¡Fantástico!
El auto rentado acababa de descomponerse en medio de la tormenta y de la nada.
Maldijo en cuatro idiomas la idea de su hermano de elegir ese rancho para pasar “un retiro creativo” lejos de luminarias y paparazzi. Pero maldijo aún más su propia idea de rentar un auto en el aeropuerto de Fargo, en vez de tomarse el ómnibus y que su hermano lo recogiera para llevarlo al maldito rancho.
Revisó su teléfono por enésima vez, en caso de que un milagro le hubiera devuelto cobertura. Nada. Estaba muerto desde que se adentrara en la tormenta y en aquella desolada zona rural. Intentó mirar hacia afuera a través del parabrisas, pero llovía tanto que podía tener al maldito Godzilla delante del auto y no se daría cuenta.
Aunque estaba bastante seguro de que había visto luces allá adelante, antes de que el condenado auto se descompusiera y los limpiaparabrisas dejaran de funcionar. De acuerdo a las indicaciones de su hermano, debería tratarse de la terminal de ómnibus veinte kilómetros al sur del pueblo cercano al rancho.
No tenía forma de saber a qué distancia se hallaba, y lo más sensato era acomodarse lo mejor que pudiera y pasar la noche en el auto. Pero eso implicaba asociar la palabra sensato con su nombre y todavía no era el fin del mundo. Y el río que acababa de cruzar parecía estar pensando en rebasar las orillas. Ser arrastrado por la crecida en el auto no parecía un buen plan.
Al menos podía felicitarse por haberse puesto sus botas de caminata y la gruesa cazadora impermeable que había comprado en Islandia el año anterior, mientras filmaban el video de Extremer.
Sus dedos se cerraron en torno a las correas de su bolso en el asiento a su derecha. Vació su pecho en un suspiro irritado y abrió la puerta del auto, listo para hundir el pie en el lodo al costado de la carretera. Pero el viento empujó la puerta contra su pierna y tuvo que forcejear para salir del auto.
No se molestó en cerrarlo. Si alguien acechaba en aquella noche infernal para robarse un auto descompuesto, que se lo llevaran.
Se colgó el bolso al hombro, bajó la capucha de la cazadora hasta sus ojos y echó a andar, inclinado hacia adelante para resistir las ráfagas que intentaban hacerlo retroceder. Precisaba protegerse los ojos con ambas manos para poder mirar más allá de su próximo paso. Sí, ahí estaban las luces. Más lejos de lo que había creído, pero definitivamente allí, prometiendo refugio de aquella tormenta de pesadilla.
Mantener el paso lo ayudó a entrar en calor, a pesar de que sus jeans no tardaron en convertirse en tubos helados, pesados y rígidos apretando sus piernas. Perdió la noción del tiempo mientras batallaba contra la tormenta por llegar a las luces. Aproximarse lo suficiente para distinguir el edificio de la estación le pareció todo un logro, a pesar de que aún estaba demasiado lejos para el frío, el cansancio, el enfado por hallarse en semejante situación, tan absurda como evitable. Agachó la cabeza y siguió caminando.
Y de pronto se halló en el desvío, y vio la angosta carretera secundaria que llevaba directamente a la terminal. Ahora que podía ver bien el edificio, advirtió que no había ningún vehículo en el estacionamiento, y por un momento temió que hallaría la estación cerrada.
Al infierno. Rompería una puerta o una ventana y entraría. Que lo demandaran, por lo que le importaba. No pasaría un minuto de más en la tormenta. Su determinación lo empujó a recorrer el camino secundario con paso firme.
Las puertas vidrieras no estaban trabadas como esperaba, y estuvo a punto de golpearse la cara con ellas porque se abrieron sin resistencia a su tirón. Se detuvo tan pronto cruzó el umbral, disfrutando el simple hecho de estar a cubierto de la lluvia torrencial y aquel viento feroz.
Un momento después se dejaba caer sentado en el frío suelo de cerámicos del baño de hombres junto a su bolso. El viejo que limpiaba los sanitarios se interrumpió para dirigirle una sonrisa desdentada de bienvenida. Le devolvió la sonrisa como pudo y se dedicó a revolver su bolso, oyéndolo silbar una canción de Sinatra mientras volvía a limpiar.
La gruesa cazadora islandesa lo había mantenido seco de la cintura para arriba, y sólo precisó cambiar sus jeans, calcetines y calzado. Antes de que a él se le ocurriera siquiera, el viejo le ofreció una bolsa de plástico para que guardara sus prendas mojadas.
—Gracias —murmuró, aceptándola.
El viejo volvió a sonreír y empujó su carrito fuera de los baños, que quedaran limpios y brillantes, oliendo a limón. Él se demoró allí, frotándose el cabello empapado con su toalla de mano antes de ponerse su gorra negra.
Revisó su teléfono. Sin cobertura, por supuesto. La hora le llamó la atención. ¿Le había llevado casi tres horas llegar hasta allí? M****a. No era de sorprender que sintiera las piernas tan cansadas.
Un sonido reclamó su atención. Venía del corredor de acceso. Se estiró para abrir apenas la puerta y aguzó el oído. Había alguien tocando la guitarra allí, cantando en susurros. Una mujer, una chica. ¿Qué tocaba? Le sonaba familiar.
Su curiosidad lo empujó a incorporarse y acercar la cara a la puerta entornada para escuchar mejor. Una sonrisa burlona curvó sus labios. Por supuesto que conocía la maldita canción.
Se acuclilló para cerrar su bolso meneando la cabeza. Vaya momento para encontrarse una fan. Lo último que necesitaba era firmar autógrafos. Antes de salir se asomó con cautela. La chica cantora no estaba a la vista. Perfecto. Cruzó el corredor en dos pasos y entró a la sala de espera.
Apenas miró a la familia. Sus ojos fueron atraídos inmediatamente por el sofá en el otro extremo de la sala. Allí podría descansar, tal vez hasta echarse un sueñito.
La tormenta no duraría mucho más, seguramente escamparía al amanecer. Por la mañana podría llamar a su hermano para que viniera a recogerlo.
Encontró otro bolso y una mochila de camping en uno de los sillones de un cuerpo, de modo que dejó su bolso en el otro sillón. El sofá era viejo y duro, pero le pareció un lecho de plumas luego de su caminata. Su cazadora estaba empapada y no tenía nada más para cubrirse, de modo que cruzó los brazos para esconder sus manos bajo sus axilas, se recostó de cara al respaldo del sofá y encogió las piernas.
Creía haber visto una máquina de café justo fuera de los baños. Un café no vendría mal. En un momento, pensó, cerrando los ojos.
Se sentó en el hueco entre las máquinas, la espalda contra la de café, de frente a las puertas vidrieras al final del corredor. De esa forma hasta tenía lugar para la guitarra. Afinó las cuerdas preguntándose qué tocar. La mayoría de las canciones que sabía eran baladas tristes de amor, la peor elección en ese momento. Tal vez traer la guitarra no había sido tan buena idea, y lo mejor que podía hacer era gastar lo que le quedaba de batería en el teléfono. Eso la hizo pensar en la música que tenía allí. Sonrió. Las canciones de No Return eran todo menos tiernas, y sabía las suficientes para mantenerse entretenida un buen rato. Por suerte, a lo largo de los años se había procurado cuanta versión acústica original había encontrado en internet. Eran una verdadera rareza para una banda como la de los Robinson, pero ahora le evitarían arruinar sus canciones favoritas improvisando versiones libres. Sus dedos se deslizaron por las cuerdas metálicas, buscando un acord
¿Dónde estaba? ¿Cuánto había dormido? Su brazo estaba entumecido bajo su cuerpo y le dolía la espalda. Se sentó, frotándose los ojos con una mano mientras con la otra sacaba su teléfono. Las diez treinta, había dormido una hora. Le corrió un escalofrío por la espalda dolorida. Hacía frío y ya llevaba puesto el único sweater que trajera. Y por supuesto que no había señal, ni internet. La condenada estación se había quedado sin servicio por la tormenta.Entonces recordó la máquina de café en el corredor. Ponerse de pie no fue nada fácil, mas la promesa de una bebida caliente pudo más que su fatiga.Cruzó la sala de espera revisando sus bolsillos en busca de cambio.La familia disfrutaba un picnic improvisado de snacks y el viejo trapeaba el piso frente a los mostradores. Una hora y todav&iacu
Sentir que la tocaban la arrancó de su paraíso privado de desolación y amargura. Alzó la vista confundida y halló a un muchacho que la observaba ceñudo, poco convencido de lo que estaba haciendo. El muchacho siguió observándola mientras ella se incorporaba. La visera de la gorra oscurecía sus ojos, y lo vio encajar la mandíbula firme, cuadrada. Retrocedió con presteza cuando ella intentó dar un paso fuera del hueco.—Estoy bien, gracias —gruñó, molesta por su presencia y por su atención, enjugándose la nariz en el puño de su manga.El muchacho aún le cortaba el paso hacia el baño de damas, de modo que agachó la cabeza y lo esquivó como pudo.El leve sonido del picaporte al cerrarse la hizo sentir a salvo de nuevas interrupciones. Descansó contra la puerta un momento, intentando volver a respirar nor
Se sentó en el sofá soltando sapos y culebras. Que se fueran al infierno las dos, la máquina de café y la fan. Estaba tan enfadado que olvidó fijarse si tenía cobertura en el teléfono. Como si fuera a tenerla.Se había descargado sus emails en el aeropuerto, de modo que pensó en entretenerse leyéndolos. Subió las piernas al sofá y le dio la espalda a la sala de espera y al resto del maldito universo.El tercer correo lo hizo sonreír. Era de la presidenta del fanclub de Los Ángeles. Para variar, quería saber cuándo regresarían a casa para organizar una reunión con sus fans allí. Era una loca simpática que seguía a la banda desde antes de que sacaran el primer álbum, y jamás abusaba de su privilegio de comunicación directa con él.A pesar de que sólo podría enviar su respuesta c
La familia había juntado sillas para acostarse y estaban todos dormidos, bien envueltos en sus abrigos. El viejito había terminado de limpiar y desaparecido. Silvia lo imaginó durmiendo en algún cuartito diminuto, con un tocadiscos en el que giraba un vinilo de Sinatra.En el corredor, le mostró a Jay cómo hacer funcionar la máquina expendedora, y su sonrisa triunfal cuando logró procurarse su propio café la hizo volver a reír.—Esta mierda me hizo sudar por nada —dijo, y le dirigió una mirada culpable—. Disculpa mi lenguaje.Ella fingió persignarse. Jay alzó una sola ceja. Cruzaron la sala de espera de regreso a su rincón todavía sofocando la risa.—Así que Argentina —dijo Jay volviendo a sentarse—. Buenos… ¿Aires? Oí decir que es una gran ciudad.—Sí, demasiado grande
—Tienes una guitarra, ¿verdad?Silvia necesitó un momento para regresar de sus lúgubres pensamientos y responder. —Sí. ¿Quieres tocar?Jay meneó la cabeza con una sonrisita de costado.Se había preguntado cuán cruel de su parte sería hacer esto, y su cretino interior argumentó que había prometido enmendar su conducta por la mañana y aún era de noche. Que ella no lo reconociera le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, empujando a su ego a aliarse con su cretino interior.—No, pero seguramente tú tocas —replicó con su aire más inocente.Silvia lo observó un momento, como preguntándose si estaba burlándose de ella. Al fin se encogió de hombros y asintió.Jay advirtió que el estuche rígido se veía nuevo, y la guitarra le hizo alzar las
Tocaban una de las canciones viejas de Jay cuando él se dio cuenta que Silvia estaba cantando la segunda voz. La enfrentó alzando una ceja, interrogante y burlón al mismo tiempo. Ella alzó ambas cejas, como preguntando qué le ocurría, y cabeceó para que siguiera tocando. Él lo hizo.—Óyete, mujer, haciendo la segunda voz —dijo cuando terminó la canción.—Oh, es que me gustan tanto sus arreglos vocales. Si no te molesta, prefiero seguir así.—Como gustes.Pero Jay aún no lograba controlar su cretino interior, que eligió Save Your Soul. Y ella cantó la segunda voz aguda con un brillo contagioso de placer en sus ojos. Jay se inclinó un poco hacia ella para cantar:Pero, ¿quién se supone que somos?Ella sonrió en la pausa que siguió y se inclin&oac
Silvia cantaba olvidada del universo.Era como tener a Jim Robinson tocando sólo para ella.Jay era sencillamente irresistible, tocaba tan bien, y su voz le causaba escalofríos.Y como no se conocían y jamás volverían a encontrarse una vez que dejaran la terminal de ómnibus, se sentía extrañamente desinhibida. De modo que cantaba con él como siempre cantaba esas canciones en su casa, mientras limpiaba o se duchaba.No recordaba haberse topado jamás con un hombre tan atractivo, con una personalidad tan magnética, simpático y descortés al mismo tiempo. Un verdadero chico malo, como su hermana menor lo habría llamado. Ella lo catalogaba como un cretino adorable. Exactamente la clase de hombre que siempre fuera su talón de Aquiles.Por suerte todavía tenía ojos en la cara, a pesar de haber llorado tanto. Eso le impedía ignorar l