Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.
—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.
—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.
—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en frente a comer un sándwich y luego se iba pedaleando en la bicicleta hacia el hogar de ancianos. Era un reloj.
—Tienes razón —dijo con una sonrisa Ernesto. Le tendió la mano—. ¿Quieres que te guarde el bolso mientras trabajas?
—El bolso no, porque tengo mis libros aquí. Pero si puedes cuidarme esto… Me aliviarías mucho peso. —Sophia le pasó el frasco de mermelada. Ernesto lo tomó, y luego de prometerle que sólo comería una cucharada, la mujer se despidió de él para ingresar al elevador.
Las puertas se abrieron en el piso del salón de juegos y lectura, donde ya tenía todo listo para leerle a los pequeños que la esperaban y que querían escuchar las historias que les compartía. Lleno de cojines, almohadones, juguetes y colores, el salón de juegos albergaba todo tipo de entretenimientos para aquellos pacientes que, como Valentina, estaban cursando alguna enfermedad. Y a los que no podían salir por encontrarse aislados, le enviaban a algún amigo con que jugar. Los niños llegaron puntuales acompañados por sus padres, o por algún enfermero o acompañante, para escuchar a Sophia una vez más. Y luego de una hora de leerles diferentes cuentos, la muchacha se despidió de la joven audiencia para ir a visitar a Valentina.
Ascendió al ala de oncología, donde se le permitió el ingreso como siempre, y entró a la habitación donde Valentina la esperaba.
—¡Sophia! —exclamó la niñita. No tenía cabello, ni cejas ni pestañas, pero sí una sonrisa radiante que le iluminaba el alma a cualquiera. Sophia se acercó a ella, luciendo el camisolín con el que se vestía cada vez que ingresaba y le dio un abrazo.
—¡Cada día más hermosa, mi querida niña! —sonrió la mujer.
—¡Me gusta esa blusa que llevas, pareces un hada! —exclamó la niña observando su atuendo.
—¡Gracias! Es una de mis favoritas. —Sophia tomó asiento mientras sacaba el libro dedicado para la pequeña—. ¿Lista para saber cómo continúan las aventuras de Harry Potter?
—¡Sí, sigamos por favor!
Invirtieron una hora leyendo al menos tres, o cuatro capítulos. Sophia le ponía voz diferente a cada personaje, y Valentina se reía de las ocurrencias de cierto par de gemelos pelirrojos. Para cuando se cumplió el tiempo establecido, Sophia guardó el libro.
—Ya tengo que irme —dijo apenada. Antes de que la mujer se vaya, Valentina le dio un obsequio: Un muñequito tejido por ella.
—Como tengo mucho tiempo, mi abuelita me está enseñando a tejer al crochet. Intenté hacer a Harry, pero creo que me salió muy cabezón.
Evidentemente el muñeco estaba muy desproporcionado. La cabeza era monstruosamente grande a comparación del resto del cuerpo, y el cabello parecía un erizo por la cantidad de hilo que había usado, pero Valentina lo había hecho con sus manos en una muestra de amor. Así que asegurando que era el mejor regalo del mundo —y lo era— Sophia tomó el muñequito.
Mientras abandonaba el pabellón de oncología, la mujer se encontró de frente con alguien con quien no tenía mucho trato. Gabriel, secundado por su amigo y compañero Lucas (quien estaba filmándolo con su teléfono), la saludó desde el otro extremo de la sala en el que estaba el elevador.
Sophia, con el muñeco de Valentina aún entre sus manos, se detuvo al escuchar la voz de Gabriel, ese tono altanero y seguro de sí mismo que resonaba en el pasillo como si fuera el centro de atención, incluso en un lugar tan delicado como un hospital infantil. Gabriel avanzaba hacia ella, acompañado por Lucas, quien le seguía con una risa cómplice.
— ¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —dijo Gabriel con una sonrisa que podría haber sido encantadora, si no fuera por la condescendencia que la acompañaba—. ¿Otra vez leyendo cuentos a los niños, Sophia?
El tono de su voz implicaba que era algo trivial, como si su tiempo en el hospital no fuera más que una curiosidad pasajera. Sophia, sin perder su compostura, le dedicó una sonrisa educada, pero sin entusiasmo.
—Así es —respondió, sujetando el muñeco con delicadeza. Su mirada se dirigió un segundo hacia Lucas, quien mantenía una expresión entre divertida e incómoda, como si estuviera acostumbrado a ser espectador en las maniobras de Gabriel.
Con una media sonrisa, Gabriel tapó el lente de la cámara del teléfono de Lucas, indicándole que no quería que filme eso. Gabriel, alto y corpulento, llevaba puesta una chaqueta deportiva ajustada que destacaba cada músculo. Estaba claro que disfrutaba de la atención que su físico atraía, y no dudaba en usarlo a su favor. Se inclinó ligeramente hacia Sophia, lo justo para que sus palabras llegaran a ella en un tono más íntimo.
—Debo decir que es admirable lo que haces aquí, pero, dime… —Gabriel se cruzó de brazos y lanzó una mirada rápida al muñeco—, ¿no crees que podrías estar usando tu tiempo en algo… más emocionante?
Soltó una risa baja, como si lo que acababa de decir fuera una broma entre ellos, algo que ella seguramente entendería y con lo que se reiría también. Broma que únicamente captó Lucas, porque Sophia no mordió el anzuelo. Su rostro permaneció sereno, casi despreocupado, mientras acomodaba el muñeco en su bolso.
Levantó la mirada, calmada y segura.
— Para mí, no hay nada más emocionante que ver la sonrisa de los niños después de leerles —dijo, con esa dulzura tranquila que contrastaba fuertemente con la energía imponente de Gabriel.
Él, acostumbrado a ser el foco de admiración, se encontró desconcertado por la falta de reacción. Su sonrisa se congeló un instante antes de recomponerse, y cambió de táctica, inclinándose aún más hacia ella.
— Eso suena... encantador. Pero si alguna vez te apetece algo más… emocionante fuera de este lugar, ya sabes dónde encontrarme —dijo con un guiño, dando por sentado que su oferta resultaría tentadora—. De hecho, los chats de mis redes sociales siempre están abiertos para ti, hermosa. A la hora que sea.
Sophia apenas parpadeó. Con una calma inmutable, le dedicó una sonrisa educada y luego, simplemente, se giró hacia el ascensor. Presionó el botón para bajar, sin ofrecerle más atención.
—No creo que lo necesites, Gabriel —respondió mientras las puertas se abrían—. Pero gracias por la sugerencia.
El tono era educado, pero claro en su indiferencia. Sin esperar respuesta, Sophia entró en el ascensor, dejando a Gabriel con su orgullo herido. Lucas, notando el cambio en su amigo, se aclaró la garganta, buscando suavizar la situación.
— ¿Todo bien, Gabo? —preguntó, aunque la sonrisa en su rostro mostraba que sabía muy bien que Gabriel no estaba acostumbrado a ser ignorado de esa manera.
Gabriel se quedó mirando el elevador que se cerraba ante él, la mandíbula estaba apretada y la mente ya trabajaba rápidamente para decidir cómo responder a la inesperada indiferencia de Sophia. No estaba acostumbrado a que lo ignoraran, y mucho menos en un lugar donde solía ser el centro de atención.
—Ya veremos. —murmuró, con un brillo en los ojos que prometía que no dejaría las cosas así.
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo
Dos hombres de mediana edad se acercaron a la casita campestre. Aún no era mediodía y un delicioso aroma a comida preparándose en el horno salía de su interior. Gabriel se escondió tras un arbusto, siendo secundado por Lucas, que no dejaba escapar oportunidad para filmar todo lo acontecido.—¿Y? ¿Cómo me veo? —le preguntó Gabriel a Lucas luciendo su uniforme del equipo de rugby para el que jugaba. La camiseta verde se ajustaba a su atlético cuerpo, resaltando el contorno de cada abdominal y tendón que se marcaba en él.—¡Absolutamente impactante! ¡Te aseguro que caerá rendida a tus pies! —exclamó Lucas sin dejar de filmar—. ¡Y lo mejor de todo es que esto irá derechito a tus redes! ¡Sumarás muchos seguidores! ¡Funcionará mejor que ir al hospital a sacarse fotos con esos mocosos enfermos!—Muy bien, deséame suerte, amigo. Aunque claro que no la necesito —rio Gabriel. Ágilmente saltó la tranquera de madera que marcaba el límite de la propiedad privada y atravesó el jardín frontal con to
El suave tintineo de la bicicleta de Sophia acercándose a la entrada del club alertó al guardia de la entrada. Saliendo de la recepción, enfrentó a la recién llegada mientras sobre su cabeza se lucía el enorme cartel que indicaba el nombre del club Los Espartanos, con el perfil de un soldado, luciendo su casco, delante de una pelota de rugby.—Buenas tardes, señora —le dijo el guardia. Sophia se mordió los labios al escucharlo al guardia decirle “señora”, pero le respondió con amabilidad.—Buenas tardes, caballero. Soy la doctora Milstein. Vengo para hablar con…—Ah, sí. Me avisaron de que iba a llegar. Pase, por favor. La están esperando.—¿Hacia dónde tengo que ir? —le preguntó Sophia.—Hacia la oficina del entrenador. En este momento está ocupado, pero espérelo allí. Él ya sabe que tenía que venir hoy. Tiene que seguir derecho por este camino, doblar a la izquierda en la primera puerta que vea, siga por el pasillo derecho. Va a ver una máquina expendedora, ahí no. Doble a la derech
Ya fuera, Sophia tomó una respiración profunda, intentando calmar los latidos acelerados de su corazón. El encuentro con Thomas Sclavi había sido exactamente lo que temía: intenso, desafiante, y con una sensación palpable de peligro latente. Sin embargo, sabía que no podía dejarse intimidar. Ella había manejado situaciones complejas antes y, aunque Sclavi era un hombre formidable, también era su trabajo ayudarlo a cumplir con su sentencia. El honor y el prestigio de su padre dependían de eso.Mientras esperaba en el pasillo, el sonido de los gritos y risas de los jugadores atravesaban la pared del vestuario, creando una atmósfera vibrante, pero cargada. El club de rugby parecía ser un lugar tan imponente como sus miembros. Sophia, sin embargo, se obligó a centrarse en lo que venía. Tenía que encontrar una manera de manejar a Thomas sin perder su control ni su profesionalismo. Los minutos pasaban y ella seguía allí, con la espalda pegada a la pared del pasillo del club, esperando a que
Thomas llegó al Bodegón de Carlos, con el corazón en un puño y secundado por sus amigos. El lugar estaba lleno de gente que charlaba animadamente, y la música era enérgica y alegre. Totalmente lo contrario al malhumor generalizado del capitán del equipo de Los Espartanos.—¡Ya les dije que me dejen solo! —les gruñó Thomas a sus amigos—. ¡No hace falta que estén ustedes tres!—¡Claro que sí! Seremos testigos de tu buen comportamiento —aseguró Castor.Athos observó el reloj. Habían llegado diez minutos después de la nueve a causa del tráfico, y Sophia aún no estaba en el bodegón.—Ya tendría que estar aquí… ¿Por qué no está aquí? —le gritó Thomas a Athos.—Ten paciencia, amigo. Recuerda el tráfico que hubo cuando vinimos. Debe tener el mismo problema. Más si viene en bicicleta, con la oscuridad y la gente circulando como loca, debe ser precavida. —Athos intentaba mantener a raya a Thomas que se comía las uñas de los nervios.Sin embargo, Monty —un poco más despierto que el resto de sus
Sophia se despertó al otro día con dolor de cabeza y cuello. Se la había pasado llorando toda la noche cuando salió y vio el penoso estado en que había quedado su jardín luego del arrebato de ira de Thomas.Durante la noche, la mujer había encendido la linterna de su celular y evaluado el daño que aquel loco había provocado en su casa: Sus flores habían terminado arrancadas de cuajo y pisoteadas. Violentas y profundas huellas de neumáticos ahora señalaban un camino de destrucción. Dos árboles frutales tenían las ramas rotas, ramas que tenían frutos madurando y que había cuidado por todo un año, y su huerto de hierbas aromáticas estaba totalmente arruinado. Pero lo más grave de todo era la tranquera de madera, completamente inservible, pues la violencia con la que Thomas había embestido contra ella había provocado que las bisagras sean violentamente arrancadas de la puerta, destrozando la madera en el interín, partiéndola y astillándola.La mujer, por primera en varios meses, se quedó
Un viento amenazador y frío corría por toda la ciudad. El clima había cambiado abruptamente, una vez más. De pasar de tener una hermosa temperatura de veinte a veinticinco grados, ahora Los Espartanos tenían que recibir el gélido ventarrón en sus rodillas y piernas desnudas mientras entrenaban en el campo de rugby. Hoy tocaba físico, y Thomas podía dejar salir un poco de la frustración que sentía corriendo como un loco y tackleando a sus compañeros de equipo.Había faltado las primeras dos semanas de su condena social. De hecho, aquella molesta mujer le seguía mandando mensajes, “recordándole” amablemente el horario y el lugar en el cual lo iba a estar esperando, pero él nunca respondía; ni siquiera para decirle que no iba a ir. Así como ella lo había plantado en El Bodegón de Carlos, Thomas estaba devolviéndole el favor. E iba a seguir así hasta que Sophia le pida perdón: Por haberlo dejado plantado y por no ir a cenar con él cuando fue a pedírselo a su casa.La alta figura de Red se
Una horda de rugbiers vistiendo camisetas verdes entró al vestuario. Todos reían y hablaban animadamente, todos salvo uno: Gabriel. No había sido una buena práctica para él, por primera vez en su vida había errado la patada a los palos, y eso era algo que no se podía permitir, su racha invicta estaba en juego. Se quitó la camiseta luciendo sus abdominales y pectorales, marcados y tonificados, y se desplomó en el banco mientras se limpiaba la cara con la camiseta toda sudada.—¡Hey, muchachos! ¿Saben cómo le dicen a Gabriel? —dijo uno de sus compañeros. Gabriel lo miró con mala cara—. Araña de sótano: ¡Puro culo!La carcajada en el vestuario fue generalizada, excepto Gabriel que seguía mirando a sus compañeros con ganas de asesinarlos.—¿Saben cual es la comida favorita de Gabo? —preguntó otro, los muchachos dijeron que no riendo a carcajadas—. ¡La milanesa de nalga!Otra vez las risas se hicieron escuchar.—¿Saben a qué se dedica Gabriel cuando no juega al rugby? ¡Es delivery! —exclam