El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.
Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla izquierda, resultado de una batalla anterior en el campo, solo acentuaban su aura de dureza. Un enorme número uno se lucía en la espalda de su camiseta color azul, indicando su posición en el campo. Era el pilar izquierdo y capitán de su equipo.
Gabriel, por otro lado, era el centro de todas las miradas. Su encanto natural y su presencia magnética no solo lo hacían destacar en el campo, sino que también atraían la admiración de los espectadores y compañeros de equipo por igual. Con su físico atlético y su actitud arrogante, Gabriel jugaba con una confianza desbordante, luciendo con orgullo el número diez en su camiseta color verde que se ajustaba a su esculpido cuerpo. Sus pases eran precisos y sus movimientos ágiles, parecían calculados por una inteligencia artificial. Sus patadas al arco tenían una precisión absoluta, y era ovacionado por todo el público, tanto el femenino como el masculino. Y no sólo porque cada puntapié se convertía en puntos para su equipo, sino porque mientras Gabriel se tomaba al menos unos minutos para saludar a los aficionados, firmarles autógrafos y sacarse fotos con ellos —especialmente con los niños— Thomas no hablaba con nadie y salía de los enfrentamientos con cara de pocos amigos, ignorando a los pocos fanáticos que tenía.
Lucas, el fiel compañero de Gabriel, se acercó luciendo el número doce estampado en la camiseta y trayendo el “Tee”, aquel soporte de plástico en el que iba a ir depositada la pelota, para que su capitán pueda hacer la patada a los palos de la enorme H que era el arco. Con su cabello corto y arreglado, Lucas no perdía oportunidad para ofrecer elogios a Gabriel, siguiéndolo a todas partes y animándolo con fervor. Colocó el soporte en el césped y luego la pelota sobre él, dejando todo listo para que Gabriel pueda patear. Antes de hacerlo, Gabriel hizo su “ritual”: Miró a la tribuna, guiñó un ojo y sonrió para su público, siendo ovacionado y gritado con entusiasmo. Pateó con fuerza la pelota, haciendo que ésta haga un bonito arco en medio de los dos palos paralelos. Una nueva conversión a su racha invicta como capitán y apertura, su posición en el equipo.
El partido estaba en sus minutos finales, y el marcador estaba ajustado. Gabriel recibió el balón en una posición prometedora, con un espacio claro delante de él para avanzar. Su sonrisa arrogante brillaba mientras se preparaba para ejecutar un movimiento espectacular que, en su mente, le aseguraría el triunfo y consolidaría aún más su estatus de estrella.
Thomas, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que Gabriel se saliera con la suya. Sus ojos se encontraron con los suyos, y una chispa de desafío se encendió entre ellos. En un movimiento decidido, Thomas se lanzó hacia adelante, dispuesto a detener a Gabriel a toda costa. El choque fue brutal. Gabriel, sorprendido por la intensidad del impacto, cayó al suelo con un golpe seco que resonó en el estadio.
—¡Eso es lo que pasa cuando te crees el rey del campo! —gritó Thomas, su voz grave retumbó sobre el ruido del público. La agresividad en su tono reflejaba años de frustración acumulada y un resentimiento profundo, especialmente por los dichos de los comentaristas y del público respecto a su actitud hosca para los aficionados del deporte.
Gabriel, aturdido, pero con su orgullo intacto, se levantó lentamente. Su expresión de sorpresa se transformó en una mueca de desdén mientras miraba a Thomas.
—¿Eso es todo lo que tienes, bestia? —lo retó, con su voz cargada de desprecio, llamándolo por el sobrenombre que la prensa le había puesto por su apariencia física y su brutalidad—. ¿Acaso no sabes jugar limpio?
Lucas se acercó rápidamente, colocándose a un lado de Gabriel y ofreciéndole una mano con una sonrisa exagerada.
—¡Vamos, Gabriel! No te dejes afectar por este tipo. ¡Eres el mejor en el campo! —decía, mientras echaba una mirada despectiva hacia Thomas, que mantenía su mirada fija en Gabriel.
Thomas no respondió, su concentración estaba en el juego. Aunque la actitud de Gabriel y el comportamiento adulador de Lucas lo irritaban, sabía que su foco debía permanecer en ganar el partido, no en las provocaciones, aunque él haya sido el provocador. Sin embargo, el altercado había dejado una marca en el ambiente. La tensión entre Thomas y Gabriel era palpable, y la rivalidad que se había cocinado a lo largo de la temporada estaba a punto de estallar como un polvorín. Y finalmente, estalló.
Cuando Thomas por fin tuvo posesión de la pelota, se dirigió hacia la zona de anotación, siendo rodeado por sus compañeros. Si lograba marcar ese try, ganarían el partido sólo por un punto, pero lo ganarían. Sólo tenía que llegar hasta la línea del in-goal y apoyar la pelota.
Pero una fuerza desconocida para él lo jaló hacia el césped, a sólo escasos centímetros de la línea de anotación. Alguien lo había tomado de la barba y jalado de ella en un tackle ilegal, aprovechándose de la cobertura de los miembros de su equipo y los del equipo rival. Sonó la bocina que indicaba el final del partido.
El silbato del árbitro se hizo escuchar, y mientras revisaban la partida en el TMO, Thomas se levantó del suelo con furia contenida pues había visto la sonrisa sínica de Gabriel mientras él caía al suelo.
—¿Quién es el del juego sucio, eh? —le gritó Thomas a Gabriel, arrojándole al pecho la pelota ovalada con gran ira.
—¿De qué estás hablando? ¡Estás cada día más loco! —exclamó Gabriel, fingiendo inocencia.
Los réferis tenían una decisión: Evidentemente no había sido try, pero tampoco habían visto el tackle ilegal que alegaba Thomas. El silbato del árbitro marcó el final del partido. Pero las broncas apenas comenzaban, porque Thomas, harto de la payaseada de Gabriel en el campo de juego, y sin ser capaz de contener más la ira acumulada por la injusta cometida por el equipo de árbitros, cerró el puño y se lo hundió en la cara a Gabriel. Más pronto que tarde, los treinta jugadores, y algunos suplentes, estaban intercambiando golpes en un burdo intento de detener la pelea iniciada.
El partido había terminado, pero la batalla entre Thomas y Gabriel apenas había comenzado. Los conflictos en el campo solo eran el preludio de una confrontación mucho más profunda que se avecinaba.
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo
Dos hombres de mediana edad se acercaron a la casita campestre. Aún no era mediodía y un delicioso aroma a comida preparándose en el horno salía de su interior. Gabriel se escondió tras un arbusto, siendo secundado por Lucas, que no dejaba escapar oportunidad para filmar todo lo acontecido.—¿Y? ¿Cómo me veo? —le preguntó Gabriel a Lucas luciendo su uniforme del equipo de rugby para el que jugaba. La camiseta verde se ajustaba a su atlético cuerpo, resaltando el contorno de cada abdominal y tendón que se marcaba en él.—¡Absolutamente impactante! ¡Te aseguro que caerá rendida a tus pies! —exclamó Lucas sin dejar de filmar—. ¡Y lo mejor de todo es que esto irá derechito a tus redes! ¡Sumarás muchos seguidores! ¡Funcionará mejor que ir al hospital a sacarse fotos con esos mocosos enfermos!—Muy bien, deséame suerte, amigo. Aunque claro que no la necesito —rio Gabriel. Ágilmente saltó la tranquera de madera que marcaba el límite de la propiedad privada y atravesó el jardín frontal con to
El suave tintineo de la bicicleta de Sophia acercándose a la entrada del club alertó al guardia de la entrada. Saliendo de la recepción, enfrentó a la recién llegada mientras sobre su cabeza se lucía el enorme cartel que indicaba el nombre del club Los Espartanos, con el perfil de un soldado, luciendo su casco, delante de una pelota de rugby.—Buenas tardes, señora —le dijo el guardia. Sophia se mordió los labios al escucharlo al guardia decirle “señora”, pero le respondió con amabilidad.—Buenas tardes, caballero. Soy la doctora Milstein. Vengo para hablar con…—Ah, sí. Me avisaron de que iba a llegar. Pase, por favor. La están esperando.—¿Hacia dónde tengo que ir? —le preguntó Sophia.—Hacia la oficina del entrenador. En este momento está ocupado, pero espérelo allí. Él ya sabe que tenía que venir hoy. Tiene que seguir derecho por este camino, doblar a la izquierda en la primera puerta que vea, siga por el pasillo derecho. Va a ver una máquina expendedora, ahí no. Doble a la derech
Ya fuera, Sophia tomó una respiración profunda, intentando calmar los latidos acelerados de su corazón. El encuentro con Thomas Sclavi había sido exactamente lo que temía: intenso, desafiante, y con una sensación palpable de peligro latente. Sin embargo, sabía que no podía dejarse intimidar. Ella había manejado situaciones complejas antes y, aunque Sclavi era un hombre formidable, también era su trabajo ayudarlo a cumplir con su sentencia. El honor y el prestigio de su padre dependían de eso.Mientras esperaba en el pasillo, el sonido de los gritos y risas de los jugadores atravesaban la pared del vestuario, creando una atmósfera vibrante, pero cargada. El club de rugby parecía ser un lugar tan imponente como sus miembros. Sophia, sin embargo, se obligó a centrarse en lo que venía. Tenía que encontrar una manera de manejar a Thomas sin perder su control ni su profesionalismo. Los minutos pasaban y ella seguía allí, con la espalda pegada a la pared del pasillo del club, esperando a que
Thomas llegó al Bodegón de Carlos, con el corazón en un puño y secundado por sus amigos. El lugar estaba lleno de gente que charlaba animadamente, y la música era enérgica y alegre. Totalmente lo contrario al malhumor generalizado del capitán del equipo de Los Espartanos.—¡Ya les dije que me dejen solo! —les gruñó Thomas a sus amigos—. ¡No hace falta que estén ustedes tres!—¡Claro que sí! Seremos testigos de tu buen comportamiento —aseguró Castor.Athos observó el reloj. Habían llegado diez minutos después de la nueve a causa del tráfico, y Sophia aún no estaba en el bodegón.—Ya tendría que estar aquí… ¿Por qué no está aquí? —le gritó Thomas a Athos.—Ten paciencia, amigo. Recuerda el tráfico que hubo cuando vinimos. Debe tener el mismo problema. Más si viene en bicicleta, con la oscuridad y la gente circulando como loca, debe ser precavida. —Athos intentaba mantener a raya a Thomas que se comía las uñas de los nervios.Sin embargo, Monty —un poco más despierto que el resto de sus
Sophia se despertó al otro día con dolor de cabeza y cuello. Se la había pasado llorando toda la noche cuando salió y vio el penoso estado en que había quedado su jardín luego del arrebato de ira de Thomas.Durante la noche, la mujer había encendido la linterna de su celular y evaluado el daño que aquel loco había provocado en su casa: Sus flores habían terminado arrancadas de cuajo y pisoteadas. Violentas y profundas huellas de neumáticos ahora señalaban un camino de destrucción. Dos árboles frutales tenían las ramas rotas, ramas que tenían frutos madurando y que había cuidado por todo un año, y su huerto de hierbas aromáticas estaba totalmente arruinado. Pero lo más grave de todo era la tranquera de madera, completamente inservible, pues la violencia con la que Thomas había embestido contra ella había provocado que las bisagras sean violentamente arrancadas de la puerta, destrozando la madera en el interín, partiéndola y astillándola.La mujer, por primera en varios meses, se quedó