Además, sería lo propio, ya que esta vez no escaparía de sus brazos y, la verdad, tampoco quería hacerlo. Quería entregarle a ese hombre lo que consideraba más preciado en mi cuerpo. Quería que fuese el primero y el último, el único en mi vida. Lo amaba tanto que sentía haberme extraído el corazón y habérselo entregado a él. Ya no era dueña de mis sentimientos, de mis deseos, de mi vida, de mis sueños. Todo se lo había otorgado al que ahora era mi flamante esposo.
Con presteza comenzó a besar mi cuello, hasta llegar al lóbulo de mi oreja y lo succionó despacio, humedeciendo y soplando para erizarme la piel. Descendió pausadamente hacia mis senos y los masajeó sobre la ropa, besando sobre mi escote sin quitarme la blusa que llevaba puesta. Besó mis labios de un modo que me supo diferente.
Ese beso era un beso urgido, suplicante, agónico, como si rogara por mi permiso para ir más allá, para ser más rudo. Me abracé a su cuello y respondí a su beso de la misma manera.
Entonces, su lengua me devoró de un modo profundo y violento, sus manos recorrieron mi cuerpo metiéndose bajo mi blusa.
Interpuso una estrecha distancia entre nuestros cuerpos y con ambas manos tomó los pliegues de mi escote, rasgó la prenda en dos y liberó mis senos de la tela. No llevaba sostén, por lo que quedé expuesta ante sus ojos.
—Perfectos. —Masajeó con ambas manos, para luego besarlos y mordisquearlos de a uno. Una vez saciado, recorrió un camino de besos desde allí hasta mi ombligo, dibujando con su lengua círculos húmedos que me llevaban al delirio de la excitación.
Desabrochó el pantalón corto que llevaba puesto y lo deslizó a través de mis piernas hasta dejarme con la diminuta braga de encaje negro.
Sus ojos llenos de lujuria recorrían mi anatomía mientras mi corazón palpitaba en la intimidad descubierta de mis más bajos deseos. Se humedecía y relamía los labios, se los mordía de vez en vez. Se veía condenadamente sensual. Desprendía por cada poro de su piel sexualidad, pasión, lujuria, pecado.
Luego de darme unas clases magistrales de lo que podían hacer sus dedos y boca, se colocó sobre mi cuerpo mirándome fijamente. Parecía aturdido… confundido y acaricié su mejilla.
Sin romper esa nueva conexión de su iris con el mío, lentamente y con cuidado de no lastimarme, me hizo suya mientras yo cerraba los ojos y trataba de respirar para acostumbrarme a aquella nueva sensación que al principio fue rara y luego placentera.
De un momento a otro, lo sentí temblar, estremecerse en mis brazos y pintas de sudor resbalaron de su rostro hacia su gruesa garganta, cayendo a gotas sobre mi pecho.
—¿Estás bien? —preguntó con preocupación.
—Mejor —susurré—. Mucho mejor.
—Bien, porque esto apenas comienza, Ana. —Su voz gutural hizo que me agitara por dentro.
Un torrente caliente recorrió mi humanidad y no pude evitar gritar por el orgasmo que me sacudía por entero.
Mis espasmos fueron tan notorios que Diego tuvo más cuidado hasta que mi respiración se h**o normalizado un poco. Sin esperarlo, realizó una maniobra con nuestros cuerpos, dejándome encima de él. Decir que la sensación intensa era diferente a la anterior, era poco.
—Ahora tienes el control cariño, móntame, hazme el amor esta vez tú. —Instintivamente comencé a moverme en un vaivén lento, ayudada por las palmas de Diego que habían envuelto mi abdomen y ejercían una suave presión en mis caderas, marcando y aumentando el ritmo adecuado.
Luego de un momento largo, sin prisas, en la paz de aquellas cuatro paredes, deteniéndonos en el acceso a cada nueva sensación descubierta, saludando al placer, tomando posesión de cada emoción expuesta en nuestra entrega, otra vez en mi interior se acrecentaba esa sensación maravillosa que precedía un orgasmo.
Después de que sintiera mi cuerpo vibrar y ahogarse en espasmos, un hondo suspiro salió de su boca y sentí cómo se liberaba y se derramaba por entero en mi interior. Caí rendida sobre su cuerpo, laxa, con mi cabellera adherida a mi rostro, al suyo y a mi espalda. La transpiración de nuestros cuerpos hablaba por sí sola. Mientras tanto, mis labios no pudieron evitar besar el cuello donde mi rostro se hallaba hundido, para inconscientemente farfullar un «te amo» que no tuvo respuesta.
Un largo tiempo después, recobré un poco de fuerza y la noción, por lo que me aparté y recosté a su lado con los ojos cerrados, tratando de recomponer todas las ideas que fluían sin cesar en mi cabeza. Diego rodó sobre sí mismo y posó su barbilla sobre mi vientre.
—¿Te gustó? —Mi rostro se iluminó.
—Me encantó —respondí y arranqué una sonrisa de satisfacción de sus labios.
—Bien, porque esto fue solo la lección introductoria de lo que haremos a partir de hoy. —Abrí mis ojos, desaforados, y cuando estuve a punto de protestar, un beso me calló—. Pediré que nos suban de comer para recuperar fuerzas —habló, saliendo de la cama.
Me recosté sobre la almohada, admiré el techo como una idiota y sonreí por todo lo que acababa de suceder.
***
Desperté con las primeras luces de la mañana. Me encontré sola en la cama y envuelta en una sábana blanca.
Al removerme, sentí un intenso dolor en mi bajo vientre y la entrepierna. Toda la tarde y noche, hicimos el amor; fue lo más maravilloso que había experimentado, aunque mi cuerpo resintiera ahora las consecuencias de nuestra pasión.
Recorrí con los ojos la estancia, pero no lo divisé. Me puse de pie, me envolví con la sábana y comencé a andar en busca de mi esposo. Entonces oí la ducha, supe que estaba dándose un baño. Sonreí ante la idea de asaltarlo en ese lugar. De inmediato, busqué las toallas, dispuesta y resuelta a llevar a cabo mi pequeña travesura de tomarlo desprevenido en el tocador, cuando de improviso, oí el repiqueteo constante de un móvil que no era mío. Solo podía ser de Diego, por lo que seguí el sonido hasta donde se encontraba su teléfono. Con el corazón galopando en mi pecho, lo tomé, presentía que no era buena idea y que no me gustaría en absoluto lo que encontraría.
Tenía más de cien llamadas perdidas e innumerables mensajes de texto.
Deslicé la pantalla del móvil y fui al buzón de mensajes. Cuando lo abrí, los mensajes seguían llegando y eran del mismo número, por lo que, con pena por invadir la privacidad ajena, pulsé sobre el último mensaje y las palabras se expusieron ante mis ojos.
A medida que los leía, las piernas me temblaban y un frío invierno invadió mi cuerpo. Mi pecho se comprimió, dificultando el paso del aire y las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos. Entonces, para terminar de convencerme, los leí en susurros: «Querido, ¿cuándo volverás?», «¿aún no te has aburrido de la mojigata de tu esposa?», «sé que te casaste por despecho, cariño, pero juro que no te engañé, Diego. Por favor, vuelve y termina con esa farsa de matrimonio que has montado para vengarte de mí».
Jadeé por la impresión y como si ese objeto del demonio quemara, lo solté con asco.
Ya mis lágrimas vagaban por mi rostro y escuché cuando el chorro de agua dejaba de caer en la ducha. Con desesperación, busqué mi ropa y recordé que Diego rasgó mi blusa, por lo que tomé mis pantalones cortos junto con su camiseta, saliendo disparada hacia el recibidor. Me vestí apresuradamente, negando repetidas veces. No podía creer lo que mis ojos vieron, lo que acababa de leer. «Imposible», decía mi corazón. Sin embargo, mi parte racional me apuñalaba ante la negación.
—Ana, cariño, ¿has visto mi móvil? —inquirió Diego desde la habitación. Me sequé las lágrimas de los ojos y poseída por la rabia, me enfundé las prendas y salí de la suite. Corrí por el pasillo hasta subir al elevador, pulsando el botón de recepción varias veces y cuando llegué, divisé la puerta de salida que daba directo a la playa.
Sin pensarlo demasiado y con las lágrimas que empañaban mi rostro, corrí. Corrí como si el mismísimo demonio estuviera tras mis pasos y a punto de darme alcance. Supe que llegué a la playa solo porque sentí que la arena se deslizaba bajo mis pies y una sensación cálida inundaba mi piel. Seguí con mi marcha y en ese ínterin caí de espaldas por chocar con algo duro y grande.
—Pero ¡¿qué demonios?! —Escuché maldecir al dueño del cuerpo con el que tropecé. Levanté la vista y al ver mi deplorable estado, el hombre calló, suavizando su expresión.
—Lo siento —me disculpé con la voz rota, que anunciaba que mis lágrimas se harían presentes otra vez. El hombre me extendió su mano y por cansancio, la tomé para ponerme de pie. No tenía ganas de discutir de quién fue la culpa. Simplemente quería un espacio en solitario para seguir desahogándome.
—¿Te encuentras bien? —Su voz se suavizó y supuse que se debía a que sentía lástima—. ¿Puedo ayudarte en algo? —volvió a preguntar.
—Estoy bien, gracias… no quiero tu lástima —murmuré.
—Créeme que no estoy en condiciones de sentir lástima por nadie —respondió y mis ojos le prestaron más atención.
Era un hombre alto, bastante, diría yo, con un cuerpo musculoso bien trabajado. Su rostro parecía sacado de un cuento de hadas y me recordó a Erick, de la sirenita.
Sonreí al realizar semejante comparación en aquellos momentos y el hombre me devolvió la sonrisa, dejando expuesta su impecable dentadura y dos hoyuelos que se formaban a los costados de su boca.
—¿Que te resulta tan gracioso? —preguntó de manera suave.
—Te pareces a Erick —dejé escapar y me tapé la boca de inmediato. Él rodó sus ojos y negó.
—Ya me lo habían dicho. —Me sacó del bochorno—. Soy Lucas —se presentó, extendió su mano hacia mí y cuando estuve a punto de responderle, el llamado de una exuberante morena atrajo nuestra atención.
—¡Lucas, estoy esperando mi limonada! ¿Qué esperas para ir por mi bebida? Me deshidrataré y mi piel se estropeará —rezongó la mujer y una risa burlona escapó de mí.
—¡Ya voy, amor! —respondió él con su voz melodiosa y se volteó a mirarme—. Ni lo digas; es una mujer demandante. —Sonreí al asentir.
—Pues ve por su limonada o estarás en problemas —respondí burlona y gracias a los cielos, el hombre no se enfadó por lo que acababa de decir de su novia.
—Búrlate, ya te encontrarás con la versión masculina de Milena. —Fruncí la frente y aclaró—: Milena es el nombre de mi novia, la demandante. —Asentí y me volteé para seguir hacia donde mis pies decidieran llevarme, pero su voz me detuvo—. ¿Estarás bien? —Volví a afirmar—. ¿No me dirás tu nombre? —Cuando estuve a punto de abrir la boca, otro grito nos interrumpió.
—¡Ana! —La voz de Diego resonó en el lugar.
—Con que Ana… —musitó—. ¿Y ese hombre es el causante de tus lágrimas? —Como si las invocara, las malditas lágrimas hicieron acto de presencia en mis ojos.
—Debo irme. —Me giré para marcharme antes de que Diego me diera alcance, pero su agarre me detuvo otra vez.
—Fue un placer, Ana. Por favor, no malgastes tus lágrimas en personas que no lo merecen —aconsejó y afirmé para soltarme de él y seguir corriendo en dirección contraria de donde venía Diego.
Ya mucho tiempo después, comprendería los designios que el destino había escrito para mí al haberme topado con aquel agradable hombre.
Seguí corriendo sin prestar atención a los gritos de Diego que me llamaban de manera incesante. Mi cuerpo ya no podía prolongar la huida, por lo que me oculté detrás de una roca gigante que estaba cerca de la costa y traté de regular mi respiración ganando el aire que me faltaba. Cuando me creí a salvo, volví a llorar como una magdalena desconsolada, aflojando mi cuerpo y dejándome caer sin más en la arena.  
—¿Por qué, Diego? —pregunté sin separarme de él—. ¿Por qué me mentiste de esta manera? —Un suspiro largo de resignación escapó de él.—Yo no te mentí, Ana. —Esta vez se separó, tomó con ambas manos mi rostro—. Necesito que confíes en mí. —Secó mis lágrimas con su pulgar y tomó mi mano para guiarme hacia el baño—. Necesitas una ducha y alimentarte, estás pálida.No protesté porque sabía que tenía razón.Abrió la ducha y rápidamente el vapor que se formaba por el agua caliente que caía, ocupó toda la estancia. Se acercó de nuevo a mí y de manera silenciosa me despojó de mis prendas, dejándome expuesta ante él. De milagro, la vergüenza no se hizo presente en mí, solo me que
5 años después...—¿De verdad, doctor? ¿En verdad estoy embarazada? —No lo podía creer. Después de cinco años de matrimonio y una búsqueda incesante, al fin lo conseguí.—Sí, señora Sullivan. Mis felicitaciones. Usted tiene cuatro semanas de gestación y por lo que pude apreciar en la ecografía, está todo bien. Le recetaré las indicaciones a seguir, unos suplementos y otros estudios a realizarse. —El doctor Roberts era mi ginecólogo y estaba tan feliz como yo de que al fin el tratamiento hubiera funcionado.—Gracias, Doctor —musité ilusionada, pensando en la mejor manera de decírselo a Diego.Hoy celebrábamos cinco años de matrimonio y este sería mi regalo para el amor de mi vida, para el hombre que amaba. Una sonrisa de completa dicha se asomó
—Detente… —ordené con suavidad, pero hizo caso omiso a mis palabras, aumentó la velocidad de sus pasos para llegar hasta mí—. ¡Dije que te detengas o no respondo, Diego! —Lo tomé por sorpresa y con los ojos desorbitados, detuvo sus pasos.—Ana, cariño... —Su voz estaba cargada de culpa—. No es lo que parece...¿No es lo que parece? ¿Es lo único que se le ocurrió decir?—¿Y qué piensas que me parece, Diego? —pregunté con frialdad. Limpié con brusquedad las lágrimas con el dorso de mi mano libre. La otra seguía sosteniendo la perilla de la puerta y no la soltaría, porque tenía la necesidad urgente de aferrarme a algo para no desplomarme allí mismo, resultar más ridícula y patética de lo que ya estaba quedando.—Ella... yo... —Ni siquie
Caminé hacia él con furia y cuando estuve a pasos de su cuerpo, lo quise bordear para salir del parque. Mi corazón latía agonizante por no poder abrazarlo y besarlo como siempre hacía cada vez que lo veía. Contuve la respiración y tragué grueso cuando estuvimos demasiado cerca. No lo miré, no podía, flaquearía o me desmoronaría si sus ojos me atrapaban de nuevo. Sin embargo, el no parecía querer dejar las cosas así… ni por ese día. Me tomó del brazo con posesividad e impidió que siguiera.—Ana... —El susurro de mi nombre sabía a lamento. Su voz estaba cargada de algo que parecía necesidad, urgencia, pero no me importaba escuchar sus explicaciones porque mi corazón le creería de la misma manera que aquella vez en nuestra luna de miel.—¡Suéltame! —Tiré mi brazo para soltarme,
—¿Mejor? —preguntó y asentí con la cabeza—. Vamos. —Me guio y me abrazó por los hombros hacia la entrada de su departamento. El trayecto lo hicimos en silencio y el tiempo bastó para tranquilizarme un poco—. Entra. Tienes que darte un baño caliente y cambiarte de ropa si no quieres enfermar —susurró y caminé directo hacia el baño, con ella siguiéndome los pasos—. En la gaveta de las toallas te dejé una muda de ropa para que la uses.—Gracias —musité y cuando mi amiga estuvo por marcharse, no pude evitar preguntar—: ¿Cómo supiste que vendría? —Sabía quién le avisó, de todas formas, quería oírlo.—Diego llamó diciendo que venias aquí y que no te encontrabas bien. —Sonreí de manera irónica. Era un libro abierto para él. Ni
Cuando llegamos al hospital, comencé a sentir mucho dolor en mi bajo vientre. Los retorcijones eran intensos de vez en cuando y más leves en otros momentos. Por Dios que no quería perder lo único maravilloso que me quedaba en la vida, lo único que me daría esperanzas y fuerzas para seguir adelante, dejando atrás al hombre que amaba.Mónica llamó al doctor Roberts desde mi teléfono y para cuando ingresamos, ya esperaba por mí. No dijo nada, pero por su expresión deduje que las cosas no estaban para nada bien.Nadie hablaba de la verdad de lo que ocurría. Ni las enfermeras, ni los médicos, ni Mónica, ni… Diego. Sí. Diego estaba allí, y no fue precisamente porque lo hubiera llamado, ni porque deseaba que estuviera, sino porque el doctor Roberts le avisó y Mónica estuvo de acuerdo en que viniera. Su rostro de preocupación por po
—Lo lamento —susurró—. Yo sí te quiero, Ana, y no te engañé en ningún momento de nuestra relación.—Eso ya no importa, Diego. Te dejo en libertad para que hagas de tu vida lo que mejor te parezca. Para que busques y ames a la persona correcta, porque, al parecer, esa persona nunca fui yo —me lamenté y mi corazón se encogió en mi pecho—. Esto se acabó y nada cambiará mi decisión. —Cerré mis ojos para no ver los suyos, para no caer en el embrujo de su mirada, cuando sentí que se apartó con violencia y se alejó de mí.—Esto no puede terminar, no dejaré que suceda jamás, nunca te daré el divorcio, Ana, ¡nunca dejarás de ser mi esposa! —Sus palabras quebradas resonaron en la habitación—. Yo te quiero, ¿no puedes entenderlo? —preguntó con