Capítulo 3

—¿¡Por qué me haces esto!? —grita Adriano exigiendo con una voz mandona una respuesta para entender este comportamiento de su padre. Debido a ese tono de voz que ha usado causa que la tencion que ya se volvia muy pesada entre ellos ahora hay miradas llenas de odio y rencor. 

—¡Porque quiero y puedo! —contesta el señor Felix Borbón—. Además, tu madre me apoya en esto.

—No es cierto; mi madre no apoyaría esta descabellada idea; no dejaría que su único hijo se case con una mujer que no conoce —protestó Adriano, negándose a creer que la única persona que lo apoya sea capaz de traicionarlo.

—Si no me crees, pregúntale —el hombre mayor de cabellos rubios con algunas canas agarra la ropa que está tirada en el piso y se la arroja a su hijo que está desnudo frente a él—. Cámbiate; te espero en el auto —le ordenó saliendo del lugar.

Al estar solo, Adriano tira todas las copas de cristal de la mesa que al caer al piso se rompen en mil pedazos y de un puntapié en el sillón que hace un instante ocupaba. Sin embargo, al no pensar en las consecuencias, el impacto ha sido más fuerte, causando un dolor en su dedo.

—Mierda —maldice, agarrando su pie y brincando de dolor. Cuando el dolor se ha reducido un poco, baja el pie intentando caminar, se viste rápido y se coloca las botas oscuras que traía. Se pasan las manos por el cabello, acomodándolo como de costumbre. Al terminar, camina directo a la puerta; esta cae de nuevo al piso y al otro lado mira a su padre esperando con sus hombres—. Tendrás que pagar por esa puerta —le avisa a su padre.

—Tú no te preocupes, solo camina —ordenó el señor Félix. Adriano empieza a caminar de nuevo mientras el señor Félix le hace una señal a uno de sus hombres para que vaya a pagar lo de la puerta.

Salen del lugar; las personas ni siquiera los ven; es como si fueran fantasmas. Padre e hijo entran a la camioneta de color oscuro y uno de sus hombres cierra la puerta…

El chofer pone en marcha el motor de la Range Rover y sale del estacionamiento del lugar a toda velocidad. Ninguno de los dos hace ni el más mínimo contacto visual; el ambiente está cargado de ira y de un silencio muy irritante.

El auto entra a la casa, estacionándose en frente y Estéfano baja antes de que alguien le abra la puerta. Entrando a la casa de mala gana, subiendo las escaleras con rapidez, como si fuera un adolescente molesto que acaban de sacar de una fiesta.

Nadia ha visto todo y se ha dado cuenta del disgusto en el rostro de su hijo, dándose cuenta de que no le ha gustado para nada saber que tiene que casarse. Su esposo entra también con una expresión seria.

—¿No lo tomo bien? —pregunta la mujer con una voz débil.

—¿Tú qué crees? —contestó su esposo de mala gana.

—Iré a hablar con él.

—Sí, y convéncelo de que se casará sin importar que lo amarre —mencionó Félix, furioso.

Nadia lo ignora, subiendo las escaleras con mucha calma, y es que su enfermedad no le permite agitarse mucho. Al estar en el segundo piso, se detiene intentando controlar su respiración tan agitada y, después de unas cuantas respiraciones profundas, encuentra las fuerzas para seguir adelante.

Se detiene frente a la puerta de la habitación de su hijo; con sus nudillos toca la puerta, escuchándose el eco por todas partes y espera la contestación de su hijo.

—¡No quiero ver a nadie! —se escucha un grito proveniente del interior.

—Ni a mi hijo —en el interior se escuchan los pasos al acercarse a la puerta y esta se abre. Nadia, por una pequeña abertura, mira el rostro malhumorado de su hijo—. ¿Puedo pasar? —Adriano asiente con la cabeza, abriendo más la puerta, dejando que su madre entre. Nadia cierra la puerta y toma la mano de su hijo llevándolo hasta la cama—. ¿Estás bien?

—Todavía lo preguntas, mamá, dime tú qué sentirías de saber que tus padres te quieren casar a la fuerza con una mujer que ni conoces —protestó Adriano disgustado.

—Lo sé, hijo, pero no lo hacemos para molestarte o hacerte daño; esa no es nuestra finalidad.

—¿Y si no es esa, cuál es? —preguntó el joven de 25 años levantándose de la cama.

—Tu padre y yo te amamos —expresó Nadia.

—Pues no lo parece.

—Hijo, te seré sincera, tú mejor que nadie sabe mi delicado estado de salud y me encantaría verte casado antes de que muera —dijo la mujer con una voz baja y triste—. Sé que la manera en la que tu padre lo ha hecho no es la más adecuada, pero es la única que hemos encontrado y es que quiero verte en el altar; quiero llevarme ese recuerdo conmigo.

Adriano se queda callado; por más enojo que le tenga a su padre por obligarlo a casarse con una mujer desconocida, escuchar esa versión por parte de su madre hace que recapacite un poco y, por más que no quiera hacerlo, no puede decirle que no a su madre; ella es lo más importante para él.

Respira hondo, pensando bien en lo que le dirá a su madre.

—¿Pero por qué no me dejan escoger? —exigió Adriano sin apartar la vista de su madre.

—¿Cree que alguna mujer te acepte después de lo que pasó con Sara? —Nadia siembra la semilla de duda en su hijo y logra muy bien su cometido porque Adriano acepta que tiene razón. Cierra los ojos y vuelve a suspirar.

—Está bien, mamá, acéptate casarme, ¿cómo se llama mi esposa? —averigua para saber por lo menos el nombre.

—Su nombre es Tania y tiene 24 años —le cuenta Nadia lo poco que sabe de la chica.

—Tania, ¿y cuándo nos casaremos? —interroga Adriano.

—Lo que me dijo tu padre es que sería en una semana.

—¡Qué! ¿Por qué tan rápido?

—Porque recuerda, hijo, que puedo morir en cualquier momento y entre más rápido y mejor —añadió su madre.

—Está bien, preparen todo; me casaré con ella —aceptó Adriano con una voz débil y fría.

Entretanto, en la residencia de la familia Mercier el señor Baltasar ha llegado lo más rápido posible. Entrando a su casa en busca de su hija, camina por el corredor, abriendo cada puerta de su enorme casa sin poder encontrarla, hasta que va a buscarla a la sala trasera, donde, por suerte, encuentra a su esposa e hija.

—Qué bueno que las dos estén aquí —dijo Baltasar. Entrando a la sala, su esposa e hija se dan cuenta de que está todo sudado y su traje está desarreglado.

—¿Todo bien, cariño? —preguntó su esposa al verlo tan alterado.

—Claro que sí, traigo unas noticias espectaculares para Tania —habló con una sonrisa forzada, mirando directo a su hija—. Te casarás con Adriano, el hijo de mi amigo Felix Borbón.

Tania, al oír eso, abre los ojos como platos, tragando saliva que por poco se le atora en el cuello. No cree en las palabras de su padre y es que él sabe que tiene una relación amorosa con otro hombre.

—Qué buena broma, papá —se rio Tania ante la declaración de su padre.

—No es broma; te casarás en una semana…

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