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CAPÍTULO 5: La mudanza

Afortunadamente, Salomé se encontraba justo de espaldas a su cama cuando su “querida” tía Victoria, le dio la agria y funesta noticia que la hizo perder la estabilidad de sus piernas y dejarse caer hacia atrás, aun con los ojos abiertos, pero la mente nublada. 

El teléfono celular, de última tecnología que poseía, no corrió la misma suerte, al terminar estampado contra el duro suelo de mármol en tono de madera de pino que poseía su habitación.

La chica miraba hacia el techo con los ojos bien abiertos y su boca, formando a penas una pequeña línea de espacio entre sus labios; ni siquiera parpadeaba, y el único movimiento que se podía percibir en su cuerpo, era el de su pecho que subía y bajaba por la respiración agitada. 

El sonido de la voz de Victoria por del altavoz, que se había encendido en su teléfono por accidente, la sacó de su trance, llamándola con un tono de furia que ya era típico escuchar en aquella mujer:

—¡SALOMÉEEEEEEEEE! —gritó por cuarta vez, haciendo que se levantara de golpe y quedara sentada en la cama, para luego reaccionar y empezar a buscar su teléfono en el suelo.

—Sí, Aquí estoy —pudo contestar una vez que se puso el aparato en el oído.

—¡¿Escuchaste lo que te dije?! —La voz de Victoria casi le rompe el tímpano derecho, cuando salió como un estruendo del altavoz.

Se dio cuenta de que se había puesto el celular al revés en el oído, cuando casi se queda sorda, por lo que tuvo que introducir la punta de su dedo meñique y agitarlo varias veces, para quitarse la horrible sensación de aturdimiento que le dejó la voz de su tía bruja.

—Dime que es mentira… —le rogó, recordando claramente las palabras que casi la habían hecho tener un desmayo.

—¿De qué te sorprendes?, ¿cuándo has visto que dos esposos vivan separados? —El tono de burla con el que Victoria le hizo ese cuestionamiento, la llevó a hacer un mohín torciendo los ojos, mientras sus mejillas comenzaban a sonrojarse cada vez más.

—Mi matrimonio con ese muñequito de porcelana no es real, ¡tú me obligaste!

—Yo no te obligué, querida, las circunstancias lo hicieron, y ahora tienes que aceptar tu destino y salir inmediatamente de tu bonita mansión de princesa para ir a instalarte en la casa de tu esposo. —La soberbia con la que hablaba victoria, sobresalía por encima de los buenos modales, de los que siempre hacía alarde, y a Salomé no le quedó de otra que escupir unos cuantos insultos mudos haciendo fonomímica frente al teléfono—. En un minuto te enviaré la dirección, no llegues tarde. —Fue lo último que escuchó antes de oír el pitido que le anunció que su tía había cortado la llamada.

Arrojó el teléfono a la cama enfurecida y este rebotó en el blando colchón varias veces, antes de caer al otro lado, provocando que su ira incrementara. 

Un grito en forma de alarido de derrota, salió de su garganta mientras apretaba los puños, hasta que sus nudillos se pusieron blancos y las marcas de sus uñas quedaron tatuadas en sus palmas rosadas, formando líneas púrpuras.

Resignada, empezó a buscar en el armario qué ponerse para irse a vivir a la casa de su nuevo esposo. 

Sabía que tenía que hacerlo, pero todavía no se sentía derrotada; si su tía creía que por haberla obligado a contraer matrimonio con ese niño bonito, iba a perder su libertad y volverse una sumisa, estaba muy equivocada, porque para ella todavía no era el final y nada de lo que pretendieran imponerle, la iba a hacer agachar la cabeza ante nadie.

Tenía claro que desde que habían muerto sus padres en ese accidente automovilístico, se había quedado sola en el mundo y tenía que aprender a defenderse, incluso de su propia tía. Mientras sus padres estaban vivos, había aparentado amarla como si fuera su segunda madre, pero ella nunca se fio de sus muestras de afecto hipócritas y sabía que el único objetivo que tenía Victoria, era quedarse algún día con una parte de su empresa.

Empezó a empacar las dos maletas con toda su ropa y accesorios de uso diario, para luego llamar a uno de sus guardaespaldas, y pedirle que la llevara a la dirección que le acababa de enviar la víbora venenosa.

Por un momento pensó en llamar a sus amigas para contarles lo sucedido, pero se abstuvo al suponer que ellas querrían correr a socorrerla de inmediato y no le convenía que la buscaran en la que sería su nueva casa, hasta estar segura de que no las recibirían con una lluvia de balazos en la puerta. 

Ese muñequito guapo era alguien muy importante, y debía tener su casa custodiada con por lo menos treinta tropas de soldados armados con ametralladoras y lanza granadas, así que se reservó las ganas de tener el apoyo de sus amigas y guardó silencio en todo el camino, mientras miraba aburrida por la ventana polarizada.

❤ღ❤

Jimmy ya se había bebido todos los botellones de agua que guardaba en su nevera y había evacuado su vejiga por lo menos unas veinte veces, desde que su padre lo llamó para advertirle que “la señorita Salomé”, se iría a vivir con él esa misma noche. 

No sabía por qué, pero se la había pasado dando vueltas por toda la casa, revisando que todo estuviera en orden y no hubiera un solo rastro de polvo, como si fuera a recibir en su hogar a la mismísima reina de Inglaterra; cuando lo pensó de esa forma, no pudo evitar las arcadas que le provocó haber comparado a Salomé con una reina. Ella era un gorila feroz que estaba atrapado en un cuerpo diminuto y sensual, con una carita de ángel que no había visto nunca, y que podría pasar desapercibida a primera vista ante cualquiera, como una frágil mujercita tierna.

Los nervios que sentía le estaban haciendo temblar las rodillas. Nunca antes había experimentado esa sensación de zozobra tan intensa, ni siquiera cuando, siendo tan solo un niño de catorce años, le había enviado “por error” un mensaje indecente a su maestra de ciencias naturales…

El caso era que ese día la profesora llevaba un vestido tan corto y hacía tanto viento, que una ráfaga que entró por la ventana mientras escribía en el pizarrón, le levantó la falda, dejando a la vista una tanga diminuta. Si no hubiera sido porque el triángulo superior sobresalía de entre sus nalgas, Jimmy hubiese pensado que no traía ropa interior. Esa era la primera vez que había visto algo de ese tipo, y para deshacerse del bochorno que sentía, optó por escribirle un mensaje, diciéndole lo bonitas que se veían sus nalgas debajo de esa falda; sin embargo, no supo en qué momento presionó el botón de enviar y se enteró del error que había cometido, cuando vio alumbrar el celular de la maestra sobre su escritorio. En ese instante había empezado la competencia entre el tablero y él, con respecto a cuál de los dos se veía más pálido, pero para su fortuna, el sonido de la campanilla lo salvó y fue el primero en salir del salón…

El sonido del timbre, proveniente de la puerta principal, lo alertó sacándolo de sus recuerdos y se levantó del mueble, mordiéndose la uña del dedo meñique, para luego volver a sentarse y empezar con la actuación. 

Quería hacer de cuenta que no estaba nervioso y que incluso le daba igual tener que empezar a compartir su vida con una mujer. 

Por mucho que había estado rodeado de mujeres hermosas durante casi toda su corta existencia, su mente le repetía que ella no era una simple mujer, que no era como todas las demás. Salomé estaba loca y podía ser muy peligrosa, no cabía duda al respecto; por eso debía cuidarse y por lo menos fingir que él era quien mandaba en su hogar.

Cuando su querida ama de llaves abrió la puerta y la escuchó saludar a la versión femenina de King Kong, lo supo… era ella… ya no podía escapar de su destino… 

Tomó el vaso vacío que reposaba sobre la mesa de centro y se lo llevó a la boca, escurriendo la última gota de agua que quedaba en él, buscando humectar su garganta seca, la cual inmediatamente se sintió carrasposa cuando la vio pasar, luciendo un bonito vestido blanco que sobrepasaba la rodilla, estampado con unas sutiles flores brillantes.

Se aclaró la garganta después de repasar a su nueva esposa, que ni siquiera se tomó la molestia de girar su rostro hacia él para saludarlo.

—Anita, se acabó el agua, manda a traer más, por favor —le dijo a su nana, quien seguía a la señorita que cruzaba el pasillo.

—Sí, señor, ya mando a traer otros tres botellones —respondió la mujer con una sonrisa maternal en su rostro—, pero primero déjame acompañar a la señorita Salomé a la habitación.

Hasta ese momento, Jimmy no había caído en cuenta de ese pequeño detalle.

«¿Y si también tendrá que dormir en mi habitación?» 

Su corazón se aceleró por este pensamiento, viendo cómo el par de mujeres empezaban a subir los escalones de la amplia escalera. Por un momento, sus miradas se encontraron cuando Salomé giró su rostro hacia él, lanzándole una mirada orgullosa, para luego perderse en la planta superior. 

Su vejiga volvió a reclamarle por haberse bebido él solo las tres botellas de agua, de un litro cada una, y tuvo que correr al baño del primer piso antes de subir hacia su cuarto, pero cuando llegó encontró que la puerta estaba cerrada con seguro y Anita no se veía por ninguna parte.

Golpeó la puerta tres veces con sus nudillos sin obtener respuesta, así que volvió a tocar un poco más fuerte y escuchó una “dulce” voz femenina del otro lado:

—¡¿QUIÉN ES?! —Era ella, y sus cejas se elevaron por la confusión.

«¿Qué hace en mi cuarto?»

—Yo, Jimmy Matías.

El silencio fue la única respuesta que obtuvo en el primer par de segundos, hasta que la puerta de su habitación se abrió levemente y el rostro de la chica se asomó.

—¿Qué quieres, Jimmy Matías? —preguntó haciendo énfasis en el tono de su voz al pronunciar su nombre.

—Entrar a mi cuarto —respondió, queriendo mostrar firmeza en su tono de voz.

Por un instante le pareció que ella se notó confundida también, pero enseguida adoptó una expresión de seguridad.

—Este ya no es tu cuarto, ahora es mío.

La furia se hizo notar en su rostro, que enseguida se puso de un tono rojo intenso, y sus ojos color miel se clavaron en los de su enemiga.

—Veo que no fuiste al psiquiatra como te lo recomendé, es bastante notable que estás desvariando —respondió sin apartar sus iris caramelo de aquellos ojos negros, que ahora parecían verse más oscuros y desprender chispas de fuego.

—Si no te vas de aquí ahora mismo, no dudaré en terminar lo que empecé en el bar, y hablo en serio, Pimpollito. —Con sus ojos oscuros le taladró el rostro, y las líneas que se formaron en su frente eran la última señal de que le estaba dando la oportunidad de escapar, antes de que su garrote fuera masacrado quién sabe de qué manera.

Sabía que tenía que huir de ahí de inmediato; sin embargo, esbozó una sonrisa de burla cuando pasó por su mente la venganza que estaba preparando contra la chica gorila.

—Está bien, puedes quedarte por esta noche en mi cuarto, pero tienes que saber que es solo porque yo te lo permito, mañana veremos qué sucede… ¡CUCARRÓN SALVAJE! —advirtió antes de guiñarle un ojo y avanzar por el pasillo hacia la otra habitación, seguro de que la había dejado ardiendo de furia…

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