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1. Un Cigarrillo

¡Fantástico!

La crecida había alcanzado la Interestatal, obligando a los ómnibus a volver por donde vinieran, y el servicio había sido cancelado hasta nuevo aviso.

La noticia le provocó unas ganas locas de fumar.

Como estaba diluviando, los empleados de la terminal de ómnibus fingían ignorar a aquellos adictos a la nicotina que aún conservaban un mínimo de instinto de supervivencia, y les permitían fumar en el corredor de acceso, puertas adentro y a salvo del viento y la lluvia.

Le dedicó una mirada aprensiva a su equipaje: mochila, bolso, guitarra. ¿Por qué diablos se había traído la guitarra? No quedaban más que unas pocas personas en la terminal, pero la crueldad de las matemáticas indicaba que una sola bastaba y sobraba para dejarla sin nada. Se dio cuenta que ése era un pensamiento tercermundista, por completo inadecuado en el ombligo del primer mundo.

En caso de que hubiera algún otro tercermundista por ahí, le preguntó al empleado de la ventanilla más próxima si podía guardarle su equipaje por un rato.

—Cerramos en quince minutos, señorita —advirtió el hombre.

Más que suficiente.

Encendió un cigarrillo tan pronto cruzó la puerta que conectaba la amplia sala de espera con el corredor. Los sanitarios se hallaban frente a esa puerta, y el corredor se estiraba unos cinco metros a su derecha.

Los recorrió sin prisa, más allá de las máquinas expendedoras, hasta las puertas vidrieras del acceso desde el estacionamiento. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Cómo había acabado varada en aquella terminal de ómnibus en el medio de la nada? A miles de kilómetros de casa pero a sólo veinte del peor error de su vida.

Y para honrar su tradicional mala suerte, se había desatado aquella tormenta. De modo que ahora estaba obligada a esperar que escampara para que los ómnibus volvieran a circular. Entonces podría tomar uno que la llevara a Fargo, el aeropuerto internacional más cercano, donde podría buscar un vuelo de regreso a casa y a su vida, tal vez gris y ordinaria, pero al menos honesta.

Un nudo le cerró la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. No quería pensar en lo que la hiciera embarcarse en aquel viaje. Tantas esperanzas vanas. Tantas promesas falsas. Se prohibió volver a seguir ese hilo de pensamiento. Ya lo había seguido hasta la náusea durante las últimas veinte horas.

Era inútil, no le hacía ningún bien, y no quería llorar.

Fumó mirando hacia afuera, el estacionamiento desierto y la carretera secundaria que venía de la Interestatal, borrosa en la lluvia.

Regresó a la sala de espera a tiempo para recuperar su equipaje. La última ventanilla de venta de pasajes cerró, los empleados desaparecieron por alguna salida oculta, y en pocos minutos los únicos que quedaban en la estación eran una pareja con tres adolescentes y el señor de la limpieza.

Y ella, por supuesto.

El último ómnibus había llegado del sur un par de horas atrás, trayendo noticias de la crecida del río y la inundación inminente. Los pasajeros tenían sus autos en el estacionamiento, o alguien esperando para recogerlos, y no se habían demorado en la terminal.

El lugar se veía mucho más grande ahora. Un frío cubo de concreto, como un depósito del puerto que de alguna forma se había mudado al campo. La sala de espera ocupaba la mayor parte de la terminal de ómnibus, con dos paredes formadas enteramente por ventanales enormes y puertas corredizas que se abrían a las plataformas, ahora desiertas. El tercer lado del cubo estaba ocupado por la hilera de mostradores y ventanillas de venta de pasajes, y el cuarto lado tenía varias filas de sillas baratas de plástico, cerca de la puerta que daba al corredor de acceso y los sanitarios.

Al otro lado de la sala de espera, cerca de la esquina de los ventanales, había un viejo juego de sofá y dos sillones de un cuerpo en torno a una mesita de café. Era el lugar más alejado de la familia, así que llevó su equipaje allí y lo dejó en uno de los sillones.

Pero no podía quedarse así, esperando que los minutos se arrastraran hasta acumularse en las horas necesarias para que un ómnibus lograra llegar a la terminal. No podía. Necesitaba hallar una manera de matar el tiempo. Si no, le resultaría imposible impedir que su mente regresara a lo que había ocurrido.

A su teléfono le quedaba poca batería, su tablet ya estaba descargada, y se había olvidado el cargador, de modo que nada de jueguitos para distraerse. Cargó monedero, pasaporte y cigarrillos en sus bolsillos, tomó la guitarra y se dirigió de regreso al corredor.

Se le ocurrió que una bebida caliente le sentaría bien.

El señor de la limpieza, un viejito adorable con un acento imposible, le había enseñado a hacer funcionar la vieja expendedora de café, para que el trasto no rechazara sus monedas y le sirviera lo que ella quería.

Dejó la máquina haciendo ruido como si una pandilla de enanos hubiera interrumpido su partida de póker para hacerle un café y se volvió hacia las puertas vidrieras, que gemían azotadas por el viento y la lluvia.

¿Cuál sería un buen lugar para sentarse? Allí, el hueco entre la máquina de café y la de snacks. Prometía protección de las ráfagas frías que se colaban por las puertas, y un poco de calor de la máquina de café.

Pero primero precisaba ir al sanitario.

Los enanos sólo habían llenado la mitad del vaso térmico.

—Ya regreso —les dijo, y cruzó el corredor hacia el baño de damas.

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