Xavier no estaba seguro de qué esperar esa tarde. Se había puesto su campera favorita, la azul con el rayo en la espalda, porque le gustaba pensar que lo hacía ver rápido, aunque su abuela Claire le dijera que no tenía nada que ver. ¿Por qué su abuela era así con él? Sabía que un rayo estampado en la espalda no lo hacía más rápido, pero le gustaba creer que era así, como los autos de carreras con cientos de calcomanías. Pero su abuela le decía que tenía que empezar a madurar, que no podía ser un niño toda la vida y que ya estaba a punto de cumplir once años y tenía que empezar a pensar como un preadolescente maduro. Xavier no entendía a qué se refería con eso de ser “preadolescente”. Él sólo quería seguir jugando, estudiando y disfrutando de su vida tal como venía siendo: Desayunar con Sophia los fines de semana, acompañar a su padre a los entrenamientos y ver de vez en cuando a su madre, pero desde que su padre había engañado a Sophia que ahora vivía con su abuela y sus estúpidas reg
Desde que se sentó en el sillón de cuerina blanca, Gabriel ya sabía que la cámara lo amaba. Lo sabía porque el productor se lo había dicho con una palmadita en la espalda, porque las luces lo habían seguido desde el camarín hasta el set, y porque en cuanto cruzó la puerta del estudio, se escucharon los chillidos agudos de su club de fans, Las Angelitas, como si fueran una orquesta desafinada de flautas sopladas con emoción desbordada.—Con ustedes… ¡el capitán del seleccionado nacional! ¡El hombre que nos regaló la mejor temporada de rugby de los últimos años! ¡El invicto, el inigualable, el irresistible Arcángel del Rugby… Gabriel Toooooorr!Aplausos. Luces. Un travelling glorioso. Y Gabriel, con su sonrisa más medidamente encantadora, saludó al público con un gesto de la mano que no era un saludo del todo, sino algo así como el gesto que haría un rey moderno que no quiere parecer demasiado rey. Era bueno en eso. En dar justo lo necesario para parecer humilde, sin dejar de ser absolu
—¿¡Que dijo quééééé!?La exclamación resonó por todo el departamento justo cuando Sophia entraba al living con una bandeja cargada de galletas, mini muffins de limón, unas medialunitas rellenas con jamón y queso, y tres tazas humeantes de café. Su sonrisa era tan amplia que por un segundo pareció que se le iba a caer la bandeja.—¡En serio! —repitió, soltando una carcajada mientras dejaba todo sobre la mesita baja, entre los almohadones del sillón—. Lo dijo con esa cara de mármol que tiene. Así, como si estuviera recitando los mandamientos.—¡No puedo más! —dijo Alfonsina, doblándose de risa sobre un almohadón. Sus rizos rubios bailaban como resortes mientras se agarraba el estómago—. ¡¿Dostoievski, en serio?! Ese tipo no sabe ni deletrear “literatura rusa”.—Yo no te puedo creer —dijo Antonella, negando con la cabeza mientras se llevaba una medialuna a la boca—. ¡Y lo dice como si fuera la reencarnación de Tolstói en calzas deportivas! ¡Qué horror!Sophia no podía parar de reír. Se d
—¿Podemos cambiar? —preguntó Xavier, girando apenas la cabeza sobre la almohada—. Está siendo raro.Thomas no respondió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos clavados en la pantalla del televisor, donde Gabriel aparecía con su eterna sonrisa de vitrina, rodeado de luces, risas de público y una escenografía que parecía salida de un videojuego.La cama estaba deshecha, pero olía a jabón. Había intentado limpiar un poco el cuarto antes de que llegara Xavier de prácticas, aunque la ropa seguía apilada en una silla, y una taza de café seco reposaba en la mesita de luz desde hacía dos días. Entre los horarios de prácticas de su hijo, llevándolo y trayéndolo de los entrenamientos de rugby, inglés y del colegio, que no tenía tiempo para encargarse de su casa. El chico se había instalado con su peluche favorito, ese dinosaurio verde con nombre de planeta, uno de los pocos que habían sobrevivido a lo largo de los años, y una bolsa de papas que ahora estaba casi vacía. Y aunque Tho
Gabriel había hecho una reserva, pero cuando llegaron, el lugar ya no tenía mesas libres. Un error de sistema, dijo el encargado, con una sonrisa nerviosa y el teléfono pegado al oído. Él lo tomó con calma. Ni siquiera discutió. Solo se volvió hacia Sophia con una ceja levantada y esa expresión suya que siempre parecía estar a punto de reírse del mundo.—¿Plan B? —dijo, como si ya lo tuviera preparado.Y sí, lo tenía.Caminaron cuatro cuadras más, atravesando una vereda de adoquines irregulares, hasta llegar a una esquina escondida por árboles bajos y enredaderas. El cartel del nuevo restaurante era una pizarra escrita a mano con tiza blanca, medio borrada por el viento. A Sophia le gustó eso. Le gustó que no fuera pretencioso, que no tuviera luces LED ni sillas transparentes. Le gustó que oliera a pan casero antes de que cruzaran la puerta.—No es libanés —admitió Gabriel—, pero la cocinera es una señora que hace hummus como si te estuviera curando un resfriado.Sonrió. Sophia tambié
La loza del balcón estaba tibia. No caliente, no áspera, solo tibia. Como si la primavera se hubiera sentado ahí un rato antes que ella. Sophia caminaba descalza, la taza de té en una mano, la otra metida en el bolsillo de un pantalón holgado que ya tenía forma de su cuerpo. Llevaba una remera blanca, sin estampa, apenas caída de un hombro, y el pelo recogido sin mucha lógica. El viento le jugaba con los mechones sueltos, se los metía en la cara como si quisiera distraerla de sus propios pensamientos.La ciudad zumbaba allá abajo, pero desde su balcón no se escuchaban bocinas ni gritos, solo el canto intermitente de un zorzal invisible y el ruido de las hojas agitándose como papeles de diario. Era una mañana sin apuro. De esas que no se anuncian.El teléfono vibró sobre la mesa ratona. Un zumbido seco, insistente. Sophia volvió adentro con pasos lentos, como si el borde del marco fuese un umbral entre dos estados de ánimo. Miró la pantalla. Roger.—Hola —atendió sin demasiada energía.
—Papá, ¿esto va antes o después del estómago?Thomas frunció el ceño, mirando la pieza de cartón pintada con témpera azul y una etiqueta mal pegada que decía "intestino delgado". Xavier sostenía el tubo como si fuera parte de una bomba atómica. Estaban sentados en el piso de la sala, rodeados de pegamento, témperas, tijeras y recortes de papel afiche. Un verdadero campo de batalla escolar.—Después. Va conectado a esta parte —respondió Thomas, señalando con el palillo de brochette que hacía de guía improvisada—. ¿Ves? El estómago descarga acá.—Parece un laberinto —dijo Xavier, entusiasmado—. Como esos juegos de escape.Thomas sonrió. Le gustaba ese tipo de comparaciones. También le gustaba esa hora del día: cuando el sol bajaba por la ventana con una luz suave, y el mundo parecía olvidarse de ellos por un rato.La televisión estaba encendida de fondo, prácticamente sin volumen, con el programa de siempre: Ruck & Roll. Thomas había dejado el control remoto en la mesa ratona, sin prest
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i