La brisa de la madrugada golpeaba con fuerza, fría y cortante. Gabriela, desde el balcón, miraba fijamente las estrellas como si en ellas pudiera encontrar una respuesta o un alivio a su tormento interno.—Está haciendo frío —dijo Ernesto, colocándole una manta sobre los hombros.Gabriela no lo miró.—¿No puedes dormir? —insistió él.—No te importa —respondió ella con dureza, girándose—. Y que te quede claro, en cuanto amanezca nos iremos de aquí. Puedes avisarle a tu esposa que tendrá el camino libre. No pienso quedarme a entorpecer su “reconciliación”.Ernesto no dijo nada. Sin quererlo, sus ojos se posaron en las curvas de su cintura. La distancia entre ellos se redujo en un instante. Sin previo aviso, la besó con pasión desmedida, y en cuestión de segundos, sus cuerpos estaban desnudos, unidos en perfecta sincronía.Gabriela quiso resistirse, pero su cuerpo le traicionaba.—¡No hagas esto! —exclamó entre gimoteos, tratando de apartarlo.Sus manos temblaban, la intensidad de las ca
Mientras intentaba adaptarse a su nuevo hogar, Gabriela no podía dejar de pensar en Ernesto.—¡Idiota! —gritó para sí misma—. ¿Por qué no corriste tras de mí? ¿Esto es todo? —suspiró, tratando de contener el llanto.—¿Lo extrañas? —preguntó su tía, acercándose a ella—. No lo niegues. En todo el camino no dejaste de mirar por el retrovisor. Si todavía lo amas, ¿por qué no lo perdonas?Gabriela levantó la mirada.—¿Cómo puedes pedirme eso? —Su voz temblaba—. ¿Acaso te has dejado comprar?Su tía negó con la cabeza, sur expresión serena, pero cargada de una tristeza que solo los años pueden enseñar.—No, Gabriela. No me he vendido. Soy simplemente una mujer que ha vivido lo suficiente para saber que el orgullo y el ego son los sepultureros del amor. Sí, Ernesto te ocultó su matrimonio. Fue un error grave, imperdonable, quizás… pero también ha demostrado que está dispuesto a dejarlo todo por ti. No soy quién para decirte qué hacer, pero si decides dejarlo ir, más te vale estar preparada pa
Las ráfagas de disparos quebraron la frágil paz que aún quedaba. Gabriela, con Ori apretada contra su pecho, corrió junto a su madre y su tía, buscando refugio desesperadamente bajo las camas. Pero el llanto desesperado de la pequeña fue su perdición.—¿De verdad pensaron que podían esconderse? —La voz grave y burlona de uno de los hombres llenó la habitación. Sus ojos oscuros, carentes de humanidad, se clavaron en ellas como cuchillas. Lentamente, levantó su arma, apuntándola directo a la cabeza de Ori.—¡No la lastimes, por favor! —gritó Gabriela, con el corazón a punto de estallar. Las lágrimas corrían por su rostro—. ¡Es solo una niña! ¿Qué quieren de nosotras?El hombre soltó una carcajada seca, cargada de desprecio.—¡Silencio! —rugió, alzando la voz—. No me hagas perder la paciencia, o será lo último que hagan. Tú vendrás conmigo. Ahora.Gabriela sintió que las fuerzas la abandonaban, pero no podía ceder. Miró a su madre y a su tía, que temblaban en silencio; sus rostros reflej
Las semanas siguientes fueron un infierno de horror e incertidumbre. Rodrigo había convertido la vida de Ernesto y Gabriela en un retorcido juego psicológico, donde cada momento era una nueva tortura emocional.Sus padres, por su parte, sentían ahogarse en medio de la marea, mientras que el pequeño Miguel, no paraba de llorar por los rincones.—¡Nino! ¿Cuándo vendrá mi papaíto? —preguntó Miguel con los ojos empañados, su voz temblorosa como una hoja al viento.—Pronto, mi niño. Sabes que él te ama más que a nada en este mundo, y nunca te abandonaría. —respondió Gerardo, tratando de consolarlo, aunque sus propias palabras le sonaban vacías.—Quiero que vuelva —clamó el niño, aferrándose a sus rodillas.—. Mi abuela Débora no me quiere… no quiero estar aquí.Gerardo sintió una punzada en el pecho, como si una daga invisible se clavara en su corazón. Ver el sufrimiento del pequeño lo desgarraba. La angustia de Miguel era un espejo de su propia impotencia.—¡¿Cómo es posible que aún no sep
El impacto fue fortuito. Gabriela y Ernesto rodaron por la pendiente, sus cuerpos golpeándose contra las rocas y la maleza.Gabriela luchó por recuperar el aliento; cada movimiento era una agonía insoportable. La oscuridad la envolvía por completo. A su lado, Ernesto yacía inmóvil, inconsciente.—Ernesto, por favor, despierta —suplicó, sacudiéndolo suavemente, pero él no respondía—, no… por favor… —Las palabras se le atoraban en la garganta al ver el charco de sangre que rodeaba su cabeza—. ¡Dios! No me lo quites… Imploró, mirando hacia el cielo, como pudo sobre su pecho. Sus latidos eran débiles, como susurros, y el pulso, casi inexistente.Gabriela comenzó a pedir ayuda. Tal vez, solo tal vez, alguien la escucharía.De repente, unos pasos apresurados sobre la hojarasca, la hicieron ponerse alerta. Gabriela levantó la vista, sus ojos bañados en lágrimas, buscando el origen del sonido. Un haz de luz brilló entre los árboles, titilante, como si fuera una esperanza encarnada. Unos hombr
Dos años después.Ernesto estaba sentado en una banca del parque, con las manos enterradas en los bolsillos y la mirada perdida. Todo a su alrededor tenía un aire familiar, como si fuera parte de un sueño que se desvanecía al despertar. Desde que había salido del hospital, el mundo le parecía un rompecabezas incompleto, una pintura abandonada a medio terminar.A unos metros, Gabriela caminaba de la mano con Ori. Las risas de la tarde se congelaron cuando ella divisó una figura idéntica a la de Ernesto. Su corazón se detuvo, y la respiración se le cortó en seco. Dudó de lo que veía, se frotó los ojos como si fuera un espejismo, pero no, era él. A pesar del cabello más corto y de un rostro más delgado, seguía siendo él.—¡Ernesto! —gritó, sin pensarlo, sin poder contenerse.Él levantó la mirada hacia el sonido de su nombre. Algo en esa voz lo estremeció, como el eco de un recuerdo que no podía alcanzar. Al verla, su expresión se llenó de desconcierto. No la reconoció, pero sus ojos, gra
El atardecer comenzaba a asomarse, el cielo teñido de matices grises, como si reflejara las dudas y tormentos que se agitaban en los corazones de Gabriela y Ernesto.Luego de terminar una exhausta jornada de trabajo, Gabriela se dirigió al parque, se sentó en la banca, mirando alrededor con angustia.—¿Será posible que no venga? —miró la hora en el reloj—. Son las tres treinta, quizás hoy viene un poco tarde. Solo deseo unos minutos, solo eso te pido, Dios, ten compasión de mí.Ella no tuvo que esperar mucho. Ernesto apareció, empujando el cochecito de Tessa con movimientos lentos. Gabriela contuvo la respiración, sintiendo que el tiempo se detenía. Se puso de pie, insegura de si debía acercarse o esperar a que él la viera.Cuando Ernesto alzó la mirada y sus ojos se encontraron, algo en él pareció cambiar. Esa misma sensación de familiaridad, de un pasado olvidado, pero latente, lo invadió una vez más.Se acercó a ella con pasos cautelosos, deteniéndose a pocos metros.—Volviste —dij
Los gemidos y suspiros se desvanecieron lentamente, dejando solo el sonido de sus respiraciones agitadas. Ernesto y Gabriela yacían entrelazadosErnesto fue el primero en romper el silencio.—Gabriela… — susurró, con los ojos perdidos en el techo—. No sé qué decir. Todo esto es tan… abrumador.Ella se acurrucó en su pecho, buscando su mirada—Lo sé, Ernesto. Pero necesitaba que sintieras, todo el amor que siento por ti, quería demostrarte que todavía existe una pequeña chispa entre nosotros. Y no es solo pasión, es algo más profundo.Ernesto asintió lentamente, aunque su mente seguía sumida en un revoltijo de confusión y deseo.—Gabriela, necesito entender. Necesito saber quiénes somos realmente tú y yo. ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Cómo hemos llegado aquí?Ella cerró los ojos, dejando escapar un suspiro que cargaba el peso de los años. Sabía que la verdad podría quebrarlo todo, pero no había marcha atrás.—Ernesto… —Su voz tembló, pero encontró la fuerza en el vacío de su pecho—. No