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3. Discusiones acaloradas

La casa de los Rubio estaba ubicada en el campo. Se trataba de una lujosa construcción de tres plantas hecha en madera, con ventanales que atrapaban la luz de los astros. Un camino de grava trabajada se extendía desde la puerta principal hasta el camino de tierra que debía cruzarse para llegar a la carretera principal. A los flancos y atrás de la vivienda, se divisaba un vasto césped verde que terminaba donde el bosque de abedules comenzaba.

Alma se hallaba en la sala, sentada junto al piano. Matías yacía sobre su regazo. Todas las noches ella le daba lecciones de música al niño. A sus diecisiete meses resultaba complejo para él alcanzar las teclas más lejanas, así que Alma tocaba y él observaba. Luego le permitiría tocar una melodía al azar. Matías siempre mostró interés por la música. Dentro de las fantasías de Alma, estaba ver a su pequeño convertirse en un gran artista. Cuando tuviera la edad suficiente lo inscribiría en el coro de la iglesia.

La mujer terminó de tocar y fue el turno de Matías. En aquel momento, escuchó el sonido de un auto. Miró al reloj en la pared. Eran las siete. Marcos casi siempre regresaba a esa hora. No pasó mucho tiempo para que sintiera al hombre detrás de ella. Marcos se inclinó y la besó en la mejilla.

—Buenas noches —dijo él con voz apacible. Estiró la mano y revolvió el cabello de Matías. El niño se volvió para saludar a su padre, dándole una sonrisa.

Padre e hijo se parecían mucho. Ambos tenían el cabello negro y los mismos ojos ambarinos rodeados de espesas pestañas. También la forma de sus cejas y nariz era semejante. Alma vaticinaba que cuando el chico creciera iba a ser tan guapo como Marcos.

—¿Qué tal las clases? —El hombre se sentó en un banco junto a ellos.

Alma respondió a la pregunta con voz indiferente. Aún estaba enojada con él y lo estaría por mucho tiempo más, a menos que este mostrara sincero arrepentimiento. Aunque omitió mirarlo, era muy consciente de la presencia del hombre. Se había puesto esa colonia que sabía, a ella le gustaba. Llevaba las mangas de la camiseta blanca recogida hasta los codos, exhibiendo sus fuertes antebrazos salpicados de venas. El reloj de oro refulgía en una de sus muñecas. Los botones de su camiseta estaban desabrochados a la altura del pecho, exhibiendo un pedazo de piel bronceada y una cadena de oro.

Alma estaba lidiando con el recuerdo de Marcos y la otra mujer en la oficina. La imagen mental había estado perturbándola durante toda la semana. Desde aquel incidente, Alma no había permitido que Marcos se le acercara. Apenas le dirigía la palabra para tratar sobre asuntos importantes.

—¿Piensas contratar a otra niñera? —Preguntó Marcos después—.  Puedo ayudarte a buscar una, si quieres.

Alma la despidió después que dejara golpear a Matías en dos ocasiones. Precisamente, la había contratado para evitar ese tipo de percances. Matías era su primer hijo y no tenía experiencia al respecto. Temía que el niño se lastimara mientras ella preparaba la comida, lavaba la ropa o entraba al baño.

—Sí. Ayúdame a buscar una nueva niñera.

No dijo nada durante un tiempo. Marcos se quedó a su lado, jugando con una parte de las teclas del piano. Por lo general, siempre estaba apresurado. Pero desde que Alma descubrió su traición (la cual él negaba), empezó a dedicarle todo el tiempo que ella requería para hablarle sobre asuntos de la casa. Hoy viernes no estaría muy ocupado. Habrían salido a cenar si las circunstancias hubieran sido otras.

—Iré a acostar a Matías —dijo ella cuando el niño empezó a cabecear—. En breve, te serviré la cena.

Alma se apresuró a las escaleras, llevando a Matías en brazos. La habitación del niño quedaba contigua a la suya. Lo dejó en la cama y lo cubrió con los edredones, antes de regresar sobre sus pasos en dirección a la cocina. Marcos se encontraba sentado junto a la pequeña mesa. La siguió con la mirada mientras Alma se disponía a trajinar.

El hombre se incorporó y se colocó tras ella.

—En realidad, tuve una reunión de ejecutivos y cené en la oficina —dijo Marcos. Con sutileza colocó las manos en la cintura de la mujer—. Pero todavía quiero comerme algo más.

Alma le quitó las manos de encima y se giró hacia él, mirándolo con desaprobación:

—¿Ese es el lenguaje de un esposo y padre?

Marcos entrecerró los ojos.

—Me refería a un postre de chocolate —respondió, fingiendo desconcierto—. ¿Qué estás pensando?

Alma le esquivó la mirada:

—Te lo prepararé. Mantén tu distancia.

Intentó darle la espalda, pero él lo impidió, colocando las manos en la encimera a cada lado de la cintura de ella. Alma contempló el suelo, intentando hacer caso omiso a la presencia del hombre. Él la engañó. Había entregado a otra mujer lo que solo debía pertenecerle a ella.

—Quiero que vuelvas a las terapias —dijo Marcos en voz baja—. Y esta vez, estaré contigo —Alma empezó a negar con la cabeza, pero el hombre le puso la mano en la mejilla y la obligó a mirarlo a los ojos—. No te pido que lo hagas por mí, sino por ti y nuestro hijo. Lo que tu madre te hizo… —Marcos se contuvo por un momento—. Ignorar lo que te pasó, no está funcionando.

—Estoy bien.

—No, no lo estás. Conseguiré una nueva niñera el lunes y el martes irás con la psicóloga.

—No lo haré —se negó Alma—. No funcionó la última… Quiero decir. Superé esto por mi propia cuenta. Ahora estoy bien.

Marcos pasó el pulgar sobre su mejilla.

Los ojos de Alma saltaron de los intensos ojos azules del hombre a sus labios rubicundos. Recordó la primera vez que él le permitió probarlos. Alma había sentido un estallido de fuego en el pecho. Jamás logró acostumbrarse a ellos. Este hombre a menudo estaba provocándole sensaciones sobrenaturales.

—Creo que no me entendiste, cariño —dijo Marcos—. No te lo estoy pidiendo, es una orden. Asistirás a las sesiones, aprenderás a comportarte y seremos una familia feliz. ¿Bien?

Él la miró con firmeza, arrugando la frente. Intentó alcanzar su boca, pero ella ladeó el rostro, entonces le presionó los labios contra la mejilla.

—Te espero en la habitación —dijo—. Hoy dormiremos juntos.

Alma sabía que estaba obligada a obedecer a su esposo, pero en aquel momento, la protesta surgió de sus labios sin lograr contenerla:

—Soy tu esposa. No uno de tus empleados. Siempre hago todo lo que me exiges.  Renuncié al trabajo, cuido de Matías, me ocupo de la casa. Fui a terapia cuando me lo ordenaste. Y ni siquiera permites que mamá venga a visitarme.

—Esa mujer me odia.

—Al igual que yo a la tuya y siempre he sido amable con ella.

—¿Qué? —Marcos se volvió y se acercó a Alma de nuevo—. Mi madre es una buena una mujer. Ella nunca ha hablado mal de ti, así que no voy a permitirte que…

—Margarita de Rubio es prepotente, avara, interesada. Es evidente que se casó con tu padre solo por dinero. Todo el mundo lo sabe —Alma esbozó una sonrisa mordaz—. Esa mujer se cree mejor por heredar una fortuna que se hizo con base al engaño.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué dices eso?

—Porque es la verdad, y tú también lo sabes.

—Dejas a mi madre por fuera de este asunto. Al menos ella es una persona normal.

Alma retrocedió, sorprendida. Marcos sabía todo lo que ella padeció en su juventud a causa de su actitud y pensamientos poco racionales para los demás. Él le había prometido jamás hacerla sentir de esa manera y ahora lo estaba haciendo.

—Eres... —ella apretó los labios en una fina línea—. Voy a fingir que no escuché eso. Y esta noche, tampoco dormirás conmigo. Hasta que no muestres sincero arrepentimiento…

—¡Estoy harto! —Marcos la tomó de los brazos con fuerza y esta vez no mostró ninguna clase de consideración—. ¡Te comportas como si tuvieras quince años!

—Me lastimas.

Él la liberó, retrocediendo. Apretó las manos cerradas en puños, intentando calmar su exaltación.

—No voy a obligarte a acostarte conmigo, Alma. Pero soy un hombre y tengo necesidades. Si tú no las satisfaces, otra lo hará, y no voy a sentirme culpable por ello. Así que decide. Me cumplirás como corresponde o justo ahora iré con Mónica, la mujer con quien me viste en la oficina.

Alma vaciló por un segundo.

—No vas a tocarme y tampoco estarás con esa zorra. Si lo haces, no volverás a vernos a Matías y a mí nunca.

Marcos hizo un gesto de asentimiento. Sus ojos mostraron una mezcla de frustración, tristeza y desilusión.

—Me reuniré con Mónica. Iremos a un restaurante y después dormiré en su apartamento. Le daré a la mujer todo lo que podría haberte dado a ti.

El hombre se giró y atravesó el umbral de la puerta.

—¡Marcos! —Alma contuvo el impulso de agarrarlo de la camiseta y detenerlo—. ¡Te odio!

Él la miró por encima del hombro:

—No me odias. No todavía.

Una vez se marchó, Alma se dejó caer en la silla junto a la mesa. Escuchó el sonido del auto al emprender la marcha, y esperó. Marcos volvería en cualquier momento, arrepentido. Él siempre era rudo al principio y después la recompensaba con caricias y palabras dulces.

Alma permaneció inmóvil en su lugar, controlando los latidos de su corazón.

Un nudo se le formó en el pecho y lo sentía apretándose cada vez más, lastimándola.

Media hora después, él no regresó.

Alma se incorporó, soltó un alarido y acabo con todo a su alrededor: volteó la mesa, rompió los platos, astilló la silla contra la pared… Exhausta, se dejó caer en medio del desastre, se abrazó las piernas y les permitió a sus lágrimas fluir.

—Te odio —sollozó con el rostro húmedo y acalorado—. Te odio, Marcos Rubio.

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