Una herida profunda

Davis regresó de su almuerzo, cuando entró a su oficina, Sara estaba terminando de limpiar su herida.

—¿Srta Clark, qué le ocurrió?

—No fue nada, una pequeña herida.

—¿Está segura? —se acercó para verificar que no era de gravedad.

—Sí, no se preocupe todo está bien. —se levantó del sofá y caminó hasta su escritorio.

—¿Puede caminar sin problema? —insistió visiblemente preocupado.

—Sí, no fue nada. ¡De verdad!

—Bien, ¿podría ir a la oficina de mi asistente personal y pedirle estos documentos? —le entregó un papel con los números de registros que necesitaba.

—En seguida se los traigo. —caminó con un poco de incomodidad, la herida comenzaba a palpitarle como un corazón.

Salió al pasillo, el papel que llevaba en la mano se le cayó cuando intentó cerrar la puerta de la oficina de su jefe, pensó dos veces como agacharse sin lastimarse. Por lo que se sujetó de la pared y elevó la pierna herida hacia atrás para inclinarse. Cuando levantó la vista se encontró de frente con un apuesto rubio de ojos grises que sonreía sujetando el papel en su mano.

—¿Bailarina de ballet o patinaje? —ella lo miró con enojo y trató de incorporarse.

—No, ninguna de las dos opciones. —respondió irritada.

—Ten, lo dije en broma. Soy Michael, pero puedes llamarme Mich. —extendió su mano— También trabajo aquí. —ella estrechó su mano con fuerza.

—Hola, soy Sara. Y soy nueva en la empresa.

—Wow! ¿No me digas que eres la chica del café y la estatuilla? —ella lo miró sorprendida. ¿Cómo podía saber de ella?

—Imagino que sí. Soy la chica que derramó sin querer el café sobre el dueño de la empresa y que luego quebró su estatuilla de arcilla. —asintió con firmeza— Con su permiso. Voy de afán.

Michael se hizo a un lado y ella pasó cerca de él como un huracán. Entró a su oficina sonriendo. Aquella hermosa chica tenía carácter. Hasta ahora sólo se había topado con chicas dulces, fáciles de conquistar y muy sumisas. Mas aquella chica tenía algo especial, era volátil e intempestiva.

—Será divertido, dominarte —murmuró.

—¿Perdón? ¿Hablaba conmigo? —preguntó la chica de rasgos asiáticos que estaba en la oficina esperando por él.

—Dios, hoy es el día en que los ángeles caen del cielo —Leah se ruborizó con sus palabras.

—Soy Leah ¿trabajas aquí? —preguntó coquetamente.

—Sí, soy —se quedó pensativo y prefirió no decir que era hijo del prepotente CEO, si tenía intenciones de divertirse con aquellas chicas, era mejor mantener oculta su verdadera identidad.— Soy Michael Foster —respondió usando el apellido de su madre.

—Yo soy Leah Lee. —estrechó su mano sin dejar de mirarlo fijamente.

—Bienvenida Leah. No sabía que me habían asignado a una hermosa pasante.

—Realmente no. El Sr. Mendiola me pidió que lo buscara. Su oficina estaba abierta, por eso entré para esperarlo.

—Tendré que exigirle a mi pa... —interrumpió la frase— Jefe para que me envíe alguna asistente tan guapa como tú.

Michael podía reconocer a las chicas en un dos por tres, un simple gesto o movimiento corporal y ya podía intuir si era una presa fácil, no muy fácil o difícil. Leah era del primer grupo, mientras la chica hablaba movía su cabello lacio, negro de un lado a otro con su mano.

—Vamos entonces, veamos que quiere el Ing. Mendiola. —le cedió el paso, mientras reconocía visualmente las proporciones de la nueva pasante.— Nada mal —murmuró.

La dos siguientes horas transcurrieron lentamente, Sara sentía el estómago arderle de hambre. No había comido nada, excepto el café a medias que se tomó esa mañana.

Finalmente, el reloj marcó la hora de salida. Por suerte solo debían cubrir seis horas. Tomó su bolso y se despidió de su jefe.

—Hasta mañana Sr Anderson.

—Hasta mañana Sara. Espero que mañana sea un mejor día para ti. —ella sonrió, lo mismo esperaba.

Salió apresurada de la oficina de su jefe, Ann también venía saliendo.

—No veía el momento de salir —dijo y suspiró profundamente.

—Ni yo. Estoy hambrienta.

—Yo debo tomar el bus para poder llegar a casa y almorzar.

—Vamos a la cafetería, te invito a comer algo.

—¿De verás? —preguntó sorprendida.

—Claro tonta. Te debo una. El Sr Collins quedó encantado con tu trabajo.

—Nuestro trabajo. Tú también me ayudaste.

Salieron risueñas, felices de su primer día de pasantías. Entraron a la cafetería, al cruzar la puerta ella sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, se estremeció y entró.

Al mismo momento, en su oficina, Ben sintió lo mismo, una sensación le recorrió la espalda, su piel se erizó y la mirada de aquellos ojos verdes, apareció repentinamente como el flash de una cámara quedándose grabado en su retina.

Después de la cafetería Ann y Sara fueron hasta la parada del tren subterráneo. Ambas tomaban rutas diferentes, se despidieron y cada una fue hasta la estación contraria del viaducto.

Sara estaba exhausta, su pierna latía cada vez con más frecuencia. Subió al tren, por suerte había un asiento libre, lo tomó y se recostó del vidrio. Durante todo el viaje no hizo otra cosa que pensar y recordar cada uno de los eventos de esa mañana, sobre todo aquellos donde el protagonista principal era el prepotente Sr Ben Collins. Su sonrisa, sus labios, su mirada, su aliento, se repetían una detrás de la otra como en un retroproyector antiguo.

Después de media hora, la operadora anunció la estación donde ella debía quedarse. Bajó del tren, caminó algunas cuadras. Por fin estaba en casa, subió las escaleras hasta el segundo piso. Abrió la puerta del apartamento y entró.

—¿Cómo te fue mi niña?

—¡Uff! Ni me lo preguntes mamá. Fue un día terrible y a ti.

—Bien, como siempre. Algunos accidentes de tránsito, heridos y una joven que se debate entre la vida y la muerte. —Exhaló un suspiro— De apellido Collins o algo así —agregó.

—¿Collins? —preguntó sorprendida.

¿Tendría que ver con su jefe? Se preguntó angustiada. Luego su mismo raciocinio le hizo dudar, habiendo tantos Collins en la ciudad, no tenía que estar relacionado con su jefe. ¿Por qué todo desde esa mañana, parecía girar en torno a él? ¿Qué era esa rara emoción que la invadía de solo pensarlo?

—¿Pasa algo, mi amor?

—No, mamá nada. —se levantó y caminó hasta el baño del pequeño apartamento.— ¿Habrá algo que pueda echarme en la pierna? —le preguntó a su madre.

—¿Qué te ocurrió? —fue apresuradamente hasta el baño.

—Me corté con un pedazo de arcilla. Me duele a montón. —le mostró la pierna.

—¡Carajos! Tienes eso muy rojo. Ven vamos a mi cuarto. Necesito limpiarte la herida.

Sara fue hasta la habitación de su madre, a la cual rara vez entraba desde que cumplió sus doce años.

—Siéntate —le pidió Amanda, mientras sacaba el botiquín de medicinas del guardarropas.

—¿Dónde está la foto de mi padre? —preguntó irritada al no verla sobre la mesa de noche.

—La guardé —respondió parcamente.

—¿Por qué? ¿Ya no lo amas?

—No se trata de eso, Sara. Nunca podré dejar de querer a tu padre, pero su recuerdo me provoca melancolía, creo que es hora de cerrar el ciclo y continuar con mi vida. —dijo, mientras limpiaba la herida con el alcohol.

—No quiero que me toques —respondió con enojo.

—¿Por qué te enojas Sara?

—No me enojo. Me duele ver que prefieres olvidarlo y enterrar para siempre su recuerdo. —se levantó y fue hasta su dormitorio.

Amanda respiró profundamente, aunque tratara de explicarle a Sara lo que le estaba pasando, ella nunca la entendería. Los hijos siempre ven y piensan que sus padres como seres perfectos.

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