3. ¡Fuera de aquí!

Tras recobrar el aliento, Gala bajó del auto, observando con asombro y confusión todo lo que había a su alrededor. Hectáreas tras hectáreas de verde le dieron la bienvenida. También el olor a flores frescas y tierra húmeda. Parpadeó dando un amplio recorrido con su mirada.

— ¿Tú… vives aquí? — preguntó la joven, atontada.

— Sí, y es donde lo harás tú también a partir de ahora. ¿Por qué? ¿Te desagrada la vida en el campo? — quiso saber con arrogancia y fastidio. No le sorprendería en lo absoluto su rechazo por aquel lugar. A Giulia tampoco le gustaba la vida en aquellas tierras, y cuando lo dejó, no desaprovechó la oportunidad para confesarle en su cara que repudiaba todo de aquel lugar. Desde el olor a pasto hasta el merodear de los bichos.

Pero, para su completa sorpresa, la respuesta de Gala fue todo lo contrario.

— No, de hecho, es… un lugar hermoso. Creo que va a gustarme la vida aquí.

Ramsés la miró contrariado.

— ¿Qué?

— Sí, bueno, jamás he estado en un lugar como este, pero me gusta, y si es aquí donde formaremos nuestro hogar, me adaptaré rápidamente.

Ramsés negó, sin comprender del todo aquel dulce optimismo al que se aferraba su esposa, aunque, si lo pensaba bien, su tía ya se lo había advertido. Era buena para fingir, solo que… no esperó que tanto, y ese hecho no supo cuánto le fastidió.

— Como sea — replicó, y ordenó a sus peones que se encargaran del equipaje, mientras otros lo ponían al tanto sobre las novedades de las últimas horas en su ausencia — Bien, tú encárgate de llevarlas a la casa grande y dile a María que le muestre sus habitaciones — le dijo a uno de sus hombres —. El resto venga conmigo. No podemos perder esta cosecha.

— ¿A dónde vas? — quiso saber Gala tras las órdenes de su esposo.

Varios peones se miraron las caras y abrieron los ojos, de pronto nerviosos y asustados.

— ¿Por qué te importa? — preguntó Ramsés, despectivo.

— No, yo solo…

— Tú, solo obedeces a mis órdenes y respondes a mis preguntas, no al contrario — y sin más, la dejó allí.

Gala bajó la mirada, avergonzada y humillada por las palabras de su esposo.

— Mi niña, ¿estás bien? ¡Ese hombre…!

— Estoy bien, nana.

— Pero niña…

— Nana, por favor, no digas nada ni discutas con él.

— No entiendo por qué te estás dejando tratar de esta forma. Tú… no eres así.

— Esto es nuevo para los dos, entiéndelo. Está nervioso, al igual que yo.

Pero la mujer negó.

— No es motivo para tratarte de esta forma — la mujer alzó la mano y le acarició la mejilla —. Mi niña, tú no estás acostumbrada a los malos tratos. ¡Vayámonos de aquí!

Pero Gala negó.

— Fue la última voluntad de mis padres, nana, por favor, deja que la cumpla y la respete — replicó con voz entrecortada.

La mujer exhaló y terminó por asentir. Solo… rogaba que no se arrepintiera.

— Sé que nada de esto te gusta, pero es mi nueva vida a partir de ahora. Soy la señora de Casablanca. Y si así mis padres lo decidieron, seré una buena esposa. No voy a defraudarlos en donde sea que se encuentren — y miró al cielo con nostalgia.

Mientras tanto, en la cosecha, Ramsés no comprendía qué diablos pudo haber ocurrido para que aquella palabra llegara a sus tierras. Era muy estricto con los cuidados. No por nada era reconocido por ser uno de los mejores hacendados de aquellas tierras.

— Esto debe tener una explicación y la quiero antes de que caiga la noche. ¡En mis tierras no permito esta clase de descuidados! ¿Entendido? — expresó con autoridad.

— ¡Sí, patrón!

Durante las horas siguientes, terminó por inspeccionar personalmente el resto de sus cultivos, terminando casi a las nueve de la noche en los establos, inquieto y pensativo. Su esposa no había abandonado sus pensamientos ni siquiera por un momento, y le fastidiaba de sobremanera no poder concentrarse lo suficiente en sus asuntos.

— Al diablo — gruñó para sí mismo, y dejó todo lo que estaba haciendo para ir a la casa grande.

Entró por la cocina, como solía. María y las empleadas de la casa estaban allí, caminando de un lado a otro.

— Ya la conocí. Es muy bonita — le dijo María. Aquella mujer a la que quería tanto como a su madre.

Ramsés bebió un vaso de agua y volteó los ojos.

— ¿En dónde está?

— En la habitación, cómo lo ordenaste.

— ¿Bajó a cenar?

— Le avisé, pero prefirió esperarte.

Ramsés frunció el ceño.

— ¿Esperarme? ¿Por qué?

— No lo sé, ve tú y averígualo.

— María… — asfixiado, se frotó el rostro y salió de la cocina, dirigiéndose a la habitación que había asignado para su esposa, pero apenas tocó y entró, no la vio. Su equipaje tampoco estaba allí. ¿Qué carajos? Comenzó a revisar habitación tras habitación, y no fue hasta que llegó a la suya cuando se dio cuenta de que la luz estaba encendida.

Tomó el pomo y lo giró sin dudarlo, pero apenas se abrió la puerta, se quedó de pie bajo el marco.

— ¿Qué haces aquí? — preguntó enseguida al descubrir a su joven esposa sentada en el filo de la cama, ataviada dentro de un discreto juego de lencería que apenas era cubierto por una bata del mismo color y tela.

Gala se incorporó fuera de la cama lentamente, con las manos cruzadas al frente y las mejillas sonrojadas. Ramsés, por su lado, ante la perfecta y ambiciosa vista que tuvo frente a sí, pasó un trago de asombro y fascinación, pero, tan rápido cómo se dio cuenta por donde iban sus pensamientos, evitó mirarla. No, no iba a desearla. No podía. No quería. ¡Se negaba!

— Te pregunté qué estás haciendo aquí, responde — gruñó con los dientes apretados.

— Yo, bueno, no sabía a qué hora ibas a llegar, pero, creí que… al hacerlo, ibas a querer que… estuviese lista — animó Gala con timidez.

Ramsés frunció el ceño y alzó el rostro.

— ¿Lista para qué?

— Para, bueno, eso… nuestra noche de recién casados — comentó la joven con una media sonrisa. Conocía muy bien cuál era su deber de esposa. Había soñado toda su vida por convertirse en una.

Ramsés se tensó, y con ojos entornados, se acercó a ella, rodeándola. Gala sintió el corazón martillear en sus orejas.

— Entonces estás lista para que te folle, ¿eh? — le dijo de forma despreciable, y Gala giró la cabeza, mirándolo de pronto con desconfianza y confusión. Ramsés rio —. Es eso por lo que estás aquí, ¿no? Entonces acuéstate y abre tus piernas para mí.

Gala parpadeó, confundida y abochornada por el juego de palabras de su reciente esposo. Él era muy tosco y poco educado.

— ¿No… vas a besarme? — preguntó inocente, con la mirada gacha, de pronto ya tensa e incómoda.

En una zancada, Ramsés se acercó a ella y le alzó el rostro. Su dulce mirada lo traspasó, tanto que, por un momento, creyó estar en presencia de una dulce hada, pero no se permitió nublarse, así que con una mano, la tomó de la cintura y la pegó a él.

Pero algo ocurrió cuando iba a besarla. Bajó la mirada y notó que… en aquella lencería, a la altura de la curva que sujetaba sus pechos, estaban bordadas sus propias iniciales.

Soltó a su joven esposa con gesto brusco, y la miró con ojos abiertos, de pronto recordando. Era la lencería que… le había regalado a Giulia una noche antes de que lo dejara. Una lencería que jamás usó y que… ahora la llevaba puesta su propia hermana.

Apretó los puños con demasiado fuerza, rabioso, y un ser superior a él tomó el control.

Entonces hizo lo impensable y lo humillante para una joven que estaba apenas a medio vestir en su habitación.

— ¡Fuera de aquí!

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