¿Dónde estaba? ¿Cuánto había dormido? Su brazo estaba entumecido bajo su cuerpo y le dolía la espalda. Se sentó, frotándose los ojos con una mano mientras con la otra sacaba su teléfono. Las diez treinta, había dormido una hora. Le corrió un escalofrío por la espalda dolorida. Hacía frío y ya llevaba puesto el único sweater que trajera. Y por supuesto que no había señal, ni internet. La condenada estación se había quedado sin servicio por la tormenta.
Entonces recordó la máquina de café en el corredor. Ponerse de pie no fue nada fácil, mas la promesa de una bebida caliente pudo más que su fatiga.
Cruzó la sala de espera revisando sus bolsillos en busca de cambio.
La familia disfrutaba un picnic improvisado de snacks y el viejo trapeaba el piso frente a los mostradores. Una hora y todavía silbaba la misma canción. Afuera seguía lloviendo como si fuera el maldito apocalipsis.
Hacía aún más frío en el corredor. Se estremeció al acercarse a la máquina de café, tan vieja que no aceptaba billetes, sólo monedas. Insertó una y esperó que se encendieran los botones.
La moneda cayó sin detenerse hasta la pequeña bandeja de devolución.
—¿Qué m****a? —gruñó.
Lo intentó de nuevo con idéntico resultado. De modo que lo intentó otra vez, y otra vez, y otra, decidido a hacer funcionar el condenado trasto. Por fin la máquina se dignó a aceptar su moneda, pero los botones permanecieron apagados y no apareció ningún vaso.
—¡Vamos! —masculló, golpeando los botones que se negaban a encenderse.
El enfado envió una oleada de calor a su cara mientras golpeaba el costado de la máquina.
—¡Vamos, m****a!
Nada. El maldito trasto parecía estar burlándose de él.
Retrocedió un paso para patear la máquina y se detuvo con el pie en el aire. Eso era el diapasón de una guitarra contra la pared, entre esa expendedora y la siguiente. Frunció el ceño al escuchar el sonido sofocado que surgió del hueco.
Dio medio paso hacia su izquierda y tuvo un atisbo de alguien sentado allí en el suelo. Una chica, hecha un ovillo con la cara escondida entre los brazos cruzados. La forma en que se agitaron sus hombros sólo podía significar que estaba llorando. ¿O tal vez se reía? ¿De él?
La fan.
La que había oído desde el baño cuando llegara. M****a. Seguro que se trataba de ella, y maldita la gracia que le hacía dirigirle la palabra.
Pero, ¿y si en verdad estaba llorando? No podía fingir que no la había visto y dejarla así. No era tan mala persona. Aún.
—Oye —intentó desde donde estaba, sin alzar la voz—. ¿Estás bien?
La chica no pareció escucharlo. Ahí tenía la excusa perfecta para una retirada estratégica a la sala de espera. Antes que lo viera, lo reconociera y una sonrisa idiota de adoración borrara cualquier vestigio de inteligencia.
Pero a la chica se le escapó otro gemido ahogado. Se tragó una maldición y se acercó un paso.
—Oye —repitió, subiendo un poco la voz y tendiendo una mano reacia hacia ella—. ¿Qué te ocurre?
La chica se estremeció al sentir que le tocaba el brazo y alzó la vista, revelando sus ojos enrojecidos y las mejillas pálidas bañadas en llanto. Intentó apartarse de su mano y la pared tras ella le cortó la retirada. Desvió la vista hacia las puertas vidrieras con el ceño fruncido.
No era una chica sino una mujer de su edad, aunque iba vestida como si fuera diez años más joven. Como él, ahora que lo pensaba. Unos mechones oscuros escapaban de su gorro de lana para enmarcar una cara agradable y anodina.
—¿Estás bien? —tentó. Era la pregunta más estúpida que podía hacer, pero no se le ocurría otra cosa.
Ella lo enfrentó al fin, y él tuvo que admitir que su mirada estaba mucho más cerca de la indignación que de la devoción.
Sentir que la tocaban la arrancó de su paraíso privado de desolación y amargura. Alzó la vista confundida y halló a un muchacho que la observaba ceñudo, poco convencido de lo que estaba haciendo. El muchacho siguió observándola mientras ella se incorporaba. La visera de la gorra oscurecía sus ojos, y lo vio encajar la mandíbula firme, cuadrada. Retrocedió con presteza cuando ella intentó dar un paso fuera del hueco.—Estoy bien, gracias —gruñó, molesta por su presencia y por su atención, enjugándose la nariz en el puño de su manga.El muchacho aún le cortaba el paso hacia el baño de damas, de modo que agachó la cabeza y lo esquivó como pudo.El leve sonido del picaporte al cerrarse la hizo sentir a salvo de nuevas interrupciones. Descansó contra la puerta un momento, intentando volver a respirar nor
Se sentó en el sofá soltando sapos y culebras. Que se fueran al infierno las dos, la máquina de café y la fan. Estaba tan enfadado que olvidó fijarse si tenía cobertura en el teléfono. Como si fuera a tenerla.Se había descargado sus emails en el aeropuerto, de modo que pensó en entretenerse leyéndolos. Subió las piernas al sofá y le dio la espalda a la sala de espera y al resto del maldito universo.El tercer correo lo hizo sonreír. Era de la presidenta del fanclub de Los Ángeles. Para variar, quería saber cuándo regresarían a casa para organizar una reunión con sus fans allí. Era una loca simpática que seguía a la banda desde antes de que sacaran el primer álbum, y jamás abusaba de su privilegio de comunicación directa con él.A pesar de que sólo podría enviar su respuesta c
La familia había juntado sillas para acostarse y estaban todos dormidos, bien envueltos en sus abrigos. El viejito había terminado de limpiar y desaparecido. Silvia lo imaginó durmiendo en algún cuartito diminuto, con un tocadiscos en el que giraba un vinilo de Sinatra.En el corredor, le mostró a Jay cómo hacer funcionar la máquina expendedora, y su sonrisa triunfal cuando logró procurarse su propio café la hizo volver a reír.—Esta mierda me hizo sudar por nada —dijo, y le dirigió una mirada culpable—. Disculpa mi lenguaje.Ella fingió persignarse. Jay alzó una sola ceja. Cruzaron la sala de espera de regreso a su rincón todavía sofocando la risa.—Así que Argentina —dijo Jay volviendo a sentarse—. Buenos… ¿Aires? Oí decir que es una gran ciudad.—Sí, demasiado grande
—Tienes una guitarra, ¿verdad?Silvia necesitó un momento para regresar de sus lúgubres pensamientos y responder. —Sí. ¿Quieres tocar?Jay meneó la cabeza con una sonrisita de costado.Se había preguntado cuán cruel de su parte sería hacer esto, y su cretino interior argumentó que había prometido enmendar su conducta por la mañana y aún era de noche. Que ella no lo reconociera le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, empujando a su ego a aliarse con su cretino interior.—No, pero seguramente tú tocas —replicó con su aire más inocente.Silvia lo observó un momento, como preguntándose si estaba burlándose de ella. Al fin se encogió de hombros y asintió.Jay advirtió que el estuche rígido se veía nuevo, y la guitarra le hizo alzar las
Tocaban una de las canciones viejas de Jay cuando él se dio cuenta que Silvia estaba cantando la segunda voz. La enfrentó alzando una ceja, interrogante y burlón al mismo tiempo. Ella alzó ambas cejas, como preguntando qué le ocurría, y cabeceó para que siguiera tocando. Él lo hizo.—Óyete, mujer, haciendo la segunda voz —dijo cuando terminó la canción.—Oh, es que me gustan tanto sus arreglos vocales. Si no te molesta, prefiero seguir así.—Como gustes.Pero Jay aún no lograba controlar su cretino interior, que eligió Save Your Soul. Y ella cantó la segunda voz aguda con un brillo contagioso de placer en sus ojos. Jay se inclinó un poco hacia ella para cantar:Pero, ¿quién se supone que somos?Ella sonrió en la pausa que siguió y se inclin&oac
Silvia cantaba olvidada del universo.Era como tener a Jim Robinson tocando sólo para ella.Jay era sencillamente irresistible, tocaba tan bien, y su voz le causaba escalofríos.Y como no se conocían y jamás volverían a encontrarse una vez que dejaran la terminal de ómnibus, se sentía extrañamente desinhibida. De modo que cantaba con él como siempre cantaba esas canciones en su casa, mientras limpiaba o se duchaba.No recordaba haberse topado jamás con un hombre tan atractivo, con una personalidad tan magnética, simpático y descortés al mismo tiempo. Un verdadero chico malo, como su hermana menor lo habría llamado. Ella lo catalogaba como un cretino adorable. Exactamente la clase de hombre que siempre fuera su talón de Aquiles.Por suerte todavía tenía ojos en la cara, a pesar de haber llorado tanto. Eso le impedía ignorar l
Ya desde la puerta del corredor, Silvia se dio cuenta que Jay se había quedado dormido. De milagro no había arrojado la guitarra al suelo en sueños.Dejó los cafés en la mesa, guardó la guitarra en su estuche y revolvió su bolso en busca de su manta de viaje.La cazadora de Jay todavía goteaba, colgada del respaldo del otro sillón, y saltaba a la vista que él tenía frío. De modo que lo cubrió, recuperó su café y fue a sentarse a su sillón. Sus ojos se perdieron en la hipnótica danza de la lluvia al atravesar los conos de luz sobre las plataformas desiertas.Hasta que su vista se desvió hacia Jay.Suspiró con una breve sonrisa.Nunca había estado a favor del sexo por revancha, pero este gringo hacía que la idea resultara atractiva.Si tan sólo ella hubiera tenido diez años menos y die
Jay alzó la gorra para mirar alrededor. Había resbalado de lado en sueños y su cabeza acababa de caer sobre el apoyabrazos. Se rascaba el cabello bajo la gorra cuando descubrió que estaba cubierto por una manta de viaje. Y vio a la fan durmiendo en el sillón pequeño, toda envuelta en su chaqueta y hecha un ovillo como un puercoespín.Se estiró para tocarle la pierna. Ella no se despertó, de modo que jaló del ruedo de sus jeans hasta que la vio abrir los ojos. Se sentó erguido en el sofá y le hizo señas de que fuera allí con él. Ella frunció el ceño. Él alzó el extremo de la manta. Ella meneó la cabeza y volvió a cerrar los ojos.—Ven, que hace un frío de mil demonios —gruñó él.—Vuelve a dormir, Jay —replicó ella con otro gruñido.Él estuv