El atardecer comenzaba a asomarse, el cielo teñido de matices grises, como si reflejara las dudas y tormentos que se agitaban en los corazones de Gabriela y Ernesto.Luego de terminar una exhausta jornada de trabajo, Gabriela se dirigió al parque, se sentó en la banca, mirando alrededor con angustia.—¿Será posible que no venga? —miró la hora en el reloj—. Son las tres treinta, quizás hoy viene un poco tarde. Solo deseo unos minutos, solo eso te pido, Dios, ten compasión de mí.Ella no tuvo que esperar mucho. Ernesto apareció, empujando el cochecito de Tessa con movimientos lentos. Gabriela contuvo la respiración, sintiendo que el tiempo se detenía. Se puso de pie, insegura de si debía acercarse o esperar a que él la viera.Cuando Ernesto alzó la mirada y sus ojos se encontraron, algo en él pareció cambiar. Esa misma sensación de familiaridad, de un pasado olvidado, pero latente, lo invadió una vez más.Se acercó a ella con pasos cautelosos, deteniéndose a pocos metros.—Volviste —dij
Los gemidos y suspiros se desvanecieron lentamente, dejando solo el sonido de sus respiraciones agitadas. Ernesto y Gabriela yacían entrelazadosErnesto fue el primero en romper el silencio.—Gabriela… — susurró, con los ojos perdidos en el techo—. No sé qué decir. Todo esto es tan… abrumador.Ella se acurrucó en su pecho, buscando su mirada—Lo sé, Ernesto. Pero necesitaba que sintieras, todo el amor que siento por ti, quería demostrarte que todavía existe una pequeña chispa entre nosotros. Y no es solo pasión, es algo más profundo.Ernesto asintió lentamente, aunque su mente seguía sumida en un revoltijo de confusión y deseo.—Gabriela, necesito entender. Necesito saber quiénes somos realmente tú y yo. ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Cómo hemos llegado aquí?Ella cerró los ojos, dejando escapar un suspiro que cargaba el peso de los años. Sabía que la verdad podría quebrarlo todo, pero no había marcha atrás.—Ernesto… —Su voz tembló, pero encontró la fuerza en el vacío de su pecho—. No
Sandra temblaba, sosteniendo el trozo de cristal con manos inseguras, mientras Ernesto la observaba con la mirada fría y desafiante. Su respiración era agitada, y sus ojos reflejaban una mezcla de furia y desesperación.—¿Qué estás esperando, Sandra? —dijo Ernesto, avanzando un paso con la mirada fija en ella—. No me detendrás con amenazas vacías.El trozo de cristal resbaló un poco de las manos de Sandra, dejando un pequeño corte en su palma. Soltó un gemido de dolor, pero no cedió.—¡Tú no lo entiendes, Ernesto! —gritó, su voz quebrándose—. Todo lo que hice fue por nos… Te amo, tú eres mío.—¿Amor? —replicó con desdén—. ¿Crees que manipularme, perseguirme y destrozar todo a tu paso es amor? Sandra, estás loca. Completamente desequilibrada. Y si quieres terminar con esto, ahora mismo… adelante. Será menos trabajo para mí. ¿Sabes lo fácil que sería enterrar tu cadáver y firmar unos papeles?Ernesto dejó escapar una risa amarga.—Bien dicen que, muerto el perro, se acaba la rabia.La f
Laura apenas respiraba, atrapada en el rincón donde había quedado al tropezar. Sus manos temblaban al buscar el teléfono, pero Sandra estaba cada vez más cerca.—Déjame explicarte… No quería escuchar nada, solo… —intentó hablar, su voz quebrándose mientras miraba los ojos de Sandra, inyectados de una mezcla de locura y furia.Sandra ladeó la cabeza. Dio un paso más, quedando justo frente a ella. Con un movimiento lento, se agachó y recogió el teléfono del suelo.—¿Esto es lo que querías usar para traicionarme? —preguntó, su tono burlón. Pero detrás de esa burla se escondía algo oscuro, algo que hizo que el cuerpo de Laura se paralizara.—No… Sandra, yo… —balbuceó Laura, pero sus palabras se apagaron cuando Sandra arrojó el teléfono contra la pared, haciéndolo añicos.—¿Sabes cuál es tu problema, Laurita? —dijo Sandra, con una sonrisa fría—. Siempre has sido una sombra. Una segundona. Y ahora… ahora crees que puedes ser más que eso. Pero no eres más que otra persona dispuesta a apuñala
Las luces rojas y azules parpadeaban en la noche, proyectando sombras danzantes sobre las paredes del vecindario. Policías y paramédicos entraban y salían de la casa, evaluando la escena con miradas de incredulidad y horror. Laura permanecía de pie, con el corazón, latiéndole con fuerza en el pecho, mientras observaba cómo los oficiales intentaban contener a Sandra, que gritaba y se retorcía entre los brazos de dos policías.—¡No es mi culpa! ¡Ella me obligó! —chillaba Sandra, sus ojos desorbitados y sus manos ensangrentadas. Se sacudía con tanta violencia que los policías apenas podían sujetarla.Laura observaba la escena, sintiendo el peso de la realidad en sus hombros. Su hermana estaba completamente perdida en su locura. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cuándo se había quebrado tanto su mente? Tragó saliva, una mezcla de culpa y terror anudándole la garganta.—¡Débora! ¡Aléjate de mí! —gritó Sandra de repente, su mirada perdida en el vacío.—¡Ella ya no está aquí! —respondió Laura, de
Los meses siguientes estuvieron cargados de cambios drásticos. Sandra fue sentenciada a doce años de prisión y, aunque inicialmente se negó a firmar el divorcio, finalmente tuvo que aceptar su derrota. Ernesto, por su parte, gracias a sus intensas sesiones de terapia, comenzó a recuperar sus recuerdos perdidos.—Bueno, Ernesto, eso es todo por hoy —dijo la doctora con firmeza—. Nos veremos de nuevo dentro de ocho días. No olvides la tarea que te he dejado.—La haré al pie de la letra, no la defraudaré. Gracias a usted, ya no me siento vacío.—Ese es mi deber. Ahora, por favor, sal para que mi próximo paciente pueda entrar.Ernesto salió del consultorio, subió a su auto y condujo hasta una pequeña florería. Al bajarse, sintió cómo su corazón se detenía por un instante. A unos metros, un niño delgado y harapiento se acercaba, con la mirada perdida y el rostro sucio.—¡Miguel! —gritó Ernesto, corriendo hacia él—. ¡Eres tú, mi niño! ¡Por fin te he encontrado!El pequeño lo miró con incred
Año 2005 —¿Y bien? Díganme por qué querían verme aquí —preguntó Rosalía con una voz que intentaba sonar firme mientras observaba las manos temblorosas de su hija.—Vamos, cariño, no tengas miedo —Claudia se inclinó hacia Gabriela, su sobrina, y le dedicó una sonrisa cálida. Sus ojos decían que estaba allí para ayudarla a enfrentar su verdad.—Mamá, yo… —Gabriela intentó hablar, pero las palabras se ahogaban en su garganta. Sentía el sudor helado en su frente y su respiración se volvía cada vez más entrecortada; su corazón golpeaba desbocado en su pecho. Aunque tenía tanto por decir, no lograba encontrar la manera.—Adelante, mi cielo —Claudia la besó en la frente con ternura—. No olvides lo que siempre te he dicho: eres mi mayor tesoro, y te protegeré como una leona.—¿Qué demonios pasa aquí? —La tensión aumentaba y la voz de Rosalía temblaba con impaciencia—. Hija, habla ya. Desde hace meses te noto distante, no quieres hablar conmigo y siempre te refugias en tu tía. ¿Qué está suced
Horas después, Gabriela no podía ignorar el nudo que le apretaba el pecho. A pesar de todo, seguía amando a su madre. El temor por su seguridad la empujó a actuar. Llegó apresurada a la casa, sintiendo que el corazón le iba a estallar. Apenas cruzó la puerta, los gritos la golpearon como un balde de agua helada.—¡Habla ya! ¡No te quedes callado! —vociferaba Rosalía, fuera de sí. Su figura parecía más grande, amenazante, con un cuchillo temblando en su mano—. ¿Abusaste de ella? ¿Te atreviste a lastimarla?—Rosalía, por favor… —Federico, sudoroso y tambaleante, levantó las manos en un gesto de rendición—. Baja eso. No hagas algo de lo que puedas arrepentirte.—¡Cállate y responde! —gritó Rosalía, cada palabra impregnada de un odio visceral—. ¿¡Lo hiciste!?Federico tragó saliva, intentando encontrar algo, cualquier cosa, que lo librara de la furia que lo tenía acorralado.—Tu hija… me provocó. Yo no quería…—¡Maldito! —La voz de Gabriela irrumpió con fuerza desde el umbral. Avanzó con