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Entre páginas y susurros

El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.

La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.

En la esquina más acogedora de su sala, rodeado por una montaña de libros apilados desordenadamente, descansaba un perro negro en el sillón favorito de su dueña. Un sillón viejo, pero cómodo, desgastado en los bordes y cubierto por una manta de lana color mostaza. La luz suave del amanecer que se colaba iluminaba una lámpara de pie, de pantalla de tela bordada, proyectando sombras tranquilas que se mezclaban con los colores cálidos del lugar. El ambiente era sencillo, pero lleno de personalidad. Cada objeto, desde las plantas en macetas, hasta los libros cuidadosamente desordenados en cada rincón, hablaba de alguien que había aprendido a vivir con calma y a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida: Una taza de buen café, un pedazo de pastel, música y un buen libro. Así sí que valía la pena estar vivo.

Su hogar era su refugio modesto pero encantador, donde las paredes estaban cubiertas de recuerdos. En el aparador, algunas fotos marcadas mostraban momentos felices: una con su madre, sonriendo en un viaje al campo, y otra de su infancia con su abuela, quien le había enseñado a amar los libros; otra con su padre, el día de su graduación, y una última de su hermano, que sonreía de oreja a oreja. Esta última foto tenía un lugar privilegiado en el aparador de los recuerdos. No había lujos, pero sí una calidez que invitaba a quedarse, a relajarse y a perderse en el tiempo. En la repisa sobre la chimenea, siempre había dos o tres libros apilados, como si Sophia estuviera constantemente pasando de una historia a otra, buscando nuevos mundos donde sumergirse. Pero si había algo especial en ese apartamento era el delicioso perfume que flotaba en el aire: Pan recién hecho, mezclado con el aroma a manzanas y frutillas del aromatizador de ambiente.

—Una casa se transforma en hogar cuando huele a comida casera —le había dicho su abuela, una tarde lluviosa y gris mientras amasaba el pan—. Pan casero, esas sopitas que reparan el alma, una tacita de té o café... Son pequeños detalles que te endulzan la vida.

Sophia se dirigió a la cocina, donde preparó su ritual matutino: café recién hecho y una rebanada de pan tostado con mermelada casera de sus propios duraznos. Mientras el aroma del café invadía el ambiente, Sophia se sentó junto a la ventana, mirando el jardín. Aquellos momentos de quietud eran sagrados para ella, un respiro antes de sumergirse en sus actividades diarias. El perro negro despertó y estiró su cuello, tirando su cabeza hacia atrás, dio un largo bostezo y se levantó del sillón con cuidado de no perder el equilibrio y caer de bruces hacia adelante, pues al querido Rex le faltaba la pata trasera izquierda. Se acercó a su dueña moviendo la cola con alegría, pidiendo su rebanada de pan de todas las mañanas.

Después del desayuno, Sophia se dirigió a su escritorio. Abrió las ventanas y permitió que aquella orquesta de los sonidos más variados le llene el alma: El canto de los pájaros se unía a los relinchos de los caballos del predio vecino, donde se hacía equino terapia y equitación. En la sala junto a la biblioteca, una vieja máquina de escribir reposaba sobre una mesa de madera. Aunque las nuevas tecnologías le facilitaban la vida, a Sophia le gustaba la sensación de las teclas bajo sus dedos, el sonido rítmico de las letras marcando el papel y la textura de este al ver sus ideas plasmadas en tinta. Frente a ella, un cuaderno lleno de anotaciones y garabatos le recordaba las historias que aún aguardaban ser contadas.

Sophia pasó cerca de dos horas escribiendo, inspirada por el canto de las aves y el suave tintineo de las campanas de viento en la galería de su casa, y siendo interrumpida por los constantes gritos de júbilo y de reproche de la cancha de rugby cercana. Su próxima novela, una historia de amor ambientada en un mundo de fantasía, comenzaba a tomar forma. Cada palabra que escribía era una ventana hacia otro lugar, otro tiempo. Para Sophia, escribir no era solo un trabajo, era una forma de vida, un medio para expresar las emociones y pensamientos que no siempre era fácil compartir con los demás.

Al terminar su sesión de escritura, se levantó y miró su reloj. Era hora de prepararse para su jornada de voluntariado. Trabajar en los hospicios era algo que le llenaba el alma; leer cuentos a los pacientes le permitía conectarse con ellos de una manera única, ofreciéndoles un escape de la realidad a través de las palabras. Sophia sabía que, aunque los libros no podían sanar el cuerpo, podían aliviar el espíritu. Le encantaba leerles a los ancianos, a los enfermos, a los niños que atravesaban quemaduras o el cáncer… A aquellos que ya no podían sostener un libro, pero que aún podían disfrutar de una buena historia. A menudo se llevaba consigo dos o tres libros, nunca sabía cuál elegirían sus oyentes, pero siempre la acompañaban dos libros fijos para personas muy importantes: El Conde de Montecristo, para Don Evaristo, un viejito ciego en el hogar de ancianos, y Harry Potter, para Valentina, la niña que había vivido más tiempo en el pabellón de oncología pediátrica que en su propia casa.

Antes de salir, se tomó un momento para caminar por su jardín. La casa estaba rodeada de un mar verde, con árboles frutales que daban sombra al césped. Sophia había plantado un pequeño huerto de hierbas aromáticas al costado, y en primavera, las flores salvajes crecían alrededor de la cerca que bordeaba la propiedad. Desde la ventana de la cocina, que daba justo a la tranquera de madera de su casa, se podían ver las mariposas revoloteando de un lado a otro. Ese lugar le brindaba la tranquilidad que necesitaba para escribir, un espacio donde podía dejar que sus pensamientos fluyeran libremente entre el zumbido de las abejas, el suave aleteo de los colibríes y el susurro del viento.

Las ramas de los árboles de manzano, ciruelo, damasco y durazno se mecían suavemente con la brisa. La higuera estaba llena de brotes, al igual que las suaves y bellas flores blancas y rosadas de sus árboles frutales, y los limoneros estaban a rebosar de frutos de un color amarillo intenso y brillante. La primavera estaba llegando, y con ella el calor. Se agachó para inspeccionar las fresas que crecían cerca de la entrada y sonrió al ver los pequeños frutos rojos comenzando a madurar. Este era su pequeño paraíso, lejos del caos de la ciudad y de las complicaciones de la vida. Sólo el griterío de la cancha de rugby la sacaba del trance de su Edén personal; era el precio que tenía que pagar por vivir allí, cada sábado, y a veces los domingos, y en los horarios de entrenamiento de los equipos de diferentes categorías.

Una vez finalizada la inspección a su jardín, regresó a su dormitorio y abrió su armario. Su ropa era tan modesta como su casa: cómodos suéteres de lana, jeans gastados, algunos sombreros y boinas, y algunos vestidos sencillos para ocasiones especiales, o para cuando hacía mucho calor. Tomó un ligero suéter de lana muy fina, algo que siempre llevaba cuando salía, y se puso una sencilla, pero muy hermosa blusa, de color mostaza con flores, un jean desgastado con una apertura en la rodilla y sus sandalias de color coral.

Se detuvo un momento frente al espejo del pasillo. Se acomodó el cabello castaño ondulado, que solía caerle desordenado sobre los hombros, y se observó a sí misma con sus ojos de color avellana con cierta timidez. Sabía que no destacaba por su apariencia, y nunca se preocupó demasiado por ello. Lo importante, para ella, estaba en su interior: en sus historias, en las emociones que podía compartir con otros a través de las palabras. Se echó al hombro su bolso, que, además de contener los libros y sus cosas personales, en esta ocasión llevaba un frasco de mermelada casera para Edith, una de las ancianas a quién leía. Salió de su acogedor refugio hacia el mundo exterior, pedaleando su bicicleta con canasto, donde iba su bolso, tintineando alegremente por los sueños y atenciones que llevaba en su interior.

Sophia era feliz en su simplicidad, en su pequeña rutina. No necesitaba grandes cosas para sentirse plena, solo sus libros, su escritura y, sobre todo, la conexión que lograba con las personas a las que les leía. Para ella, cada día era una nueva oportunidad de sumergirse en historias y compartirlas con otros, de encontrar la belleza en los pequeños detalles de la vida. Pero lo que Sophia no sabía era que pronto su mundo, su tranquila rutina, estaba a punto de verse sacudida por un encuentro inesperado que cambiaría todo lo que conocía.

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