cayendo de bruces al suelo. 

—Aschs, ¡Dios que dolor!, aaaah —soltaba gritos lastimeros, sintiendo que su pierna derecha estaba partida en dos, sus lágrimas empezaron a brotar en grandes cantidades mientras se pasaba la mano. Temblando por el dolor insoportable. 

—Le advertí que se podría caer. No escucha —se quejó el agente de seguridad del señor Sued cuando tuvo que cargarla para llevarla dentro nuevamente. 

Donde esta vez su abuelo estaba parado en el vestíbulo con un habano entre los dedos dándole una calada. Sonriendo de manera desdeñosa al verla siendo llevada a él una vez más. 

Expulsando el humo del habano sobre su rostro como gesto despreciable, causando en Isabella irritación sin quedarle más que cerrar los ojos, aun encontrándose furiosa, adolorida, y odiando que le haya pasado ese accidente, porque estaba segura de que habría podido marcharse. 

—Llévala a la habitación que está en el sótano, quizás en ese espacio tan pequeño la haga reconocer su falta —dijo el anciano. 

Isabella recordó que una vez estuvo encerrada allí y se llenó de pánico. 

—No… no, señor Sued se lo suplico, no sea tan cruel —suplicó. Pero él la ignoró evadiendo sus súplicas— Dices que eres mi abuelo, pero me tratas como a tu enemigo, por favor, no me encierres —pidió desesperada; sin embargo, el hombre que la llevaba cargada no se detenía. 

En su lucha Isabella lo rasguñó y a él no le quedó de otra que contener las ganas de abofetearla. Únicamente le quedó gruñir como animal rabioso, mirándola con la clara amenaza que la hizo sentir reducida. 

Aunque Isabella no es una mujer que se amedrenta con tales miradas, igual el dolor que sentía era tan fuerte que creía desmayar, por lo que no luchó y tuvo que dejar que ese grandullón la encerrara en esa habitación negra y tan diminuta que le costaba respirar. 

Aunque no sufre de claustrofobia, ese lugar es tan tenebroso que la desesperaba, al punto de creer que terminaría por asfixiarse. 

Actualidad: 

Maximiliano estaba que echaba humo, su enfado era desmedido e intenso, Isabella le había abandonado. Eso le partió el corazón y más al haber roto sus propias convicciones sobre el matrimonio para darle una oportunidad a ella de demostrarle que no todos los matrimonios terminan destruidos por una mala decisión de uno de los cónyuges. 

Aunque odia sentarse junto a su padre y su madrastra a comer, se encontraba moviendo de un lado a otro el alimento que se haya servido en su plato, y cuando levanto la vista vio que una empleada que organizó la mesa colocó el lugar que se arreglaba para Isabella y de un movimiento brusco lanzó el plato al suelo. 

—¡¿Quién ha arreglado ese lugar?! —señaló el espacio. 

Su padre levantó mínimamente la mirada, no obstante, al pasar unos segundos volvió la atención a su comida como si nada más tuviera importancia. 

—Se-señor, yo pensaba que la señorita Isabella vendría a almorzar —se explicaba la sirvienta con voz trémula y entrelazando sus dedos mientras mantenía la cabeza gacha, al igual que sus compañeras que se quedaban de pie hasta que los señores terminaban su comida. 

La copa en la que estaba el vino que habían servido para Maximiliano terminó reducida a pequeños pedazos de cristales filosos en el piso de mármol a los pies de la sirvienta asustadiza que temblaba descontroladamente. 

—¡Ese nombre no se volverá a mencionar en esta casa y al que escuche hablar sobre ella estará despedido! —sentenció con rencor. 

Les advirtió a todos con tono alto para que escucharan claramente su orden. Tragando grueso, las mujeres asintieron agitando la cabeza con tanta rapidez que podría darles una conmoción.  

Sin embargo, a diferencia de lo que suponía Maximiliano, Isabella estaba viviendo una pesadilla al estar encerrada en un lugar oscuro y húmedo; sufriendo infernales dolores con la fractura de su pierna y con la preocupación latente a que su bebé no fuera dañado. 

Acariciándose el vientre constantemente de manera angustiosa y sin dejar de llorar, con ojos irritados por las tantas lágrimas derramadas, prometía tocando donde ya albergaba a su bebé: 

«Te voy a cuidar, prometo que no dejaré que te dañen». 

Y, aunque no podía predecir cuál sería el siguiente movimiento por parte de su abuelo. Lo que sí tenía bien claro era que de ser necesario daría la vida por la criatura que llevaba dentro.  

Cuando sintió que la cerradura de la puerta estaba siendo manipulada por alguien, dejó de tocarse el vientre a la espera de la persona que giraba la perilla con intenciones de entrar… 

Isabella estaba haciendo una huelga de hambre, y a pesar de que sus tripas rugían no probaba bocado, mostrándose determinada en su propósito. 

—Señorita Sued, no sea terca, su abuelo se enojará mucho en el momento que  descubra que está haciendo estos tipos de berrinches. —decía la persona que le llevaba el alimento diario.

Isabella alzó los hombros. Gesto que indicaba la poca importancia que sentía al saber que Blas se iba a enfadar. 

—Mírese. Está lastimada y debe comer bien como le ha indicado el doctor. —Le aconsejaba la empleada de servicio que temía a la actitud del señor Sued.

No porque a él le interesaba la salud de Isabella en sí, sino que la necesitaba sana hasta lograr su objetivo. 

—No comeré nada hasta que él no me deje comunicarle algo muy importante —volvió a exigir sin planes de ceder. Prometió al bebé en su vientre que lo cuidaría y sin importar lo lejos que tenga que llegar para lograrlo, cumplirá. 

Desanimada y viendo que era totalmente imposible hacer cambiar de opinión a Isabella, la dama bajó los hombros mostrándose derrotada y negó con la cabeza tomando la bandeja con la comida intacta entre sus manos antes de irse a informarle a Blas Sued, el abuelo de Isabella, lo que ocurría. 

—La señorita se ha negado a comer, en cambio, pide verle —expuso la señora cabizbaja en espera del reproche de su jefe. 

—Bien. Pide que la traigan —la dama de servicio se quedó asombrada cuando notó que esta vez su jefe no descargó su enfado con ella por no haber cumplido con su orden. 

Isabella sonrió victoriosa cuando vio que su plan le había dejado el resultado esperado y celebró internamente diciendo: «No puede casar a un cadáver».

—Espero que tengas una buena explicación —le exigió Blas con disgusto y bajando unos documentos que tenía en las manos. 

El sentimiento era recíproco, ya que Isabella también creó una mueca de desagrado, después de lo malvado que ha sido su abuelo tras el deceso de sus papás se ha desarrollado una brecha profunda en su interacción. Ella siente que no podrá volver a llamarle abuelo jamás porque no olvida su crueldad. 

—Cancela esa boda, señor Sued —el anciano se levantó de golpe de su sillón favorito, y se quitó las gafas para leer con furia evidente en su mirada. 

—Te dejé bastante claro que tu opinión no cuenta, yo soy tu abuelo y decido con quién te casarás, fin de la discusión —se mostró agrio y sin planes de ceder. 

—Le dará a la familia Blanco una mujer embarazada como novia —expuso Isabella con sonrisa maliciosa al ver como el rostro de Blas se desencajó por completo con la mirada desorbitada. 

—Esta es una estrategia tonta para engañarme —manifestó con suspicacia. 

—Estoy embarazada. No tengo necesidad de mentir. —Contestó ella con tranquilidad.

Isabella se acarició el vientre, y no evitó sonreír al recordar los bonitos momentos que pasó con su amado, y aunque él no esté enamorado o la quiera como a su esposa, está dispuesta a conservarlos en su memoria. 

—¡Eres indecente! ¡¡Una mujer fácil!!, ¡¿cómo te entregaste a un hombre sin ser tu marido?! —inquirió Blas mientras se apretaba el tabique de la nariz—. Iremos a la clínica para verificar sí es cierto que estás preñada. 

Isabella no temía a su iniciativa, lo que le irritó fueron los insultos denigrantes, pero decidió mantenerse en silencio. 

Blas estaba que hervía de cólera, no hallaba insultos para gritarles a Isabella, sin embargo, puso en orden sus pensamientos y analizó que no podía fiarse de sus palabras. 

Dos horas después estaban en el hospital a la espera de que saliera el resultado de la prueba de sangre que pidió realizarle. Esta vez había ido él personalmente para no dejar que Isabella pudiera engañarlo por medio de trucos. 

Mientras tanto Isabella estaba ansiosa, no por lo cual sería en el resultado, pues aquello ya lo sabía sino por la acción que tomaría su abuelo después de ver que ella no mentía. Estaba segura de que la obligatoria a realizarse un aborto.

—Necesito ir al baño —solicitó sin mirar a Blas, quién frunció los labios creando una mueca de incomodidad. 

—Llévenla y no la pierdan de vista. —Les ordenó a dos de sus guardaespaldas e Isabella cerró los ojos al sentir fastidio. 

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