Seguí corriendo sin prestar atención a los gritos de Diego que me llamaban de manera incesante. Mi cuerpo ya no podía prolongar la huida, por lo que me oculté detrás de una roca gigante que estaba cerca de la costa y traté de regular mi respiración ganando el aire que me faltaba. Cuando me creí a salvo, volví a llorar como una magdalena desconsolada, aflojando mi cuerpo y dejándome caer sin más en la arena.
Ya no tenía fuerzas para soportarlo. Mi corazón se detuvo por un momento al rememorar lo que leí en aquel maldito móvil y las barbaries de cosas que decía aquella mujer. Porque sin dudas eran los mensajes de una mujer que estaba involucrada con el hombre que ahora era mi esposo.
¿Cómo explicar ese sentimiento de dolor que uno siente en el pecho cuando se cree engañado?
¿Cómo no sentirme humillada sabiendo que le entregué todo de mí a ese hombre, mientras a mis espaldas se revolcaba con otra?
¡Prácticamente besaba el suelo que pisaba! Me conformaba con un simple te quiero cuando esperaba realmente un te amo de su parte.
¿Tan ciego puede volverse uno al estar enamorado? ¿Cómo no me di cuenta a tiempo que él no me amaba?
Ni siquiera pudo decirme que me amaba. Ni siquiera eso, y yo fui una estúpida que se fue al carajo al aceptar esa propuesta de matrimonio tan precipitada. Apenas llevábamos seis meses de novios y como una imbécil, acepté sin titubear convertirme en su títere del momento. Porque, al parecer, solo eso era, y ahora no tenía dudas de que Diego se encaprichó conmigo porque no pudo meterse entre mis piernas, sin pasar por el altar primero.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Volverme a Londres de inmediato? ¿Ignorarlo y disfrutar sola de este lugar maravilloso?
Suspiré con resignación y me sorbí la nariz, limpié con los pliegues de la camiseta mi rostro.
—Hasta que al fin te encuentro. —Su voz de pronto me paralizó y no me atreví a levantar el rostro.
No quería que me viera llorando por él, por su engaño. Al menos ese placer no se lo quería dar, pero sabía que no soportaría demasiado contenerme. Se puso de cuclillas para quedar a mi altura y mi piel se erizó por sentirlo tan cerca. Malditos sentimientos que lograban hacernos decir una cosa, pero que manipulaban la situación para que hiciéramos otra completamente distinta. Que tomáramos una decisión y después nos echáramos para atrás, que nos haga decirnos internamente «nunca más» y estuviéramos cayendo de nuevo… sintiendo como siempre… amando como nunca. Tomó mi barbilla y aparté mi rostro de manera violenta. Su tacto me hacía desear escuchar que lo que vi era una simple confusión, que se habían equivocado, que lo imaginé. Sin embargo, recordaba con claridad todo lo que decían esos malditos mensajes y estaba segura que no fue un error.
—Ana, por favor… —suplicó con su mano en el aire. Quería tocarme de nuevo, pero se contuvo porque sabía que eso empeoraría las cosas—. Déjame explicarte, lo que crees que...
—¡¿Qué me vas a explicar, Diego?! —Levanté mi rostro y lo enfrenté al fin—. ¿Me dirás que no es lo que creo? ¿Que se equivocaron de número? ¿Que malinterpreté las cosas? —Mis irónicas palabras lograron que sus orbes se tornaran de un brillo distinto.
—Por favor, Ana, volvamos al hotel y te explicaré todo, sin mentiras. —Lo miré con los ojos muy abiertos y lancé una carcajada que captó su atención. Parecía una demente llorando y riendo al mismo tiempo. Cuando me calmé y la risa comenzó a cesar, ahogué mi sollozo y me fregué los párpados para limpiar mis lágrimas—. ¿Qué te resulta tan gracioso? —Frunció el ceño y me estudió con cautela, repasó mi rostro, mis gestos y mi postura. Tenía los puños cerrados de la impotencia, de la rabia.
—Tú —respondí—. ¡Tú, todo tú me resulta gracioso! —Volví a reír como poseída por el demonio. ¿Qué más daba?—. Fui una estúpida al no prestar atención a todo lo que me decían de ti. —Me puse de pie para demostrarle que no me quedaría por el piso ante su traición y levanté mi barbilla con orgullo—. Estuve tan ciega que te defendí de todas las personas que te acusaban de jugar conmigo, de ser un niño engreído e inmaduro, incapaz de asumir un compromiso. ¿Y todo para qué? Para enterarme en nuestra luna de miel que te casaste conmigo por despecho. —Tomé aire porque hablé sin parar lo más rápido que pude. Quería decirle en la cara todo lo que pensaba de él.
—Eso no es verdad. —Su mirada trasmitía frialdad en respuesta a mis palabras. Parecía herido por mi acusación.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué te casaste conmigo? —Era la oportunidad ideal para sonsacarle sus sentimientos verdaderos hacia mí. Ya no quería ser la tonta e ilusa que se imaginó que la amaban cuando en realidad ni siquiera había obtenido un te amo de su parte.
—Yo... te quiero —respondió y bajé los hombros en señal de resignación. Sus palabras se oían dudosas y eso terminó por resquebrajar mi alma—. Me casé contigo porque te quiero, Ana, y porque sé que puedo confiar en ti.
—Eso no es suficiente, Diego. —Sonreí de manera triste y negué lento con la cabeza. Por primera vez pude ver a través de sus ojos a su alma atormentada—. Ni siquiera me amas, ¡ni siquiera puedes decir que me amas! Y mírame aquí, llorando por ti, por tu traición en plena luna de miel. ¿Eso te parece justo?
—Ana, ya te dije que no es lo que crees. —Se pasó con exasperación las manos por el rostro y el pelo—. Por favor, volvamos al hotel y te lo explicaré todo.
Sonreí con sarcasmo. No ganaría nada quedándome en aquel lugar mientras me lamentaba.
—De todas formas, tengo que volver. —Pasé por su lado y caminé volviendo sobre mis pasos al hotel. Diego me seguía a una distancia prudente y sentía la fuerza de su mirada clavada en mi nuca.
No podía en contra del sentimiento que nació en mi pecho y mi alma por él. No necesitaba ni siquiera voltearme para saber que me escudriñaba con sus preciosos ojos, frunciéndose en el acto. Ni para corroborar cómo apretaba los labios en señal de frustración. Mi piel, mi cuerpo, mi alma y mi estúpido corazón eran suyos y no tenía nada que hacer en contra de ello.
Llegamos a nuestra habitación y fui directo por mi maleta ante la vista expectante del causante de mi dolor. La suite tenía otra habitación, por lo que arrastré la maleta dirigiéndome hacia allí.
—¿Qué crees que haces? —La voz furibunda de Diego detuvo mi marcha por un momento, en el que recordé de nuevo esos mensajes y seguí mi camino sin responder a su pregunta. Sin embargo, no pude avanzar porque su cuerpo prominente se interpuso entre la puerta de la otra habitación y yo—. ¡Ni se te ocurra! —Lo observé directo a los ojos y vi la determinación en ellos.
—Déjame pasar… —susurré. Me estaba quebrando otra vez y estaba segura que si no tomaba distancia, caería rendida a sus brazos, creyendo sea lo que sea que dijera sobre lo ocurrido—. Por favor... —Mis palabras arrastradas por el dolor me hicieron bajar la cabeza y cerrar los ojos ante el picor que precedía la llegada de nuevas lágrimas. ¿Cómo podía una persona llorar tanto?
—Ana… no vinimos aquí a que tú durmieras en otra habitación y estés llorando por cada rincón por algo que tiene explicación. —Su voz se suavizó y sentí su presencia tan cerca, que su aroma varonil me asaltó desprevenida, haciéndome temblar de deseo y rabia al mismo tiempo. Odiaba el poder que tenía sobre mí—. Mírame —pidió, levantó con su mano mi rostro. Mis ojos estaban aguados cuando se encontraron con los suyos—. No puedo verte así, mi amor. —Eso bastó para que mis sollozos se hicieran eco por la habitación. Él me abrazó por los hombros y recosté mi cabeza en su pecho, dejándome llevar por el dolor.
—¿Por qué, Diego? —pregunté sin separarme de él—. ¿Por qué me mentiste de esta manera? —Un suspiro largo de resignación escapó de él.—Yo no te mentí, Ana. —Esta vez se separó, tomó con ambas manos mi rostro—. Necesito que confíes en mí. —Secó mis lágrimas con su pulgar y tomó mi mano para guiarme hacia el baño—. Necesitas una ducha y alimentarte, estás pálida.No protesté porque sabía que tenía razón.Abrió la ducha y rápidamente el vapor que se formaba por el agua caliente que caía, ocupó toda la estancia. Se acercó de nuevo a mí y de manera silenciosa me despojó de mis prendas, dejándome expuesta ante él. De milagro, la vergüenza no se hizo presente en mí, solo me que
5 años después...—¿De verdad, doctor? ¿En verdad estoy embarazada? —No lo podía creer. Después de cinco años de matrimonio y una búsqueda incesante, al fin lo conseguí.—Sí, señora Sullivan. Mis felicitaciones. Usted tiene cuatro semanas de gestación y por lo que pude apreciar en la ecografía, está todo bien. Le recetaré las indicaciones a seguir, unos suplementos y otros estudios a realizarse. —El doctor Roberts era mi ginecólogo y estaba tan feliz como yo de que al fin el tratamiento hubiera funcionado.—Gracias, Doctor —musité ilusionada, pensando en la mejor manera de decírselo a Diego.Hoy celebrábamos cinco años de matrimonio y este sería mi regalo para el amor de mi vida, para el hombre que amaba. Una sonrisa de completa dicha se asomó
—Detente… —ordené con suavidad, pero hizo caso omiso a mis palabras, aumentó la velocidad de sus pasos para llegar hasta mí—. ¡Dije que te detengas o no respondo, Diego! —Lo tomé por sorpresa y con los ojos desorbitados, detuvo sus pasos.—Ana, cariño... —Su voz estaba cargada de culpa—. No es lo que parece...¿No es lo que parece? ¿Es lo único que se le ocurrió decir?—¿Y qué piensas que me parece, Diego? —pregunté con frialdad. Limpié con brusquedad las lágrimas con el dorso de mi mano libre. La otra seguía sosteniendo la perilla de la puerta y no la soltaría, porque tenía la necesidad urgente de aferrarme a algo para no desplomarme allí mismo, resultar más ridícula y patética de lo que ya estaba quedando.—Ella... yo... —Ni siquie
Caminé hacia él con furia y cuando estuve a pasos de su cuerpo, lo quise bordear para salir del parque. Mi corazón latía agonizante por no poder abrazarlo y besarlo como siempre hacía cada vez que lo veía. Contuve la respiración y tragué grueso cuando estuvimos demasiado cerca. No lo miré, no podía, flaquearía o me desmoronaría si sus ojos me atrapaban de nuevo. Sin embargo, el no parecía querer dejar las cosas así… ni por ese día. Me tomó del brazo con posesividad e impidió que siguiera.—Ana... —El susurro de mi nombre sabía a lamento. Su voz estaba cargada de algo que parecía necesidad, urgencia, pero no me importaba escuchar sus explicaciones porque mi corazón le creería de la misma manera que aquella vez en nuestra luna de miel.—¡Suéltame! —Tiré mi brazo para soltarme,
—¿Mejor? —preguntó y asentí con la cabeza—. Vamos. —Me guio y me abrazó por los hombros hacia la entrada de su departamento. El trayecto lo hicimos en silencio y el tiempo bastó para tranquilizarme un poco—. Entra. Tienes que darte un baño caliente y cambiarte de ropa si no quieres enfermar —susurró y caminé directo hacia el baño, con ella siguiéndome los pasos—. En la gaveta de las toallas te dejé una muda de ropa para que la uses.—Gracias —musité y cuando mi amiga estuvo por marcharse, no pude evitar preguntar—: ¿Cómo supiste que vendría? —Sabía quién le avisó, de todas formas, quería oírlo.—Diego llamó diciendo que venias aquí y que no te encontrabas bien. —Sonreí de manera irónica. Era un libro abierto para él. Ni
Cuando llegamos al hospital, comencé a sentir mucho dolor en mi bajo vientre. Los retorcijones eran intensos de vez en cuando y más leves en otros momentos. Por Dios que no quería perder lo único maravilloso que me quedaba en la vida, lo único que me daría esperanzas y fuerzas para seguir adelante, dejando atrás al hombre que amaba.Mónica llamó al doctor Roberts desde mi teléfono y para cuando ingresamos, ya esperaba por mí. No dijo nada, pero por su expresión deduje que las cosas no estaban para nada bien.Nadie hablaba de la verdad de lo que ocurría. Ni las enfermeras, ni los médicos, ni Mónica, ni… Diego. Sí. Diego estaba allí, y no fue precisamente porque lo hubiera llamado, ni porque deseaba que estuviera, sino porque el doctor Roberts le avisó y Mónica estuvo de acuerdo en que viniera. Su rostro de preocupación por po
—Lo lamento —susurró—. Yo sí te quiero, Ana, y no te engañé en ningún momento de nuestra relación.—Eso ya no importa, Diego. Te dejo en libertad para que hagas de tu vida lo que mejor te parezca. Para que busques y ames a la persona correcta, porque, al parecer, esa persona nunca fui yo —me lamenté y mi corazón se encogió en mi pecho—. Esto se acabó y nada cambiará mi decisión. —Cerré mis ojos para no ver los suyos, para no caer en el embrujo de su mirada, cuando sentí que se apartó con violencia y se alejó de mí.—Esto no puede terminar, no dejaré que suceda jamás, nunca te daré el divorcio, Ana, ¡nunca dejarás de ser mi esposa! —Sus palabras quebradas resonaron en la habitación—. Yo te quiero, ¿no puedes entenderlo? —preguntó con
2 meses después…Estaba muy nerviosa porque después de dos meses, volvería a compartir con Diego algo más que un simple saludo frío y seco en los pasillos de la empresa. Mónica decidió que lo mejor sería alistarnos en su departamento y después ir directo al Palace Hotel, donde se llevaría a cabo el lanzamiento de una nueva colección de la Casa de Modas Ágata Sullivan.Jean, un estilista francés y amigo personal de Mónica, se encargó de nuestros aspectos y ciertamente me sorprendí con el resultado.Escogió con detalle desde los pendientes, hasta los zapatos, vestidos y accesorios que llevaríamos, además de encargarse de nuestro cabello y maquillaje.No quería pecar de vanidosa, pero en serio nos dejó grandiosas.Mi corazón se encogió cu