4. ¡Te rechazo como mi esposa!

Gala se quedó lívida por largos segundos.

— ¿Qué? — consiguió preguntar, atándose la bata y abrazándose a sí misma.

— Te dije largo, vamos, fuera de esta habitación. ¡Salte! — y señaló la puerta.

Gala ahogó un jadeo y negó con la cabeza, desconcertada, llorosa.

— ¡Pero…!

— ¿Es que no me escuchaste? ¡FUERA! ¡LARGO! — gritó el brasileño, fuera de sí.

Para ese punto, Gala intentó alcanzar su maleta, buscando desesperada y con manos temblorosas algo con lo que cubrirse, pero sin pensarlo y rebasado por el resentimiento, Ramsés la tomó del brazo y la sacó de la habitación sin pensar en las consecuencias, no fue hasta después de largos segundos e inhalaciones profundas cuando reaccionó.

— ¡Carajo! — gruñó, ¿qué había hecho? Estaba semi desnuda y… ¡Idiota! ¡Mil veces idiota!

Salió a buscarla. No había sido su intención. No de esa forma, pues a final de cuentas, sea cual sean sus planes de venganza, ella seguía siendo su esposa y nadie más que él, tenía el derecho de verla con poca ropa.

Abrió la puerta y se detuvo al encontrarla allí, tratando de cubrirse con sus propias manos lo que podía de su cuerpo, mientras era observada y juzgada por las empleadas de aquella hacienda, que no demoraron en murmurar entre sí lo que sea que fuera.

— ¿Qué están mirando? ¡Largo de aquí todos! ¡Vamos! ¡Fuera! ¡Los quiero fuera ahora mismo! — todo el mundo comenzó a desaparecer, presas del miedo y de las consecuencias.

En cuanto no hubo nadie, Ramsés miró a su joven esposa y las lágrimas que empañaban terriblemente sus ojos.

— Gala… — intentó acercarse a ella mientras se quitaba la chaqueta, pero ella retrocedió y lo miró con horror y miedo.

— No me toques — dijo voz quebrada, pero alzó el mentón, y ya sin un dejo de pudor, caminó hasta la habitación de su nana.

Llamó con labios temblorosos hasta que la mujer abrió, y entró, ajena a la mirada descompuesta de Ramsés, que jamás se había sentido tan culpable de nada como en ese momento.

— ¡Por Dios, mi niña! ¡Estás casi desnuda!

— Nana… — la inocente y abatida Gala corrió a los brazos de la única mujer que, en esos momentos, podía darle consuelo.

— ¡Mi niña, mi niña! — exclamó la mujer, tomando sus mejillas con preocupación — ¿Qué fue lo que pasó? ¿Es que acaso ese hombre intentó…?

Pero Gala negó, y limpiándose una lágrima, dijo:

— Tenías razón, nana. Ese hombre… mi marido, es un monstruo. ¡Lo odio! ¡Lo odio!

Ramsés escuchó aquellas palabras detrás de la puerta y sintió que su corazón se paralizaba. ¿Qué diablos le importaba a él si lo odiaba o no? A final de cuentas, ese era su propósito, provocar que lo odiara con todas las fuerzas de sus entrañas. Que lo aborreciera de la misma forma en la que él llegó a aborrecer a Giulia. Su hermana.

Y como si ya no hubiese hecho suficiente por esa noche, abrió la puerta y entró a la habitación.

Las dos mujeres en el interior, abrazadas la una a la otra, ahogaron jadeos de asombro.

— ¿Qué hace aquí? ¿Cómo se atreve? ¿Con qué derecho entra así a la habitación? — preguntó la nana de su joven esposa, protegiendo a esa dulce niña con su cuerpo.

Pero Ramsés no se inmutó.

— Con el derecho que me da que esta es mi casa, y yo salgo y entro de donde me venga en gana — entonces miró a Gala —. Tú vienes conmigo.

— ¡No irá a ningún lado con usted! ¡Y para que ya lo vaya sabiendo, mi niña y yo nos iremos mañana a primera hora de aquí! ¡Ella no tolerará sus humillaciones! ¿Quién se cree?

De solo pensar que Gala se podía marchar, no lo soportó.

— ¿Y a dónde van a ir? — preguntó con burla.

— ¿Se cree que mi niña está desamparada? ¿Es que acaso no vio la mansión de donde la sacó para traerla a este lugar tan oscuro y triste?

Ramsés apretó los puños, y antes de que dijera algo que no podía, exhaló largo y se las arregló para tomar del brazo a Gala.

— ¡Suéltela! — gritó la mujer.

— ¡Suéltela usted o será quien se vaya de esta casa en ese preciso instante!

De tan solo imaginarlo, Gala abrió los ojos.

— Iré contigo, ya déjala — habló Gala al fin, limpiándose restos de lágrimas secas con rabia, y muy a pesar de la insistencia de su nana, se fue con Ramsés.

No dijo nada al salir de la habitación ni tampoco al entrar a la suya.

— ¿Qué quieres? — preguntó con dolor, marcando distancia.

— Que me cumplas como esposa. Esta noche te convertirás en mi mujer — y comenzó a desabotonarse la camisa, pero la voz femenina de su esposa lo detuvo.

— No.

Ramsés entornó los ojos y ladeó una sonrisa.

— ¿No? ¿Y esa no era la razón por la que estabas aquí, semi desnuda, hace un momento? Estás ansiosa por ser follada y es lo que te daré.

— Eres un cretino — gruñó Gala, dolida, arrepentida por ese matrimonio.

— No te hagas la dulce paloma, que conozco muy bien a las de tu tipo. Eres igual a ella — soltó Ramsés para después arrepentirse.

— ¿A ella? ¿A quién… te refieres con ella?

— A nadie — gruñó, dándole la espalda y cerrando los ojos por un breve instante.

— Dijiste que era igual a ella. ¿De quién estás hablando? — pero Ramsés guardó silencio — ¿Por qué no respondes? ¿A quién te acabas de referir? ¿Con quién me estás confundiendo? ¡Dímelo!

— ¡No tengo por qué darte explicaciones! — gritó Ramsés y giró con gesto sombrío. Gala enmudeció — Piensa lo que te dé la gana — y salió de la habitación, para no volver hasta el alba.

Gala despertó en aquel sillón en el que se hizo un ovillo, apenas dio la luz del día. Echó un rápido vistazo a la cama y descubrió que las sábanas seguían intactas. No regresó en toda la noche. ¿A dónde… habría ido? Se preguntó, para entonces, ser sacada de sus cavilaciones con el llamado de la puerta.

— ¿Sí? — respondió con dulce timidez, alisándose ligeramente el cabello.

Una mujer entró a la habitación, tomándola por sorpresa. Se trataba de María. La conoció la noche anterior. Había sido amable con ella.

— Buenos días, señora. ¿Durmió bien? — preguntó María, abriendo las ventanas — El desayuno está por servirse y el patrón pregunta por usted. ¿Quiere que le avise que la espere?

— No, yo… — sacudió la cabeza. Los recuerdos de la noche anterior vinieron a su cabeza. La humillación por la que la hizo pasar. Todo. Apartó las sábanas y salió enseguida de la cama.

— ¿En dónde está?

— ¿El patrón? En el comedor.

Sin decir una sola palabra, o tan siquiera cambiarse de ropa, Gala salió de la habitación y no se detuvo hasta llegar al comedor, en donde lo encontró. Varias empleadas estaban allí, y no dudaron en mirarla con bochorno. Para ese momento todos sabían que el patrón y ella no habían tenido su noche de bodas.

Ramsés alzó la vista fuera del periódico de ese día y la miró con ojos entornados.

— ¿Qué haces aquí así? — señaló su atuendo. Tan solo la misma bata de anoche la cubría.

— ¿Cómo? Anoche te importó.

Ramsés rio y negó con la cabeza. Pidió a sus empleadas que se retiraran y lo dejaran solo con su esposa.

— Siéntate — y señaló una silla a su lado.

— No compartiré la mesa contigo, no después de…

— ¿De qué? ¿De no haberte foll4do?

— De haberme confundido con otra mujer. Soy ahora tu esposa y me debes respeto.

Ante la valentía de Gala, Ramsés dejó el periódico a un lado y se incorporó.

— ¡El respeto se gana, y tú no has hecho nada para que yo tenga respeto por ti!

— ¡Tampoco he hecho lo contrario! — se defendió la muchacha — ¿Por qué eres… de esta forma conmigo? ¿Por qué? Si no querías casarte conmigo… ¿por qué mis padres me prometieron en matrimonio a ti?

— No voy a discutir contigo — y harto, decidió que salir de allí era lo mejor, pero esta vez, Gala lo detuvo del brazo.

— ¿Por qué me tratas de esta forma? Tengo el derecho a saberlo.

Ramsés apretó los dientes.

— Suéltame…

— No, no lo haré hasta que me respondas. ¿Qué te hice? ¿Qué te hice para que te comportes de este modo conmigo, desde el primer día?

— ¿Quieres saber qué hiciste, Gala? — la retó el brasileño, clavando su mirada en la suya — Cometer un error, uno irreparable, eso fue lo que hiciste.

Gala negó. No comprendía.

— ¿Qué error cometí? ¿De qué hablas?

— De la noche en la que me dejaste, de la noche en la que me convertiste en el hazmerreír de todos y te largaste.

Gala entornó los ojos, peor que antes.

— ¿De quién estás hablando? Porque… esa no soy yo.

Al darse cuenta de lo que acababa de decir, la lucidez de Ramsés volvió. Sacudió la cabeza y se soltó de un tirón, dejándola allí parada, con más preguntas y dudas que antes. Dudas que estaba dispuesta a resolver.

Lo siguió.

— ¡Desde que llegué aquí solo he intentado ser una buena esposa! ¿Por qué me odias? ¿Por qué, Ramsés Casablanca? — exigió saber. Su voz, aunque firme, temblaba. Todo de ella lo hacía.

Ramsés se detuvo a mitad de la estancia y apretó los puños antes de girarse con fuerza y dar un par de severos pasos hacia ella.

— ¡Porque te rechazo como mi esposa! ¡Porque… esto fue un mald¡to error! ¡Tú eres un error! ¿Lo entiendes ahora? ¡Un jodido e irremediable error, Gala de Lima! — espetó hiriente, no solo cortándole el aliento a la pobre Gala, sino convirtiéndola todavía más en el escudriño de todos los que escucharon el rechazo de su esposo en ese momento.

Con increíble valentía, aunque temblaba horrores, Gala limpió las lágrimas en sus ojos y alzó el mentón sin apartar su mirada de la suya.

— Eres un ser humano miserable — refutó con voz rota, quebrada.

— Y no sabes cuanto más podría serlo.

— No me quedaré a tu lado a averiguarlo — decidió de pronto, ese matrimonio había sido un error. Uno muy grande. Dios, que la perdonaran sus padres, pero… no podía.

Con gesto arrogante, el Casablanca estiró una sonrisa y señaló la puerta. Fuera se avecinaba una tormenta de última hora.

— Allí tienes la puerta, pues largarte en cuanto quieras.

Ante las crueles y decididas palabras, Gala apretó los puños.

— Lo haré, solo necesito que uno de tus hombres me lleve y no volverás a saber de mi en tu vida, si es lo que tanto quieres.

No, por alguna extraña razón, no era lo que quería.

— Mis hombres no van a servirte.

— Entonces necesito un auto.

— En los establos hay caballos, es lo único que tengo para ti. Ve — ofreció, creyendo que con eso la dejaría de manos cruzadas, sin sospechar siquiera que la valiente muchacha lo tomaría como opción.

Horas más tarde, Ramsés Casablanca se enteraría de lo peor.

— ¡¿Cómo que mi esposa no está en la hacienda?!

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