ANA
Me había casado.
Después de varios intentos por escapar de las garras de amor, me había casado y en aquellos momentos suspiraba ilusionada mientras llegábamos al hotel donde nos alojaríamos durante nuestra luna de miel.
Luego de registrarnos, Diego ordenó que subieran champagne y frutas a nuestra habitación, por lo que deduje que, a pesar de hacer un día soleado e ideal para la playa, nos quedaríamos en nuestra suite.
—Gracias. Deje todo, por favor, en el recibidor y retírese. —El botones asintió, tomó la propina que le ofreció Diego y se retiró, nos dejó a solas mientras los nervios me inundaban.
—¿Nos quedaremos encerrados con este magnífico día, mi amor? —pregunté de manera absurda para salirme de mis dudas.
—Por hoy, sí —respondió con voz ronca—. Tenemos cosas más importantes que hacer aquí que en la playa, Ana —susurró con sinuosidad.
Se volteó hacia mí y comenzó a andar como un felino a punto de devorar a su presa. Sus ojos azules claros se oscurecieron y noté la tensión en sus músculos por debajo de la camiseta blanca que llevaba puesta. Dios sabía cuánto deseaba esa intimidad que tanto él buscaba en mí, pero el temor de lo que implicaba aquello, sacudía por completo a mi cuerpo, lo hacía reaccionar como si tuviera que defenderse de algo o, mejor dicho, de alguien.
Por instinto, retrocedí hasta chocar con una mesita y contuve el aliento cuando estuvo a centímetros de mí rostro, me taladró con esos ojos que podían ver sin dificultad mi interior y posó sus manos en mi cintura para estrecharme con fuerza contra su cuerpo.
—No sabes cuánto deseé que llegara este día… —Acarició mi rostro con una mano, que se deslizó desde mi estrecha cintura, recorrió mi espalda y posó su pulgar sobre mis labios—. Ni siquiera te imaginas todo lo que provocas en mí, en mi cuerpo —murmuró cerca de mi piel y su aliento acarició mi rostro, causando estragos en mis adentros. Me estrechó aún con más fuerza y se restregó contra mí, provocándome, haciéndome sentir algo extremadamente duro en mi vientre—. ¿Sientes eso? —preguntó de manera sensual y abrí mis ojos al comprender que se trataba de su virilidad. Se apretó más a mi cuerpo y jadeé como respuesta a su incitación—. Ese es tu poder sobre mí, Ana. Mi cuerpo está de esta manera solo por ti y juro que, si no te hago mía de una vez por todas, esto… —Tomó mi mano e hizo que lo acariciara sobre la ropa— estallará sin compasión. ¿Vas a tener piedad de él?
Musitó en mi oído, succionando el lóbulo de mi oreja, consiguiendo con simpleza que la piel se me erizara por entero mientras ese sencillo gesto trasmitía sensaciones a cada tramo y centímetro de mi cuerpo, que se centró con mayor intensidad en mi bajo vientre.
Estaba fascinada con el hombre que se había metido en mi alma y en mi piel hacía mucho tiempo. Una simple palabra, una simple expresión de su parte, desbarataba o articulaba todo en mí. No quería dejar de sentir su boca sobre mi piel, tentándome, llamándome a él. Sus besos quemaban, me ardía la piel, me ardía el alma y me dejaba sin razón ni ganas de emitir palabra. Deseaba concebir cada sentimiento nuevo que nacía en mi pecho, sin esperarlo, solo con su cercanía. Aún me preguntaba cómo hice para resistirme por tanto tiempo, a este hombre titánico que estaba decidido a enseñarme los placeres del amor bajo su tacto.
—Yo... —Iba a decir algo, pero mi voz murió cuando Diego introdujo mi mano inesperadamente entre sus pantalones—. ¡Por Dios! —Me desboqué sorprendida y con la curiosidad invadiéndome, comencé a acariciarlo, logrando que emitiera ruidos extraños que parecían ser de placer.
Lo seguí acariciando mientras me despojaba de la vergüenza y el bochorno.
Entonces, de repente, me observó con esos ojos hipnóticos y negué tragando con fuerza, retirando mi tacto de inmediato.
—Te enseñaré lo que es el verdadero placer, Ana, y haré que te arrepientas por haberme hecho esperar hasta la boda para hacerte mía. —dijo con tanta convicción que me estremecí con solo oírlo.
«¿De verdad esa… esa cosa tan prominente cabría dentro de mí?», me pregunté, temerosa e ingenua.
El miedo y la expectación me invadieron de solo imaginarlo.
Mis manos comenzaron a sudar y mis ojos se perdían hacia cualquier punto de la habitación, evitando la mirada de depredador que mi esposo me lanzaba.
Estaba segura que si lo veía a los ojos, estaría perdida. Y aunque era nuestra «noche» de bodas, sentía pavor a lo que vendría en unos instantes.
Temía que doliera demasiado y es que había leído tantas novelas e historias de amor, que se me grabó en la memoria la escena en que la dulce y virginal protagonista, siempre terminaba sufriendo en su primera vez.
Él notó mi nerviosismo y enlazó mi mano a la suya, tirándome con suavidad hacia el carrito que habían traído con lo que pidió.
—Relájate, cariño. —dijo despacio. Sirvió dos copas, con fresas en el fondo, y me ofreció una—. Toma, mi amor, bebe un poco. Esto ayudará a que se te quiten los nervios —Tomé la copa y de un sorbo, acabé su contenido. Diego sonrió ante mi acción, negando.
—Lo siento —me disculpé y tomó la copa vacía de mi mano, sirvió un poco más de la mitad. La tomé con la mano temblorosa—. Gracias.
—Mi idea es que disfrutes, Ana. —Sorbió un poco de su bebida sin apartar su mirada de mí—. No quiero emborracharte. —Tomó una fresa y la acercó a mi boca—. Come, cariño… —ordenó con sutileza y le di un mordisco a la fruta—. Delicioso… —susurró y bebió otro sorbo del champagne sin quitar sus ojos de mí—. Quiero que este momento lo recuerdes y lo grabes de por vida en tu memoria. Que tatúes en tu piel y en tu alma todo lo que haré contigo y, para eso, mi preciosa y adorable esposa, necesito que estés absolutamente consciente y sobria.
Casi me atraganté con la fresa al oír sus intenciones y cuando me recuperé, ya lo tenía tan cerca con una fruta entre sus labios. Acercó su boca hasta la mía y leí en sus ojos sus intenciones. Como una autómata, con mi boca cogí lo que me ofrecía y mastiqué saboreando ante la atenta mirada del hombre que tenía delante.
—Aliméntame, cariño —pidió y me tensé. Entonces tomó el control de la situación y acercó su boca a la mía, introdujo con salvajismo su lengua en mi cavidad, recorriéndola sin reserva alguna. Sentí que moriría en ese preciso instante por todo lo que despertaba en mí. Un remolino intenso se instaló en mi pelvis, dejé escapar un suave y leve suspiro. Diego sonrió sobre mi boca al separarse con lentitud—. Ya estás lista para mí —musitó y me cargó entre sus brazos con extrema delicadeza para dirigirnos a la alcoba, mientras besaba con maestría e infinita ternura mis labios.
Me encogí entre sus brazos, temblando al saber que ya no había marcha atrás y que por fin sería, por entero, de ese hombre. Mi alma y mi corazón ya le pertenecían desde el momento en que lo conocí, pero hoy le entregaría también mi cuerpo y sería suya completamente para siempre.
—No tengas miedo —musitó al sentir cómo mis brazos toscos se enrollaban a su cuello—. Te prometo que tendré cuidado y recordarás tu primera vez por el resto de nuestras vidas. —Besó mi frente y me sentí segura—. ¿Confías en mí? —indagó y asentí—. Seremos uno al fin, Ana.
Con infinita paciencia, me recostó en la cama y sentí su mirada lujuriosa recorrer mi cuerpo. Entonces recordé que Mónica, mi mejor amiga, había escogido una camisola de seda trasparente para mi noche de bodas.
Lamenté no haberme anticipado a los hechos y habérmela puesto. Solo a mí se me ocurría que mi esposo querría salir a la playa en vez de desflorar a su esposa virgen.
Como si leyera mi mente, las palabras de Diego me alejaron de mis cavilaciones.
—Estás perfecta, cariño. De todas maneras, te quiero desnuda, con tu piel sedosa recibiendo a la mía. —Me sonrojé al extremo—. Eres tan adorable, inocente y pura que me vuelves loco, Ana… —Su voz se oía de otra manera, como si le costara seguir emitiendo palabra.
Se desabrochó el pantalón bajo mi atenta mirada y se lo quitó de un tirón. La camiseta blanca que llevaba puesta voló hacia algún rincón de la habitación quedándose solo en un bóxer blanco que lo hacía ver como un modelo escultural de ropa interior. En ese instante, completamente maravillada, sentí que el deseo me invadía como una oleada apremiante y poderosa. El aire se atascó en mi pecho y mi corazón se disparó en un frenético galope. Caminó a paso seguro hasta la cama, se recostó sobre mi cuerpo y admiró mi rostro mientras acariciaba mi pelo.
—Tengo miedo —susurré y él sonrió, rozando su nariz con la mía.
—No tienes por qué, cariño. —Besó mis mejillas—. Solo sentirás placer y pedirás por más. —Frotó su pelvis sobre mi sexo aún provisto de ropa y una oleada de calor invadió mi cuerpo.
—¿Do… dolerá? —pregunté como tonta.
—Un poco, al principio, pero todo lo que sigue será placer y solo placer. —Seguía frotándose en mí y eso me calentaba más.
Sentía mis mejillas arder, por lo que decidí que relajarme y dejarme llevar.
Además, sería lo propio, ya que esta vez no escaparía de sus brazos y, la verdad, tampoco quería hacerlo. Quería entregarle a ese hombre lo que consideraba más preciado en mi cuerpo. Quería que fuese el primero y el último, el único en mi vida. Lo amaba tanto que sentía haberme extraído el corazón y habérselo entregado a él. Ya no era dueña de mis sentimientos, de mis deseos, de mi vida, de mis sueños. Todo se lo había otorgado al que ahora era mi flamante esposo.Con presteza comenzó a besar mi cuello, hasta llegar al lóbulo de mi oreja y lo succionó despacio, humedeciendo y soplando para erizarme la piel. Descendió pausadamente hacia mis senos y los masajeó sobre la ropa, besando sobre mi escote sin quitarme la blusa que llevaba puesta. Besó mis labios de un modo que me supo diferente.Ese beso era un beso ur
Seguí corriendo sin prestar atención a los gritos de Diego que me llamaban de manera incesante. Mi cuerpo ya no podía prolongar la huida, por lo que me oculté detrás de una roca gigante que estaba cerca de la costa y traté de regular mi respiración ganando el aire que me faltaba. Cuando me creí a salvo, volví a llorar como una magdalena desconsolada, aflojando mi cuerpo y dejándome caer sin más en la arena.  
—¿Por qué, Diego? —pregunté sin separarme de él—. ¿Por qué me mentiste de esta manera? —Un suspiro largo de resignación escapó de él.—Yo no te mentí, Ana. —Esta vez se separó, tomó con ambas manos mi rostro—. Necesito que confíes en mí. —Secó mis lágrimas con su pulgar y tomó mi mano para guiarme hacia el baño—. Necesitas una ducha y alimentarte, estás pálida.No protesté porque sabía que tenía razón.Abrió la ducha y rápidamente el vapor que se formaba por el agua caliente que caía, ocupó toda la estancia. Se acercó de nuevo a mí y de manera silenciosa me despojó de mis prendas, dejándome expuesta ante él. De milagro, la vergüenza no se hizo presente en mí, solo me que
5 años después...—¿De verdad, doctor? ¿En verdad estoy embarazada? —No lo podía creer. Después de cinco años de matrimonio y una búsqueda incesante, al fin lo conseguí.—Sí, señora Sullivan. Mis felicitaciones. Usted tiene cuatro semanas de gestación y por lo que pude apreciar en la ecografía, está todo bien. Le recetaré las indicaciones a seguir, unos suplementos y otros estudios a realizarse. —El doctor Roberts era mi ginecólogo y estaba tan feliz como yo de que al fin el tratamiento hubiera funcionado.—Gracias, Doctor —musité ilusionada, pensando en la mejor manera de decírselo a Diego.Hoy celebrábamos cinco años de matrimonio y este sería mi regalo para el amor de mi vida, para el hombre que amaba. Una sonrisa de completa dicha se asomó
—Detente… —ordené con suavidad, pero hizo caso omiso a mis palabras, aumentó la velocidad de sus pasos para llegar hasta mí—. ¡Dije que te detengas o no respondo, Diego! —Lo tomé por sorpresa y con los ojos desorbitados, detuvo sus pasos.—Ana, cariño... —Su voz estaba cargada de culpa—. No es lo que parece...¿No es lo que parece? ¿Es lo único que se le ocurrió decir?—¿Y qué piensas que me parece, Diego? —pregunté con frialdad. Limpié con brusquedad las lágrimas con el dorso de mi mano libre. La otra seguía sosteniendo la perilla de la puerta y no la soltaría, porque tenía la necesidad urgente de aferrarme a algo para no desplomarme allí mismo, resultar más ridícula y patética de lo que ya estaba quedando.—Ella... yo... —Ni siquie
Caminé hacia él con furia y cuando estuve a pasos de su cuerpo, lo quise bordear para salir del parque. Mi corazón latía agonizante por no poder abrazarlo y besarlo como siempre hacía cada vez que lo veía. Contuve la respiración y tragué grueso cuando estuvimos demasiado cerca. No lo miré, no podía, flaquearía o me desmoronaría si sus ojos me atrapaban de nuevo. Sin embargo, el no parecía querer dejar las cosas así… ni por ese día. Me tomó del brazo con posesividad e impidió que siguiera.—Ana... —El susurro de mi nombre sabía a lamento. Su voz estaba cargada de algo que parecía necesidad, urgencia, pero no me importaba escuchar sus explicaciones porque mi corazón le creería de la misma manera que aquella vez en nuestra luna de miel.—¡Suéltame! —Tiré mi brazo para soltarme,
—¿Mejor? —preguntó y asentí con la cabeza—. Vamos. —Me guio y me abrazó por los hombros hacia la entrada de su departamento. El trayecto lo hicimos en silencio y el tiempo bastó para tranquilizarme un poco—. Entra. Tienes que darte un baño caliente y cambiarte de ropa si no quieres enfermar —susurró y caminé directo hacia el baño, con ella siguiéndome los pasos—. En la gaveta de las toallas te dejé una muda de ropa para que la uses.—Gracias —musité y cuando mi amiga estuvo por marcharse, no pude evitar preguntar—: ¿Cómo supiste que vendría? —Sabía quién le avisó, de todas formas, quería oírlo.—Diego llamó diciendo que venias aquí y que no te encontrabas bien. —Sonreí de manera irónica. Era un libro abierto para él. Ni
Cuando llegamos al hospital, comencé a sentir mucho dolor en mi bajo vientre. Los retorcijones eran intensos de vez en cuando y más leves en otros momentos. Por Dios que no quería perder lo único maravilloso que me quedaba en la vida, lo único que me daría esperanzas y fuerzas para seguir adelante, dejando atrás al hombre que amaba.Mónica llamó al doctor Roberts desde mi teléfono y para cuando ingresamos, ya esperaba por mí. No dijo nada, pero por su expresión deduje que las cosas no estaban para nada bien.Nadie hablaba de la verdad de lo que ocurría. Ni las enfermeras, ni los médicos, ni Mónica, ni… Diego. Sí. Diego estaba allí, y no fue precisamente porque lo hubiera llamado, ni porque deseaba que estuviera, sino porque el doctor Roberts le avisó y Mónica estuvo de acuerdo en que viniera. Su rostro de preocupación por po