El suave tintineo de la bicicleta de Sophia acercándose a la entrada del club alertó al guardia de la entrada. Saliendo de la recepción, enfrentó a la recién llegada mientras sobre su cabeza se lucía el enorme cartel que indicaba el nombre del club Los Espartanos, con el perfil de un soldado, luciendo su casco, delante de una pelota de rugby.
—Buenas tardes, señora —le dijo el guardia. Sophia se mordió los labios al escucharlo al guardia decirle “señora”, pero le respondió con amabilidad.
—Buenas tardes, caballero. Soy la doctora Milstein. Vengo para hablar con…
—Ah, sí. Me avisaron de que iba a llegar. Pase, por favor. La están esperando.
—¿Hacia dónde tengo que ir? —le preguntó Sophia.
—Hacia la oficina del entrenador. En este momento está ocupado, pero espérelo allí. Él ya sabe que tenía que venir hoy. Tiene que seguir derecho por este camino, doblar a la izquierda en la primera puerta que vea, siga por el pasillo derecho. Va a ver una máquina expendedora, ahí no. Doble a la derecha en la segunda esquina. Y camine hasta ver un dispenser de agua. La puerta que está al frente del dispenser es la del entrenador. Espérelo allí, por favor. No hay pierde.
Algo perdida por la explicación del guardia, pero avergonzada por no haberlo entendido a la primera, Sophia le siguió la corriente tratando de entender las curiosas indicaciones del personal.
Caminando en silencio, y con el sonido de sus sandalias retumbando a lo largo y ancho de los pasillos, Sophia se movilizó a la oficina del entrenador. Se escuchaban algunas indicaciones y gritos a lo lejos, seguramente de algún equipo en plena práctica… Tratando de recordar las indicaciones para poder llegar al tan ansiado despacho, encontró el dispenser de agua, pero cuando abrió la puerta que estaba justo frente a éste, no encontró un escritorio, sino que había entrado en un vestuario. Adentro olía fuertemente a sudor y pies, y todo se encontraba repleto de ropas de diferentes colores y algunos bolsos.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina, profunda y gruesa, desde algún lugar que los ojos de Sophia no llegaban a ver.
—Perdón… Estaba intentando llegar al despacho del entrenador y… me perdí… —respondió la mujer con un hilo de voz.
—¿Acaso nadie te enseñó a no entrar en un vestuario de hombres? —quiso saber aquella voz. Tenía algo en su tono y forma de hablar que hacía que Sophia se ponga nerviosa.
—Y-Yo… Lo lamento mucho… Ya me voy… —tartamudeó Sophia luego de tragar saliva.
—¿Para qué buscabas al entrenador?
—Soy… soy la doctora Sophia Milstein… Y vengo por la suspensión del juicio a prueba de uno de sus jugadores…
—¿Qué jugador?
Sophia intentó mantener la compostura en esa situación, especialmente cuando aquel hombre le estaba exigiendo que le revele información clasificada.
—Lo lamento mucho, pero no puedo revelarle esa información. Es parte de mi secreto profesional —le respondió.
Se escucharon unos chasquidos rítmicos por todo el vestuario, y por la esquina se asomó un hombre de mediana edad y enorme espalda. Con una mirada que podría paralizar a cualquiera con sus profundos ojos marrones, y una cicatriz en la nariz que le atravesaba parte de la cara, perdiéndose en la barba tupida y larga que le llegaba hasta el inicio del esternón, observó a la recién llegada intensamente. Completamente sudado, vestía únicamente unos pantalones cortos de color blanco, con algunas manchas verdes producidas por la clorofila del pasto, un par de medias que le llegaban hasta la rodilla y unos botines, que eran los responsables de los chasquidos que se escuchaban al chocar los tapones en el suelo del vestuario. Aquel vikingo salió de su escondite. Tenía ambos brazos llenos de tatuajes y un aura que le indicaba a Sophia que su carácter no era nada fácil de manejar.
—Yo soy ese jugador —respondió con voz gruesa confirmando los temores de la mujer—. Thomas Sclavi. Un gusto conocerla, doctora.
Sophia tragó saliva al escuchar el nombre del hombre frente a ella. Sabía por los detalles que su padre le había brindado que era un jugador de rugby con fama de duro, imponente y, según los rumores, un tanto peligroso. Pero también sabía que, sin importar las circunstancias que la habían traído hasta esta situación, era su deber mantener la compostura y profesionalismo, por más que la presencia de Sclavi la pusiera incómoda.
—El gusto es mío —respondió Sophia, intentando controlar el temblor en su voz mientras extendía una mano—. Vengo a coordinar las sesiones de trabajo comunitario que usted debe cumplir como parte de su acuerdo con la justicia.
Thomas la observó en silencio por un largo momento, como si estuviera evaluando cada gesto y palabra que pudiera decir. Luego, sin más, se acercó a Sophia mientras se ponía una toalla sobre el hombro. La mujer pudo apreciarlo con más detalle: Debajo de la mata de vello corporal que tenía en el pecho y estómago, se podían ver cicatrices de diferentes tamaños; y Sophia pensó que, si de lejos Sclavi daba miedo, de cerca era aún más imponente. Thomas, en cambio, observó la fachada que brindaba la abogada, desde los colores de su ropa, el estilo que usaba, los enormes ojos —abiertos de par en par— que lo miraban desde dos palmos por debajo de su cabeza, y su pequeña y delicada mano, tan blanca como la nieve, que se extendía hacia él. Pero en lugar de estrecharla, simplemente la miró y soltó una leve sonrisa burlona.
—Ya veo —murmuró, sin tocar su mano—. Así que eres la encargada de asegurarte de que cumpla con mi condena. ¿Y si no lo hago? La decisión que tomó el tribunal fue totalmente injusta.
Sophia bajó lentamente su mano, sintiendo la tensión en el aire aumentar. No estaba allí para intimidar a Thomas, ni para amenazarlo; sin embargo, sabía que debía dejar clara su autoridad en la situación. Respiró hondo y, con una calma inesperada, respondió:
—No estoy aquí para controlar lo que haga o no, señor Sclavi. Solo para coordinar. Pero, como sabrá, el acuerdo que ha firmado es claro. Si no cumple, podría enfrentar consecuencias mucho más serias. Y créame, preferiría no tener que ser yo quien informe de eso al juzgado. Trate de verme como su aliada, no como su enemiga.
Thomas soltó una carcajada áspera, sacudiendo su cabeza mientras caminaba hacia un banco y se sentaba con un pesado suspiro. Sus ojos se posaron en ella, con un brillo que Sophia no pudo descifrar del todo.
—Mira, doctora Milstein —dijo en tono bajo, casi despectivo—. No soy del tipo que sigue órdenes fácilmente. Y mucho menos de alguien como tú, que no tiene idea de lo que es estar en mi lugar.
Sophia sintió una mezcla de incomodidad e indignación al escuchar sus palabras. No quería que la conversación se desviara hacia ataques personales, pero tampoco iba a dejar que él la menospreciara.
—No estoy aquí para discutir sobre nuestras diferencias, Thomas —dijo tuteándolo y siguiendo su tono despectivo al hablar—. Estoy aquí porque ambos sabemos que tienes que cumplir con tu sentencia. Y te aseguro que, aunque creas que no lo comprendo, he visto a muchas personas en situaciones difíciles. Mi único objetivo es ayudarte a que esta experiencia sea lo más constructiva posible para ti. Pero depende de ti si decides aprovecharla o no.
Thomas la miró fijamente. Sophia sintió que el peso de su mirada la traspasaba, pero no se inmutó. Se mantuvo firme, manteniendo el contacto visual, sin dejarse intimidar por el gigante de rugbier que tenía frente a ella.
Después de lo que pareció una eternidad, Thomas se puso de pie y le dio la espalda.
—Está bien, doctora. Vamos a jugar según tus reglas... por ahora.
Sophia asintió, aunque en su interior sabía que aquel "por ahora" era más que una advertencia. Pero, al menos, era un inicio.
—Espérame afuera para que te lleve a la oficina del entrenador —masculló Thomas sin darle la oportunidad de responder. Sophia lo miró sin entender.
—¿Afuera? —preguntó con inocencia.
—¿Acaso quieres ver cómo me cambio delante de ti? —gruñó levantando la voz girándose levemente para ver a la mujer con rostro severo.
—No —respondió Sophia.
—¡Vete, entonces! —ordenó el rugbier.
Sophia, con el rostro enrojecido, dio un paso hacia atrás, sintiendo la humillación recorrer su cuerpo. No respondió a la orden de Thomas, simplemente se dio media vuelta y salió del vestuario con la cabeza en alto, aunque en su interior las emociones se acumulaban con fuerza.
Una vez sólo en el vestuario, Thomas se quitó el pantalón blanco mientras recordaba la forma de los ojos de la mujer y su peculiar color, la forma de su rostro y como éste se había ruborizado. Con un gruñido, apartó esos pensamientos de su cabeza y tomó sus cosas para ducharse.
Ya fuera, Sophia tomó una respiración profunda, intentando calmar los latidos acelerados de su corazón. El encuentro con Thomas Sclavi había sido exactamente lo que temía: intenso, desafiante, y con una sensación palpable de peligro latente. Sin embargo, sabía que no podía dejarse intimidar. Ella había manejado situaciones complejas antes y, aunque Sclavi era un hombre formidable, también era su trabajo ayudarlo a cumplir con su sentencia. El honor y el prestigio de su padre dependían de eso.Mientras esperaba en el pasillo, el sonido de los gritos y risas de los jugadores atravesaban la pared del vestuario, creando una atmósfera vibrante, pero cargada. El club de rugby parecía ser un lugar tan imponente como sus miembros. Sophia, sin embargo, se obligó a centrarse en lo que venía. Tenía que encontrar una manera de manejar a Thomas sin perder su control ni su profesionalismo. Los minutos pasaban y ella seguía allí, con la espalda pegada a la pared del pasillo del club, esperando a que
Thomas llegó al Bodegón de Carlos, con el corazón en un puño y secundado por sus amigos. El lugar estaba lleno de gente que charlaba animadamente, y la música era enérgica y alegre. Totalmente lo contrario al malhumor generalizado del capitán del equipo de Los Espartanos.—¡Ya les dije que me dejen solo! —les gruñó Thomas a sus amigos—. ¡No hace falta que estén ustedes tres!—¡Claro que sí! Seremos testigos de tu buen comportamiento —aseguró Castor.Athos observó el reloj. Habían llegado diez minutos después de la nueve a causa del tráfico, y Sophia aún no estaba en el bodegón.—Ya tendría que estar aquí… ¿Por qué no está aquí? —le gritó Thomas a Athos.—Ten paciencia, amigo. Recuerda el tráfico que hubo cuando vinimos. Debe tener el mismo problema. Más si viene en bicicleta, con la oscuridad y la gente circulando como loca, debe ser precavida. —Athos intentaba mantener a raya a Thomas que se comía las uñas de los nervios.Sin embargo, Monty —un poco más despierto que el resto de sus
Sophia se despertó al otro día con dolor de cabeza y cuello. Se la había pasado llorando toda la noche cuando salió y vio el penoso estado en que había quedado su jardín luego del arrebato de ira de Thomas.Durante la noche, la mujer había encendido la linterna de su celular y evaluado el daño que aquel loco había provocado en su casa: Sus flores habían terminado arrancadas de cuajo y pisoteadas. Violentas y profundas huellas de neumáticos ahora señalaban un camino de destrucción. Dos árboles frutales tenían las ramas rotas, ramas que tenían frutos madurando y que había cuidado por todo un año, y su huerto de hierbas aromáticas estaba totalmente arruinado. Pero lo más grave de todo era la tranquera de madera, completamente inservible, pues la violencia con la que Thomas había embestido contra ella había provocado que las bisagras sean violentamente arrancadas de la puerta, destrozando la madera en el interín, partiéndola y astillándola.La mujer, por primera en varios meses, se quedó
Un viento amenazador y frío corría por toda la ciudad. El clima había cambiado abruptamente, una vez más. De pasar de tener una hermosa temperatura de veinte a veinticinco grados, ahora Los Espartanos tenían que recibir el gélido ventarrón en sus rodillas y piernas desnudas mientras entrenaban en el campo de rugby. Hoy tocaba físico, y Thomas podía dejar salir un poco de la frustración que sentía corriendo como un loco y tackleando a sus compañeros de equipo.Había faltado las primeras dos semanas de su condena social. De hecho, aquella molesta mujer le seguía mandando mensajes, “recordándole” amablemente el horario y el lugar en el cual lo iba a estar esperando, pero él nunca respondía; ni siquiera para decirle que no iba a ir. Así como ella lo había plantado en El Bodegón de Carlos, Thomas estaba devolviéndole el favor. E iba a seguir así hasta que Sophia le pida perdón: Por haberlo dejado plantado y por no ir a cenar con él cuando fue a pedírselo a su casa.La alta figura de Red se
Una horda de rugbiers vistiendo camisetas verdes entró al vestuario. Todos reían y hablaban animadamente, todos salvo uno: Gabriel. No había sido una buena práctica para él, por primera vez en su vida había errado la patada a los palos, y eso era algo que no se podía permitir, su racha invicta estaba en juego. Se quitó la camiseta luciendo sus abdominales y pectorales, marcados y tonificados, y se desplomó en el banco mientras se limpiaba la cara con la camiseta toda sudada.—¡Hey, muchachos! ¿Saben cómo le dicen a Gabriel? —dijo uno de sus compañeros. Gabriel lo miró con mala cara—. Araña de sótano: ¡Puro culo!La carcajada en el vestuario fue generalizada, excepto Gabriel que seguía mirando a sus compañeros con ganas de asesinarlos.—¿Saben cual es la comida favorita de Gabo? —preguntó otro, los muchachos dijeron que no riendo a carcajadas—. ¡La milanesa de nalga!Otra vez las risas se hicieron escuchar.—¿Saben a qué se dedica Gabriel cuando no juega al rugby? ¡Es delivery! —exclam
Cubriéndose con el paraguas, Sophia ingresó a su auto. Aquella lluvia los había sorprendido, algo que no era normal para iniciar el mes de octubre, pero esa alternancia en el clima era un clásico de todos los años. Se encontraban en plena primavera y el clima estaba sumamente cambiante: Si una mañana había un sol espectacular, con una temperatura agradable al cuerpo, lo más probable era que al mediodía uno esté asándose, sudando a mares por el calor que había, para finalizar el día temblando de frío y sacando la ropa de invierno del armario.La mujer dejó sus cosas en el asiento del acompañante y encendió el motor del auto para moverse con lentitud y cuidado hacia el siguiente hospicio: El hogar de ancianos “Justo Juez”. Ya le había mandado un mensaje a Thomas de que iba a estar allí, como todos los días en los que tenía que realizar su labor de voluntaria, pero él nunca aparecía. Ya habían pasado dos semanas desde el inicio de su probation y aún no había asistido ni una sola vez a ni
Cuando Sophia hizo acto de presencia, interrumpiendo la charla entre él y el Oso, Thomas entendió que ya se había cumplido el tiempo de la visita.—¿Ya nos vamos? —preguntó, solo para confirmar lo que suponía.—Sí, ya terminó tu primer día —le dijo con una sonrisa la mujer.—Vaya… Se fue… muy rápido, ¿no? —suspiró Thomas. Sophia lo observó con interés; aparentemente, Thomas no quería irse, algo que le sorprendió, pues no se imaginaba esa reacción en él. Esperaba que su pupilo esté feliz por haber terminado un día de su condena, especialmente luego de perder el tiempo en un hogar de ancianos, escuchando historias de gente que ya tiene un pie en la tumba, cuando podría estar haciendo otra cosa.Thomas se despidió de Don Augusto con un apretón de manos, y dejó al anciano donde estaba, sentado en el sillón, mirando hacia el exterior por la ventana, observando la lluvia que caía con mucha menor intensidad que hacía una hora. Sophia tomó sus cosas y se dirigió a la salida acompañada por Tho
Thomas se estacionó frente a la casa de su ex, con las manos apretadas sobre el volante. Su camioneta rugía suavemente, acompañando el latido agitado de su corazón. Ese viernes se suponía que podía pasar tiempo con Xavier, su hijo. Sin embargo, las cosas nunca eran tan simples cuando se trataba de ella.Miró su teléfono una vez más, repasando los mensajes de la última semana. «Xavier no va contigo este fin de semana. Nos vamos de viaje, así que no nos molestes.» Uno de tantos textos secos y cortantes. Sabía que no podía responder con ira o frustración. Había aprendido por las malas que cada palabra en falso podía ser utilizada en su contra. Pero eso no cambiaba el vacío que sentía cada vez que lo apartaban de su hijo. Xavier significaba más para él de lo que podía expresar, aunque rara vez tenía la oportunidad de demostrarlo.Finalmente, apagó el motor y salió del vehículo. Tocó el timbre, esperando lo peor. El viento soplaba suavemente, pero el ambiente era pesado, cargado de tensión