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8. La Guitarra

—Tienes una guitarra, ¿verdad?

Silvia necesitó un momento para regresar de sus lúgubres pensamientos y responder. —Sí. ¿Quieres tocar?

Jay meneó la cabeza con una sonrisita de costado.

Se había preguntado cuán cruel de su parte sería hacer esto, y su cretino interior argumentó que había prometido enmendar su conducta por la mañana y aún era de noche. Que ella no lo reconociera le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, empujando a su ego a aliarse con su cretino interior.

—No, pero seguramente tú tocas —replicó con su aire más inocente.

Silvia lo observó un momento, como preguntándose si estaba burlándose de ella. Al fin se encogió de hombros y asintió.

Jay advirtió que el estuche rígido se veía nuevo, y la guitarra le hizo alzar las cejas. Era una hermosa Fender electroacústica. ¿Quién llevaba una guitarra así en un viaje que no fuera una gira musical? Las yemas de sus dedos picaban por acariciar aquella madera aterciopelada y las lustrosas cuerdas metálicas.

Ella no advirtió su mirada anhelante y acomodó la guitarra sobre su muslo, cerciorándose de que seguía afinada. Alzó la vista hacia él sonriendo.

—¿Y bien? ¿Qué quieres que toque? ¿Sheryl Crow, Sarah McLachlan?

Jay rió divertido. —¡Ahora sé por qué estabas llorando! ¡Hombre! ¡Hasta yo lloraría después de un par de esas canciones de m****a! Vamos, toca otra cosa.

Silvia no ocultó que su respuesta le había caído gorda. —Lo siento, hombre, pero me gusta esa m****a y no sé tocar otra cosa.

—¿Eso era lo que estabas tocando en el corredor?

—Oh, no, allí me dedicaba a arruinar un par de excelentes canciones de rock.

—¿Ves? Sí que sabes tocar otra cosa. Vamos, muéstrame.

Ella se rascó la cabeza. —Temo que no las conocerás. Tal vez ni siquiera has oído hablar de la banda. ¿No Return?

Jay asintió con aire casual, cuidándose de encogerse de hombros, y le hizo gesto de que comenzara. Sabía que no era correcto burlarse así de alguien que no le había hecho ningún mal. Bien, salvo no reconocerlo. Su orgullo herido clamaba por un poco de venganza.

—Ésta es mi favorita de su último álbum —dijo Silvia probando un acorde, los ojos bajos, en el diapasón—. En realidad, creo que es mi favorita de todas sus canciones.

Jay disimuló una sonrisa. Diez a uno que era Esta Noche. Todas las chicas morían por esa balada. Frunció el ceño cuando no reconoció de inmediato el principio de la canción. ¿Qué diablos estaba tocando? Se sorprendió al escucharla cantar, casi en susurros:

Cierro los ojos, intento dormir

Cuento estrellas, estoy cansado de ovejas

Dejo pasar los días con la esperanza de hallar

Otra pista que me ayude a comprender…

¿Break Free? ¿Ésa era la favorita de la fan? ¡Pero era una de sus canciones más depresivas! ¿Por qué le gustaría?

Aunque era casi una balada, no estaba hecha para una acústica de fogón con acordes de internet, y sonaba chata y opaca, especialmente porque Silvia mantenía la voz baja para no molestar a la familia, que dormía al otro lado de la sala de espera.

De todas formas, Jay podía darse cuenta que cantaba con sentimiento. Lo cual lo irritaba aún más. Depre e ignorada, pero era su canción, sus sentimientos. ¿Qué sabía ella lo que la hiciera componerla?

¿Qué sigue cuando mi cuerpo se quiebre?

Porque mi alma ha estado muerta por días

Necesito más alivio que esto…

Y sin embargo, ¿qué mayor placer podía existir para un compositor que ver que su obra tocaba las emociones de otros?

Tras mis ojos hallarás la verdad

De esta vida que fue entregada por ti

Pero no lo des por seguro, no

Nunca lo pierdas

Sólo tienes una oportunidad en la vida

Para mostrarte…

Un par de minutos después, cuando terminó la canción, Silvia meneó la cabeza levemente con lo que parecía un suspiro sentido, sus ojos aún bajos.

—Es una buena canción —dijo Jay con cautela.

—Ni que lo digas. Lo mejor que escuché en años. Siempre me retuerce las tripas.

—¿De verdad? Bien, ¿qué sigue? —Silvia frunció el ceño, pensando, y Jay le obsequió otra sonrisa encantadora—. Sigamos con esta banda. A mí también me gusta.

Ella eligió Weight of the World como para aligerar el tono, al menos en lo que se refería a la melodía. Tocaba con cuidado, advirtió Jay. Siempre con esos acordes simplificados aunque nada terrible. Cantó por lo bajo sólo por hábito y ella se detuvo al escucharlo.

—Si sabes la letra, no me dejes cantando sola.

Jay asintió riendo suavemente. —De acuerdo, de acuerdo, cantaré.

—Entonces vamos desde el puente.

—Sí, mi capitán.

Y cantaron juntos:

El tiempo puede hundirte

Puede empujarte

Consume tu corazón

Y tu mente…

Ella asintió sonriendo, pero un momento después sus dedos se trabaron en un acorde y volvió a detenerse. Jay habló antes de darse cuenta de lo que hacía.

—Prueba un dedo aquí y otro aquí —dijo, señalando el diapasón.

Silvia lo hizo y volvió a trabarse. —Mierda —gruñó, intentando hacerlo bien.

Jay movió sus dedos. —Comienza el estribillo así y luego ven aquí —volvió a acomodarle los dedos.

Ella se trabó otra vez. —Necesito practicarlo —murmuró, y lo enfrentó muy seria—. ¿Tú puedes tocarla así? ¿Me mostrarías?

—Seguro.

Jay se hubiera palmeado la maldita boca, pero ya tenía la guitarra en sus manos. ¡Condenado necio! ¿Y ahora qué? Pero la guitarra era como seda ligera en sus brazos, y moría por tocarla. Al diablo. Siempre podía alegar que era un fan acérrimo de su propia banda.

De modo que comenzó la canción desde el principio y la cantaron juntos, los ojos de Silvia fijos en el diapasón, como para memorizar los verdaderos acordes.

Con el peso del mundo

Sobre tus hombros

Es el temor lo que no logramos dejar atrás

Deshazte de todos esos miedos

Nunca los dejes acorralarte

Combate el miedo que no puedes superar.

Silvia palmoteó alegremente cuando terminó la canción.

—¡Sí que sabes tocar! ¡Y tienes una voz increíble!

Sí, me lo dicen todo el tiempo. Jay se mordió la lengua y rió. —Seguro. No intente seducirme con halagos, señora.

—¡Ya quisieras, muchachito impertinente! —replicó Silvia riendo con él.

—Toquemos un rato más. No que tengamos nada mejor que hacer.

Ya puesto, Jay prefería tocar sus propias canciones él mismo, en vez de escucharlas reducidas a esos acordes simplones. Y aquella guitarra era una belleza.

Silvia sabía todas las letras, y lo seguía con el entusiasmo justo para no caer en exageraciones tontas. A ella también le gustaban los clásicos de los 80 y los 90, de modo que Jay los incluyó en su repertorio improvisado.

Por algún motivo sentía que podía distenderse. Era como en los viejos tiempos, una de esas noches de verano con amigos en la playa, junto al fuego.

Rondaba la medianoche, restaban aún muchas horas hasta la mañana y la tormenta no mostraba intenciones de ir a ningún lado. Como ellos.

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