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¿Quieres llevar a mi hijo en el vientre?

Kathleen estaba desesperada.

Desde el accidente de tráfico que la había dejado huérfana de madre y con un padre en silla de ruedas, ella se había convertido en el único sostén de su casa.

Tuvo que abandonar sus estudios para hacerse cargo de su padre y de su hermano pequeño cinco años atrás.

Desde entonces, Kath era empleada de la compañía Hudson, una de las empresas tecnológicas más importantes del país. Su jefe, William Hudson, era uno de los empresarios que encabezaban la lista de los más adinerados y poderosos.

Suspiró al recordar las contadas ocasiones en las que coincidió con él. Era un hombre guapo a la par de enigmático. Amable con todos los empleados sin importar a qué se dedicaran.

En su primer día allí estaba tan nerviosa, que al verlo no pudo evitar tropezarse con la cubeta que usaba para limpiar el suelo de la entrada. Con el ruido que provocó, y el desastre del agua esparciéndose por las baldosas, quiso escapar de su humillación, pero terminó ocurriendo lo peor.

Kathleen se resbaló con el charco y terminó en el suelo, de espaldas y con la ropa empapada. El señor Hudson lo vio todo, y en lugar de poner el grito en el cielo o ignorar a su pobre empleada y continuar su camino, se acercó con rapidez y la ayudó a levantarse.

Desde ese momento, había vivido prendada de él y la felicidad de su vida se componía de esos pocos momentos en los que coincidía por los pasillos y podía verlo, aunque fuese de lejos.

Cinco años después, ya no era la empleada torpe de sus primeros días, se había aclimatado a su trabajo y confiaban en ella. Era casi de las primeras en llegar al edificio porque se ocupaba de limpiar las oficinas de los directivos.

En aquel instante se encontraba en la de William, imaginándolo allí, sentado en su escritorio y dirigiendo aquel imperio que era su empresa. Sabía que eso sería lo más cerca que estaría de él, pero no era el momento de pensar en su amor imposible.

El día anterior había recibido el tercer aviso del banco, iban a perder la casa. Su padre no sabía nada, ella se había empeñado en pagarle unas terapias más costosas de lo que se podía permitir. Confió en que podría recuperarse, pero en esos momentos no tenía ni con qué cubrir el pago de la hipoteca ni el de los doctores de su padre.

Kath no pudo evitar ponerse a llorar por la desesperación. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo le diría a su familia que perderían la casa? Su hermano solo tenía quince años, él debía estudiar, no tenía que correr su misma suerte.

La desesperación la llevó a sentarse en el asiento del CEO de la empresa y recargarse en el escritorio para llorar con desesperación. Era temprano, nadie aparecía por allí a esas horas, podía permitirse cinco minutos de sucumbir a la desesperación.

Hasta que la puerta de la oficina se abrió y desde aquella posición, un sorprendido William Hudson, observó a la chica de la limpieza recostada sobre su escritorio. Iba a alzar la voz para llamar su atención, su primera impresión fue creer que estaba dormida. Hasta que el movimiento de sus hombros y unos casi inaudibles jadeos le indicó que estaba llorando.

¿Cómo se llamaba?, intentó recordar, pero la verdad era imposible saber el nombre de todos los empleados. Esa mañana, había decidido llegar con antelación para dedicarse a buscar ese vientre de alquiler. Ya que su prometida no había cambiado de opinión.

—Ejem —carraspeó para llamar su atención—. ¿Interrumpo?

La chica alzó la cabeza con rapidez, el flequillo le caía sobre los ojos y llevaba el resto de cabello recogido en un moño. Su expresión pasó de estar triste a aterrorizada en un solo segundo.

Se levantó con agilidad y se limpió las lágrimas con rapidez.

—Dis-disculpe, señor Hudson. No lo esperaba tan pronto, ahora mismo termino —dijo, a la vez que bajaba la cabeza y con las manos temblorosas intentó proseguir con la tarea que había dejado a medias.

Lo ideal habría sido que él saliera de la oficina y le permitiera terminar, pero en lugar de eso, se dirigió en silencio hasta su escritorio y ocupó el lugar en el que ella había estado momentos antes.

La observó de reojo moverse, nerviosa, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación. La curiosidad pudo con él.

Puede que fuera una incorporación reciente y por eso parecía no saber ejecutar su trabajo, pero sabía muy bien que el departamento de personal no enviaba a aquella zona a empleados que no fueran de confianza.

—¿Eres nueva? —preguntó queriendo saciar su necesidad de información.

Ella se sobresaltó al escucharlo y se dio la vuelta con lentitud para mirarlo de frente.

—N-no, se-señor, hace cinco años que trabajo aquí.

William asintió intentando recordar si la había visto antes, pero no solía tratar mucho con los empleados de intendencia. Decidió que ignoraría la presencia y comenzaría a buscar clínicas de fertilidad, tal vez allí, podía encontrar lo que estaba buscando, pero no pudo deshacerse del malestar que le provocaba la tristeza de esa muchacha.

Suspiró frustrado y maldijo a su curiosidad. ¿Qué debía importarle a él los problemas que tuvieran los empleados? Suficiente tenía con los suyos.

—Siéntate, hmm —ordenó señalando una de las sillas que había frente a su escritorio—. ¿Cuál es tu nombre?

La chica de nuevo lo miró con la expresión sorprendida y el horror difuminado en sus facciones. Dios, lo observaba como si le hubieran salido dos cabezas y fuese un monstruo.

—Kath-Kathleen, mi nombre es Kathleen, pero por favor, no me despida, se lo ruego.

El llanto que invadió a la joven le hizo fruncir el ceño. ¿Por qué había preguntado?

—¡No voy a despedirte! Deja de llorar —se quejó—. Kathleen, siéntate y dime qué ocurre. Si continúas así no podrás hacer tu trabajo y entonces sí tendré que despedirte.

Ella obedeció con rapidez, se sentó y lo miró con los ojos muy abiertos. Parecía bastante joven y su aspecto inocente le provocó que quisiera indagar más.

—¿Qué edad tienes? ¿Diecisiete?

—No, señor, me falta un mes para cumplir los veinticinco —dijo, en esa ocasión sin un solo tartamudeo, al menos ya había dejado de llorar.

William alzó los hombros como si no tuviera mucha importancia. Pensó unos segundos en cómo abordar la pregunta que lo había llevado a ese extraño momento. Sentía curiosidad por saber cuál era la desgracia de la joven. Tal vez si escuchaba problemas ajenos se olvidaba de los suyos.

—Ahora dime, ¿por qué te encuentro llorando en mi oficina? ¿Es tu rutina de todas las mañanas? —la ironía en su pregunta le pasó desapercibida a Kath, porque negó con la cabeza con mucha vehemencia.

—No, señor.

—¿Sabes decir otra cosa que no sea: no, señor, sí señor?

—Sí, señor. —William puso los ojos en blanco y suspiró, hastiado. Él debía estar buscando una madre de alquiler y no en aquella situación tan absurda—. Lo que ocurre es que tengo un gran problema y no sé cómo salir de él, pero prometo que no interferirá más en mi desempeño.

—¿Y cuál es ese problema? —la animó a hablar e hizo un gesto con su mano para que continuara.

Ella se mostró un poco confusa, pero odiaba a esa gente que comenzaba a contar algo y no terminaban de decir todo completo.

Kath, dudó un momento, pero asintió con la cabeza.

—Lo que ocurre es que mi sueldo es el único dinero que recibe mi familia, el banco nos va a embargar la casa…

La reticente joven comenzó a hablar como si le hubieran dado cuerda a un reloj y le contó una a una sus desgracias. Mientras hablaba, se dedicó a observarla.

No era como Shirley, de eso no había duda, pero no se veía tan mal parecida. Era delgada, aunque había podido observar que tenía una buena complexión. Necesitaría unos análisis, asegurarse de que todo estaba bien de salud con ella, pero conforme más lo pensaba, la oportunidad que se le presentaba delante le parecía cada vez más factible.

Tal vez lo mejor hubiera sido que pidiera referencias sobre ella antes, pero, debía saber su respuesta. Kathleen tenía un gran problema económico y él mucho dinero para solucionarlo a cambio de que accediera a embarazarse.

—Kath —la interrumpió—. ¿Puedo llamarte así?, bueno, ya lo hice así que no importa. Tal vez yo tenga la solución a tu problema, ¿te gustaría llevar en tu vientre a mi hijo?

Puede que no formulara bien la pregunta y debió pensar mejor cómo explicarle el trato, porque la joven emitió un gritito, se cubrió la boca con las manos y negó con demasiado ímpetu con la cabeza.

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