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Un colibrí en la ventana

Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.

Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.

—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.

—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándose a ella para abrazarla una vez que Sophia les abrió la tranquera de madera para que pudieran pasar.

—No pasa nada. Me imaginé que venían —le confesó la mujer. Su padre la miró extrañado.

—¿Cómo sabías? —quiso saber.

—Me lo contó un colibrí —fue toda la respuesta que Sophia les dio.

Una vez dentro de la casa, Sophia les ofreció alguna infusión a sus padres. Mientras su padre tomaba un delicioso café, su madre se contentó con una taza de té de frutos rojos, pero no rechazó la invitación de su hija a comer algo de la pastelería que sus propias manos habían horneado. Así que mientras las tazas subían y bajaban, y los pedazos de torta eran saboreados, la familia se puso al día.

—Sigo diciendo que te mudaste muy lejos, hija —repitió su padre luego de tragar el pedazo de torta que estaba masticando—. Y veo que casi no usas el automóvil que te compraste.

—No lo necesito para los lugares a los que voy, papá. Además, me paso todo el día sentada, escribiendo. Entenderás que algo de ejercicio tengo que hacer. —Sophia le respondió a su padre con la misma calma con la que había tratado a Gabriel hacía unas horas atrás—. Más que suficiente usarlo en los días de lluvia o mucho frío, pero ahora que está empezando a hacer más calor, veo innecesario usar el auto. A menos que haga demasiado calor. Y de paso ahorro en combustible.

—No tendrías ese problema si vivieras más cerca de la ciudad —observó su padre.

—Lo sé, pero yo soy feliz aquí. Cada mañana es única, y me hace sentir viva. Cosa que no me sentía cuando vivía en la ciudad.

El silencio se apoderó de los allí presentes, siendo roto por el sorbido de las infusiones y el canto de los pájaros.

—Varias veces los invité a venir a dormir, al menos una noche, para que se despierten llenos de energía, pero siempre me dicen que no —les recordó Sophia.

Su madre iba a responder, pero su padre la interrumpió.

—Entenderás que tengo mucho trabajo, hija. No puedo llevar adelantes los juicios yo sólo. Antes cuando me ayudabas era todo mucho más fácil. ¿Para qué terminaste la carrera de abogacía si no la ejerces?

—Ya hablamos del tema, papá. Me gusta la libertad que me da la escritura.

—Serías más libre con un buen pasar económico.

—¿Acaso me ves pasando hambre?

—No, pero…

—Entiendo que te preocupes por mí. Pero soy feliz con mi vida así tal y cómo está: Leyendo y escribiendo.

—¿Cómo te fue con el caso de este muchacho con mala conducta? —fue la madre de Sophia quien desvió el tema de la conversación. Su esposo la miró y suspiró.

—Pues… Muy mal la verdad. No es la primera vez que tiene una conducta así, tan poco profesional. Yo entiendo todos los problemas por los que pasa, pero eso no le da permiso a que vaya por la vida golpeando a los demás.

—¿De qué hablas, papá? —quiso saber Sophia.

—Tengo un cliente que ya tuvo varios problemas de conducta y de agresividad. Su actitud es muy poco profesional y deja mucho que desear. Y tras el último problema que tuvo el juez fue muy claro con él: Tiene que cumplir una condena de servicio comunitario por todo un año o irá a la cárcel por agresión y lesiones. Es su última oportunidad. El problema es que ya todo el mundo conoce su carácter y su forma de ser, y no encuentro una organización o fundación que lo quiera recibir por todo un año. En resumen, mi cliente irá a la cárcel.

Sophia suspiró. Entendió la gravedad de la situación, especialmente para el prestigio de su padre.

—Yo me ofrezco —le dijo muy segura de sí misma. Sus padres la miraron impresionados.

—¿Qué? —repitió su madre.

—Yo me ofrezco para que cumpla su servicio comunitario. Sabes que soy la administradora de mi grupo de lectura comunitaria, y yo manejo a todo el personal que se acepta o se rechaza. Me imagino que el juez no especificó en qué tenía que consistir su servicio comunitario, ¿no? Bueno, en ese caso tu cliente ya tiene cómo cumplir su condena social. Y si hay una orden de un juez de por medio, la presidenta del grupo no podrá ponerme ni un pero.

—Pero, hija. Tú no lo conoces… Tiene un carácter terrible, y prácticamente no se puede dialogar con él. Si yo siendo su abogado tengo problemas para que me entienda cuando le digo lo que tiene que hacer, no me quiero imaginar como reaccionaría con alguien como tú.

—Yo sé lo que hago. Tú déjamelo a mí, ¿sí? No te olvides que también soy abogada.

Sus padres se miraron, intentando encontrar las palabras para lo que acababan de oír.

—Entonces, ¿cómo sería todo esto? —insistió Sophia. Su padre dejó salir un suspiro y respondió.

—Tienes que ir mañana, a las cuatro de la tarde, al Club Los Espartanos —respondió su padre. Sophia lo miró sin entender.

—¿Los Espartanos? ¿No es acaso…?

—Sí. El Club de Rugby que está aquí cerca —terminó su padre.

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