¿Es decir, que puedo volver?, preguntó, mirando la luz que proyectaba el magnífico Ser que la había traído hasta aquí hacía ya mucho tiempo. Muchísimo, o así lo sentía. No había días ni noches en este lugar; ni invierno, ni verano. Sin embargo, podía haber transcurrido sólo un segundo desde entonces; el tiempo no existía aquí. No existía el ahora; era un eterno siempre.
Volver, volver… Sé qué clase de “volver” tienes en mente, y no, no es ese “volver”, contestó. Estarás entre ellos, podrás verlos e incidir en sus vidas, pero ellos no te verán a ti, ni se enterarán jamás de que los miras.
Seré entonces un espíritu errante entre ellos. Suena muy solitario, pensó luego, pero no se atrevió a decirlo en voz alta, aunque seguramente Él había escuchado ese pensamiento. Él lo sabía todo.
Era muy tentador. Volver, no importaba cómo, le producía cierto cosquilleo en el pecho que ya no tenía.
Antes, hacía una vida, era una mujer y la llamaban Heather Calahan, aunque ya le quedaban pocas memorias de esa época de su existencia, y fue alguien que menospreció la vida, la suya y la de los demás. Había intuido que tendría que pagar una especie de expiación por sus muchos pecados, y tal vez de eso se trataba esto que le ofrecían. Suponía que, si le daban la oportunidad de volver a la Tierra, no era de vacaciones; algo importante tendría que hacer, aunque en su caso especial, seguro sería algo nada heroico. Ser la guardiana de un perrito, tal vez, o vigilar que las cucarachas no escasearan.
Estás a punto de decir que sí, dijo la hermosa voz de ese Ser viviente que tenía en sus manos el destino de todo lo que existía, y la que ya no era Heather, ni nadie, en realidad, porque ya no tenía un nombre, sonrió dentro de sí. Lo había amado desde el mismo momento en que lo había sentido, y nunca habría sido capaz de negarle nada. Podría haberle obligado a hacer lo que quisiera, pero le había preguntado y por eso le amaba más.
Sí. Siempre fue un sí, contestó al fin, y se sintió en libertad de hacer una broma. Nunca pensé que se enviaran a la tierra hadas madrinas.
Hay millones de “hadas madrinas” en la tierra, dijo Él. Sólo que muy pocos consiguen darse cuenta.
No se podía ver nada delante, y la luz de los faroles encendidos del auto no llegaban más allá de una cortina espesa de agua.Una lluvia torrencial limitaba la vista, cerraba el cielo nocturno y obligaba a los transeúntes detenerse bajo cualquier techo que los amparara; los limpiaparabrisas no daban abasto para poder conducir con cierta normalidad, y los árboles se inclinaban pesarosamente por la fuerza de las gotas de agua. Adam Ellington tenía que andar despacio en su Mercedes Benz a través de avenidas y luego calles más estrechas hasta que al fin llegó a su destino: la casa de Tess Warden.Con mucho cuidado, sacó el paraguas y lo abrió antes de salir del auto, cerró la puerta y caminó por el pequeño jardín delantero. Al llegar a la puerta, ya sus zapatos se habían mojado.Sabía que hacía poco Tess vivía sola aquí co
Tess salió de la habitación minutos después buscando su teléfono. Tenía el vestido negro a medio poner, pero debía hacer una llamada a la niñera que siempre le cuidaba sus hijos cuando ella necesitaba salir, así que no le importó salir tal como estaba de la habitación.Al ver a Nicolle en sus brazos, corrió a él para quitársela, pero él se lo impidió poniendo un dedo sobre sus labios.—La despertarás —le dijo, y Tess miró ceñuda a su hija. Pero no tuvo tiempo de ponerse a pensar en por qué la pequeña había elegido el hombro de este extraño para dormirse, siendo que era sumamente quisquillosa, pues estaba retrasada y todavía le faltaba terminar de vestirse.Diablos, ¿cómo había podido olvidar esta cita?, se preguntó. Georgina incluso había insistido en que la
Adam respiró profundo, dándose por vencido esta noche. Miró la mesa, el pequeño adorno de flores, y cuando el mesero llegó a ellos para preguntarles si se habían decidido por algún plato del menú, él simplemente pidió la cuenta.La cita estaba yendo de mal en peor, Tess no estaba dispuesta siquiera a tener una conversación civilizada, y seguir insistiendo sólo haría que ella empezara a odiarlo, y no quería eso.Cuando volvieron al auto, ella dio unos pasos en otra dirección.—Puedo irme en taxi.—No seas tonta, te llevaré.—No es necesario que me lleves, yo puedo…—Sí, ya sé que eres una mujer fuerte e independiente, que te vales por ti misma, que no necesitas nada de mí, ni de nadie. Lo sé, Tess… Pero no me quites el derecho a llevarte, quiero hacerlo, puedo hacerlo
—¿Tan mal te fue? —le preguntó Heather a Tess por teléfono esa misma noche, mientras ella cerraba la puerta de la habitación de sus hijos después de comprobar que estaban bien.—¿De qué hablas? —preguntó.—Pues, ¡de tu cita con Adam Ellington! —protestó Heather —Has vuelto muy temprano, ¿no? Por eso deduzco que fue mal—. Tess entró a su habitación para desvestirse.—Oh… Fue un desastre total, Heather —contestó Tess poniendo el altavoz para poder ponerse su pijama—. Yo… Te digo que ni siquiera recuerdo de qué hablamos, sólo sé que me enfadé y nos vinimos antes de pedir la cena.—¿Cómo puedes no recordar algo que acaba de suceder? —Tess se encogió de hombros—. Oh, diablos, otra vez usaste a August como excusa para no
—Y al final, hubo que ponerlo en su lugar —iba diciendo Abel Robinson, uno de los más importantes socios en la compañía que Adam presidía—, y SteelWoods ahora es completamente nuestra —sonrió, y luego concluyó diciendo: —De nada—. Adam asintió, aunque no había prestado mucha atención—. Traeré para ti los papeles que debes firmar.—No hace falta…—Debe hacerse hoy mismo, Adam —insistió Abel. Pero es domingo, quiso decir Adam, no quiero firmar nada hoy; sin embargo, Abel se puso en pie, y luego Adam comprobó que no era sólo para ir por unos papeles, sino para fumarse un puro. Adam miró a Horace Goldman, su otro socio, quien sonrió meneando su cabeza.—No has prestado atención a nada de lo que dijo.—Claro que sí.—Claro que no —in
Tess estaba sorprendida. Miró la pequeña caja de madera en sus manos tratando de encontrarle un sentido a lo que había dicho este hombre. Era un amigo de Georgina, la madre de Heather, y ahora recordaba que siempre que hablaba con él, era extraño, y molesto, y… Sí, era un mujeriego, recordó, y se había atrevido a besarle la mejilla.Se limpió el beso sintiéndose irritada, y lo vio caminar hacia los autos que estaban aparcados frente al parque. Miró de nuevo la caja musical y le dio vuelta a la manivela, dos, tres veces.Y la música empezó a sonar.È triste il mio cuor senza di teChe sei lontana e più non pensi a meDimmi perché.Una serie de imágenes empezaron a sucederse en su cabeza, imágenes como de una película vista en su niñez, sólo que no era
Adam Ellington estaba sentado en el suelo, contra la pared, mirando el piano de la sala de su casa, o lo que parecía ser su casa, pues eran los mismos muebles y ventanas; con los mismos colores, texturas, la misma luz. Tenía sus ojos clavados en el piano de madera, negro, afinado, con un sonido precioso.Lo habían mandado afinar muchas veces durante su vida, y un anciano ciego venía, se sentaba frente a él y lo volvía a dejar como nuevo. A él siempre le había fascinado la manera en que, sólo ayudado por su oído y unas pocas herramientas, hacía su tarea.Su padre había descubierto que tenía habilidad para la música, y de inmediato había contratado a los mejores maestros para él. Sin embargo, le dijo que era sólo para que tuviera algo en qué ocupar ese talento, pues lo que se esperaba de él era que dirigiera en el futuro las empresas.<
Heather Branagan se sentó en la cama al lado de Tess, que, recostada de medio lado, mantenía sus ojos cerrados a pesar de no estar dormida.Las suaves manos de su amiga le acariciaron el cabello, y se quedó allí largo rato haciéndole compañía, pero Tess no dijo ni hizo nada. Tampoco le había explicado a su amiga por qué le dolía tanto la muerte de Adam, siendo que hacía unos días era incapaz de recordar con precisión su nombre y apellido.Heather y Georgina habían venido a su casa para cuidar de ella y los niños. Habían estado en el entierro de Adam, y también se habían lamentado por su prematura muerte. Sin embargo, ninguno había sido capaz de ofrecerle una palabra que realmente la consolara. Cuando decían: Dios sabe cómo hace sus cosas, eso sonaba tan egoísta y mezquino que lo odiaba. Cuando decían: Todo tien