—¿Podemos cambiar? —preguntó Xavier, girando apenas la cabeza sobre la almohada—. Está siendo raro.Thomas no respondió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos clavados en la pantalla del televisor, donde Gabriel aparecía con su eterna sonrisa de vitrina, rodeado de luces, risas de público y una escenografía que parecía salida de un videojuego.La cama estaba deshecha, pero olía a jabón. Había intentado limpiar un poco el cuarto antes de que llegara Xavier de prácticas, aunque la ropa seguía apilada en una silla, y una taza de café seco reposaba en la mesita de luz desde hacía dos días. Entre los horarios de prácticas de su hijo, llevándolo y trayéndolo de los entrenamientos de rugby, inglés y del colegio, que no tenía tiempo para encargarse de su casa. El chico se había instalado con su peluche favorito, ese dinosaurio verde con nombre de planeta, uno de los pocos que habían sobrevivido a lo largo de los años, y una bolsa de papas que ahora estaba casi vacía. Y aunque Tho
Gabriel había hecho una reserva, pero cuando llegaron, el lugar ya no tenía mesas libres. Un error de sistema, dijo el encargado, con una sonrisa nerviosa y el teléfono pegado al oído. Él lo tomó con calma. Ni siquiera discutió. Solo se volvió hacia Sophia con una ceja levantada y esa expresión suya que siempre parecía estar a punto de reírse del mundo.—¿Plan B? —dijo, como si ya lo tuviera preparado.Y sí, lo tenía.Caminaron cuatro cuadras más, atravesando una vereda de adoquines irregulares, hasta llegar a una esquina escondida por árboles bajos y enredaderas. El cartel del nuevo restaurante era una pizarra escrita a mano con tiza blanca, medio borrada por el viento. A Sophia le gustó eso. Le gustó que no fuera pretencioso, que no tuviera luces LED ni sillas transparentes. Le gustó que oliera a pan casero antes de que cruzaran la puerta.—No es libanés —admitió Gabriel—, pero la cocinera es una señora que hace hummus como si te estuviera curando un resfriado.Sonrió. Sophia tambié
La loza del balcón estaba tibia. No caliente, no áspera, solo tibia. Como si la primavera se hubiera sentado ahí un rato antes que ella. Sophia caminaba descalza, la taza de té en una mano, la otra metida en el bolsillo de un pantalón holgado que ya tenía forma de su cuerpo. Llevaba una remera blanca, sin estampa, apenas caída de un hombro, y el pelo recogido sin mucha lógica. El viento le jugaba con los mechones sueltos, se los metía en la cara como si quisiera distraerla de sus propios pensamientos.La ciudad zumbaba allá abajo, pero desde su balcón no se escuchaban bocinas ni gritos, solo el canto intermitente de un zorzal invisible y el ruido de las hojas agitándose como papeles de diario. Era una mañana sin apuro. De esas que no se anuncian.El teléfono vibró sobre la mesa ratona. Un zumbido seco, insistente. Sophia volvió adentro con pasos lentos, como si el borde del marco fuese un umbral entre dos estados de ánimo. Miró la pantalla. Roger.—Hola —atendió sin demasiada energía.
—Papá, ¿esto va antes o después del estómago?Thomas frunció el ceño, mirando la pieza de cartón pintada con témpera azul y una etiqueta mal pegada que decía "intestino delgado". Xavier sostenía el tubo como si fuera parte de una bomba atómica. Estaban sentados en el piso de la sala, rodeados de pegamento, témperas, tijeras y recortes de papel afiche. Un verdadero campo de batalla escolar.—Después. Va conectado a esta parte —respondió Thomas, señalando con el palillo de brochette que hacía de guía improvisada—. ¿Ves? El estómago descarga acá.—Parece un laberinto —dijo Xavier, entusiasmado—. Como esos juegos de escape.Thomas sonrió. Le gustaba ese tipo de comparaciones. También le gustaba esa hora del día: cuando el sol bajaba por la ventana con una luz suave, y el mundo parecía olvidarse de ellos por un rato.La televisión estaba encendida de fondo, prácticamente sin volumen, con el programa de siempre: Ruck & Roll. Thomas había dejado el control remoto en la mesa ratona, sin prest
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo