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No hay lugar como el hogar

Nora 

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano, antes de decidirme por fin a subir la calefacción del viejo Volvo. No podíamos gastar demasiada gasolina, pero tampoco podía dejar que mi Leoncito, continuase tiritando de frío. Ya era demasiado con sentir hambre, sin decir ni pío, como para agregarle algo más a la lista. 

Mi mirada fue desde el parabrisas azotado por la lluvia, al pequeño que dormía en el asiento trasero, aferrado a su pequeño caballito de peluche. 

Lo llevaba a todos lados, desde que su maestra favorita en la guardería se lo regaló al marcharnos para que nunca la olvidase.  

Esos fueron buenos tiempos. Tenía trabajo en una cafetería, donde todos nuestros clientes eran amigos. La mayoría de ellos, pasaban sus tardes allí, me preguntaban por León, le llevaban dulces y siempre me dejaban generosas propinas. 

La guardería estaba a solo dos calles de allí y todo marchaba bien. Incluso comencé a creer que lo lograría, que podría darle a mi hijo todo lo que necesitaba. 

Que tont@. 

¿Cómo iba a lograrlo una mujer sin estudios, ni talentos? 

De aquello ya habían pasado dos años. El mundo se me vino encima, luego de que mi jefe me propusiera una aventura que rechacé. Eso le sentó mal. Así que, no solo me despidió de inmediato. También se encargó personalmente de esparcir el rumor de que le había robado el dinero de la caja, una noche que me encargó cerrar.  

Cretino. 

Los recuerdos me golpearon, impidiéndome respirar. Por lo que decidí echarme a la orilla y dejar caer la cabeza sobre el volante, dispuesta a permitir que las lágrimas recorrieron mi rostro. Ya estaba cansada de la desesperación, el miedo, esa sensación de sentirme un completo fracaso como madre. ¿Qué clase de madre no podía proporcionarle cuatro comidas al día a su hijo? ¿O darle educación básica? 

El nudo que sentía en mi garganta, se hizo tan grande que me vi obligada a gemir. 

—¿Mami, ya llegamos? —Me sequé el rostro a toda prisa cuando escuché su vocecita desde la parte trasera del coche—. ¿Estabas llorando? 

—¿Yo? ¿Qué? —Me incorporé rápidamente para que no notase que me acababa de derrumbar —¡no! Yo nunca lloro, lo sabes —intenté convencerlo forzando una sonrisa. 

Lo observé por el reflejo del espejo retrovisor restregándose los ojos con su manito. 

Lo pensó un instante con los ojos clavados en mi espalda, podía sentirlos. 

—Eso es mentira, te he visto triste —. Se quitó el cabello de los ojos, necesitaba un corte, entre muchas otras cosas —. Un montón de veces… —dijo bajito. 

Me aferré al volante con fuerza y cerré los ojos un instante. 

—Ya. No estoy triste, solo cansada, Leoncito. ¿No quieres dormir un poco hasta que lleguemos a la casa de tu abuela? —Luego de dar tumbos por todos lados, había decidido volver al último lugar que deseaba. Monte de Oro, el pequeño pueblo turístico donde había crecido. 

No fue una decisión fácil, pero mi Leoncito ya comenzaba a comprender nuestra precaria situación, y estaba en edad de escolarizarse. 

Necesitaba con desesperación un cable, algún tipo de ayuda, la que fuese. Por eso había decidido comerme mi orgullo y acudir a la última persona en el mundo a la que deseaba volver a ver. 

Mamá. 

—No quiero —, arranqué el coche, nuevamente. Al menos podía decir que el Volvo, se estaba portando como un campeón —. Tengo hambre, ¿crees que la abuela tenga algo de comer? 

Acababa de decir lo que más temía que dijese durante las doce horas que se encontraba despierto. Y como si no pudiese ser peor, albergaba la esperanza de que había una abuela que desearía recibirlo con bombos, platillos y un plato de comida humeante. 

Esperaba aquello. Solo había logrado comprar dos sándwiches de jamón y queso en una tienda de veinticuatro horas, además de algo de yogur, ¿hacía cuánto? ¿Seis horas? 

Guardé el mío por si me decía que sentía hambre antes de llegar a casa de mi madre y agradecí haberlo hecho, a pesar de las quejas de mi estómago. 

Lo contemplé durante un instante, viéndolo, estirar una de las patas del caballo mugriento, antes de frotarlo en el rostro enrojecido y se me partió el corazón. Justo a la mitad. 

Me dolía no poder estar a la altura para proteger a ese pequeño angelito de cinco años con los mofletes sonrosados, el cabello rubio, largo y revuelto. 

Desearía poder salir a la lluvia y gritar. Gritar hasta quedarme sin voz. Y luego abrazarlo hasta quedarme dormida, sintiendo su cuerpecito cálido a mi lado. Esperaba poder decirle que todo estaría bien, que saldríamos de esta. Sin embargo, ya no podía continuar mintiéndole. 

¿Tenemos dinero para comer hoy? ¿Por qué no tenemos una casa? ¿Por qué no puedo ir a la escuela? ¿Tú ya comiste? 

Cada vez las preguntas eran más difíciles de responder y cada día, tenía menos fuerzas para hacerlo.  

Cómo le explicaba a un niño de cinco años, que solo unos cuantos billetes y dos paquetes de galletas saladas eran lo que nos separaba del desastre. 

Revise la guantera en busca de las galletas. No estaban, seguramente se encontraban en el baúl con el resto de nuestras cosas. Aunque el sándwich, descansaba triste sobre el salpicadero. 

—Estamos muy cerca —, le sonreí a través del espejo, pero no me devolvió la sonrisa. Solo se limitó a mirarme con esos enormes ojos color miel. Estaba asustado, lo sabía y no podía sentirme más culpable —. Tengo una idea, cuando lleguemos, te daré el sándwich que quedó del almuerzo y tú lo comerás aquí, mientras yo bajo a ver si está tu abuela. 

No quería que bajase por si mamá estaba de malas, lo que era probable en cuanto me viese. 

—Ese era tu almuerzo —. Sentí la culpa filtrándose a través de su voz. Retorció la pata del caballo y observó por la ventanilla los tejados rojos de las pintorescas casas. 

—Sí, es que… Yo no tenía hambre. Por eso no lo comí. 

—No has comido nada en todo el día. Eso no puede ser —, se encogió de hombros —yo tengo hambe todo el rato y soy más pequeño que tú—. Lo sabía y era mi responsabilidad. Debía fingir que comía de allí en adelante. 

Otra vez la culpa carcomiendo. 

—Pasa que desayuné muchísimo y como pronto llegará el verano, tengo que cuidar esta figura, si quiero ponerme un traje de baño —. “Muchísimo”, significaba dos galletas saladas y fingir que tomaba un poco de su leche. 

Por primera vez en el día lo escuché lanzar una sonora carcajada que fue como una caricia para mi corazón roto. 

—¡Mami! ¡Para el verano falta un montón! —Se apretó la panza de la risa. Aunque solo duró un momento y volvió a ponerse muy serio —. Sí tuviese un papá… ¿Ya no viviríamos en el coche, no? —Nuevamente sentí como se formaba un pesado nudo en la garganta, que me impedía respirar. 

Hice acopió de toda la fuerza que tenía disponible, antes de poder decir una sola palabra. 

—¿Por qué preguntas eso, cariño? —Lo vi echarse hacia atrás y rodar los ojos.  

—No lo sé, pensé que sería lindo tener un papá que nos llevase a vivir a una casa bonita. ¿Podías conseguir uno? —Su inocencia me pareció de lo más tierna. Lo dijo con tanta naturalidad que cualquiera creería que los “papás”crecían en los árboles. 

León vio las luces que se extendían a la orilla de la calle, bordeada de pintorescas casas, y pegó la nariz al cristal para no perderse nada. 

Mamá vivía en una de esas casas de cuento al final de esa calle, sin embargo, ella no era para nada dulce o encantadora como la madre de una historia de hadas. 

—Te diré algo, cariño —le dije y él se dio la vuelta para mirarme, con el moflete aún pegado a la ventanilla —, si tanto deseas un papá, podrías conseguir uno tú mismo. 

—¡¿Qué?! —Se desplomó sobre el asiento de cuero, indignado. Justo cuando me detuve frente a la casa y sentí como el corazón se me desprendiera del pecho —. ¿Qué clase de tonterí@ es esa? ¡Si solo tengo! —Comenzó a contar con los dedos de la mano —. Me mostró orgullosamente los cinco dedos de la mano —. Así…

—Tienes cinco, Leoncito. Cinco años. No, así.  —Me di vuelta para reprenderlo, conteniendo una sonrisa —¿Y qué hemos dicho sobre las groserías? —Busqué la botella de agua en mi bolso y tomé el sándwich del salpicadero.  

—Lo siento… —infló los cachetes, mientras hacía un puchero. 

—Está bien, cariño —. Le puse el bocadillo en una mano y la botella de agua en la otra —. No pasa nada, solo no vuelvas a decirlo, ¿está bien? —Él se apresuró a asentir —come esto, aquí. Yo iré a ver si tu abuela está en casa. 

No quería que viese a mi madre con alguno de sus novios o que fuese grosera con él. Lo mejor era tantear qué tan escarpado era el terreno.

No esperaba demasiado de mamá, por esa razón escapé de casa con el papá biológico de León en primer lugar. Porque estaba cansada de que sus novios me miraran como un trozo de carne con el cual podían seguir la juerga. O que me tratase de mentirosa y envidiosa cuando le decía que habían tenido conductas inapropiadas conmigo.  

«Tienes envidia de mí, de que le gusto a los hombres, porque nunca vas a ser tan bonita como yo». Me decía, mientras se arreglaba para salir de pesca. Y cada vez que se iba, yo temblaba de miedo, porque temía que alguno de ellos llegase. Colocaba una silla para trabar la puerta y me acurrucaba, esperando que la mañana llegase, para poder escapar. 

Mamá nunca me quiso, me veía como su competencia a medida que crecía. No obstante, era mi última esperanza. Quizás, en el fondo, muy a fondo le quedaba alguna vena maternal. 

Contuve el aliento un segundo al bajarme del coche y mirar la casa. Sabía que continuaba siendo de ella porque a diferencia de sus vecinos. En la suya el césped estaba largo y no había flores en la entrada. 

Me resultó raro llamar a la puerta después de haber vivido tantos años allí y sentí como el corazón martillaba en mis sienes, cuando escuché el sonido de unos tacones cruzando el salón. 

La cortina, junto a la puerta, se movió ligeramente. Era mi madre. 

El estómago me dio un vuelco violento, cuando la sentí observando durante varios segundos, helada. 

Finalmente, abrió la puerta, solo lo justo para que me diese cuenta de que llevaba un kimono de satén y encaje, que dejaba ver sus largas piernas bronceadas y el comienzo de su ropa interior de encaje negro que le hacía una figura increíble. Nadie nunca diría que tenía cuarenta y siete años. 

Se cubrió tanto como pudo, antes de abrir completamente la entrada y se cruzó de brazos con tanta fuerza que sentí que lo mejor era salir huyendo de allí lo antes posible. 

—¿Con qué volviste? —Escupió por lo bajo, mirándome de arriba abajo como si fuese un insecto —. ¿Qué viniste a buscar aquí, Nora? 

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