Era cinco de septiembre; el día más importante de sus vidas porque ese día conocerían a sus hijos. Salomé despertó en la habitación de Jimmy, que se había convertido en el cuarto matrimonial porque el suyo estaba destinado a pertenecer a los bebés. Días antes habían mandado a pintar y remodelar todo, adecuándolo para ellos. Compraron también dos cunas en madera y las dejaron sin pintar hasta saber el sexo de sus hijos. No habían querido que los médicos se los revelaran porque preferían llevarse la sorpresa cuando nacieran. Jimmy estaba acostado a su lado y lo besó en los labios, despertándolo enseguida. —Vamos, dormilón, es hora de levantarnos. —Jmmm —se quejó él y se dio la vuelta, pero ella lo agarró del brazo para girarlo otra vez. —Jimmy, tenemos que irnos, la cesárea está programada en una hora. —¡LA CESÁREA! —exclamó sentándose de golpe—. Me ducharé yo primero. Corrió al baño y se estrelló de frente con la puerta antes de poder abrirla. —Amor, ten cuidado, no es para tan
—¡Mis gemelas! —gruñó Jimmy, doblándose de dolor antes de caer tendido en el suelo. —¡Maldito imbécil! —gritó Salomé, después de haberle estampado el dorso de su pie derecho en la entrepierna—. Ten mi bolso, Sayda. Según ella, él le había tocado el trasero cuando estaba entretenida hablando con sus dos amigas, cerca de la barra de ese club que visitaba con frecuencia los viernes cada quince días, con el fin de emborracharse hasta olvidar su apellido. Sin quedarse conforme con eso, se abalanzó sobre el hombre que yacía en el suelo, sujetándose aquello con ambas manos mientras gruñía, quejándose de dolor, y se sentó a horcajadas sobre él; o más bien, sobre su amiguito agonizante. Comenzó a golpearlo en el pecho con los puños y jalarle el cabello, al mismo tiempo que le gritaba un montón de palabras obscenas. —¡Yo no fui, demonios, yo no fui! —gritaba el chico, tratando de cubrirse el rostro con las manos, apretando al mismo tiempo las piernas en un intento de esconder sus partes nobl
Jimmy llegó a su casa en compañía de su mejor amigo Paul, que lo escuchó quejarse de dolor durante todo el camino en el carro y lo vio subir las escaleras casi cojeando. Tenía que abrir las piernas más de lo normal al caminar, para procurar que el roce de la ropa interior no desprendiera la piel de su amiguito por completo, y ahora que ya por fin estaba en su casa, podía dejar de disimular y pretender aparentar que era capaz de caminar con normalidad. Ya se estaba imaginando que al bajarse los pantalones para inspeccionar el daño, se encontraría con una escena realmente sangrienta y aterradora, dónde su músculo más querido estaría todo espichado, con moretones o tal vez hasta sangrando; y ni imaginar lo que pudieron haber sufrido sus huevos, que sin duda podrían estar reventados y hasta desprendidos. El golpe que le propinó esa chica loca por poco lo manda directo al hospital para que le revisaran su órgano reproductor, que era una de las partes más preciadas de su cuerpo. No conse
Jimmy se levantó de su silla sin decir una sola palabra y se dirigió hacia la imponente ventana que daba al balcón, asomando su cabeza al precipicio en cuanto la abrió. —¡Jimmy Matías!, ¡¿qué carajo haces?! —vociferó su padre levantándose de su asiento y dirigiéndose hacia él. —Acabaré yo mismo con mi vida antes de que tú lo hagas, al fin y al cabo de las dos formas estaré muerto —respondió inclinándose más en el borde del balcón. —Deja tus malditas payasadas para otro momento, ¿no ves que ese par de señoritas te están viendo? —le dijo Frank en un susurro, agarrándolo discretamente del codo. —Estás demente si piensas que voy a casarme con ella, ¡es una loca! Ayer casi me deja sin gemelas y por poco descabeza a mi garrote. —¡De qué m****a estás hablando! —No lo entiendes, pero puedo asegurarte que eso no es una mujer normal. Puede ser muy pequeña, y tener una cara bonita, pero está poseída por un gorila; ella es King Kong y yo no seré su Ann Darrow. —Jimmy, hijo, escucha… Tienes
—¿Estás persiguiéndome? —le preguntó Jimmy, mirando fijamente al frente. —¿No tienes una mejor manera de llamar la atención? —contestó ella, atreviéndose a ojear el perfil de su rostro. —Tú fuiste la que no pudo tomar otro ascensor, tenía que ser este… —No creas que por parecer un príncipe salido de una película de Disney, te conviertes automáticamente en alguien irresistible —lo interrumpió, haciéndolo apretar la mandíbula—. Lamento informarte que hay mujeres que sí tenemos buen gusto. No te creas el centro del mundo, “niño bonito”. Las puertas del ascensor se abrieron y Salomé salió, dándole un leve empujón en el hombro, (o bueno, hasta dónde le alcanzó su estatura). Jimmy se quedó sin palabras por lo que le dijo ella. Jamás ninguna mujer en sus veinticuatro años de existencia le había hablado de esa manera; todas las chicas, mayores que él o más jóvenes, siempre escurrían la baba estando a su lado y buscaban la forma de hacerlo sentir el rey del universo. Todas, absolutamente
Afortunadamente, Salomé se encontraba justo de espaldas a su cama cuando su “querida” tía Victoria, le dio la agria y funesta noticia que la hizo perder la estabilidad de sus piernas y dejarse caer hacia atrás, aun con los ojos abiertos, pero la mente nublada. El teléfono celular, de última tecnología que poseía, no corrió la misma suerte, al terminar estampado contra el duro suelo de mármol en tono de madera de pino que poseía su habitación.La chica miraba hacia el techo con los ojos bien abiertos y su boca, formando a penas una pequeña línea de espacio entre sus labios; ni siquiera parpadeaba, y el único movimiento que se podía percibir en su cuerpo, era el de su pecho que subía y bajaba por la respiración agitada. El sonido de la voz de Victoria por del altavoz, que se había encendido en su teléfono por accidente, la sacó de su trance, llamándola con un tono de furia que ya era típico escuchar en aquella mujer:—¡SALOMÉEEEEEEEEE! —gritó por cuarta vez, haciendo que se levantara
Salomé tuvo que inhalar y exhalar profundamente varias veces para no irse corriendo detrás de Jimmy, arrancarle los huevos y hacerse un omelette con ellos; solamente pudo cerrar la puerta con seguro e ir a ponerse la pijama por segunda vez en esa noche, para ver si por fin la dejaban dormir en paz. Se sentó en la cama, que estaba perfectamente tendida con sábanas blancas, y le pareció que era muchísimo más blanda que la suya; podía ser un colchón de agua, porque cuando se acostó, sintió como si estuviera flotando y esto la hizo sonreír; por lo menos estaría cómoda esa primera horrible noche que tenía que pasar fuera de su hogar. Se levantó nuevamente, bajó el enorme y pesado edredón y se escabulló dentro, acurrucándose en posición fetal, como solía acomodarse para dormir; sin embargo, una vez que cerró los ojos, la sonrisa burlona de ese pimpollo y la expresión de su rostro pícaro cuando le guiñó uno de sus ojos acaramelados, apareció frente a ella, y de inmediato tuvo que abrir nuev
Salomé caminó derrotada directamente al cuarto de Jimmy, que ahora era suyo. Solamente cuando entró y pasó frente al espejo, se dio cuenta de que había salido completamente desnuda y la vergüenza le hizo enrojecer las mejillas. «¿Y si él hubiera abierto la puerta?» Completamente apenada, se preguntó una y mil veces cómo podía ser tan descuidada. Si ese pimpollo la hubiese visto como Dios la trajo al mundo, se habría convertido en la razón para burlarse eternamente de ella.Tenía que pensar con cabeza fría qué se suponía que haría ahora que no tenía ni siquiera un calzón que usar. Había donado hace muy poco casi toda su ropa, por lo que solo tenía unos cuantos vestidos y pantalones informales.Odiaba la ropa formal porque le recordaba que era una chica adinerada. Su tía era quien le compraba los vestidos y trajes de etiqueta, pero cuando no tenía que estar presente en ese imponente edificio, siempre iba a cualquier almacén a comprar su ropa de uso diario en compañía de sus amigas, ya