Capítulo I

PARTE I

En el umbral de la ignorancia

Observo las frondosas ramas moverse con el vaivén de la brisa; tan libres son las hojas que no tardo en sentir envidia. 

Algunas memorias regresan por tan solo mirar el gran árbol. Han pasado diez años desde que nos hemos refugiado en los bosques como animales y las ciudades allanadas por vampiros, viles sin corazón, que se han hecho suyas pertenencias de los nuestros. Este es el único lugar seguro. Cuando esos monstruos decidieron salir de las sombras saboreamos qué es la cobardía.

Mis recuerdos de esos días son difusos, como si me los hubieran arrancado sin mi permiso. Y lo único que he podido hacer es preguntarle a mi padre sobre los momentos que perdí en la batalla. Después de todo, estaba muy pequeña cuando todo se desató.

—Es hora de trabajar.

Suspiro y me yergo para poder estar a su altura.

—Es malo descansar en horas de trabajo —continúa.

—¿A ti te parece esto un trabajo, en el cual nuestras vidas penden de un hilo?

—No. Fue la única palabra aceptable que mi cerebro dio en el instante.

Giro el rostro hasta tenerlo cerca del suyo. Sus pupilas se dilatan.

—Tu belleza es como la de uno de ellos…

Somos guardianes, velamos por la seguridad de nuestro pueblo —interrumpo.

Pasé de largo su comparación, no por enojo, sino para no sentirme bajo una lupa.

Asiente, pero sé que algo le hace dudar.

—Estamos en la zona gris. Si atravesamos los grandes pinos, volveremos a tener los colores que tanto merecemos.

—Somos sangre gris —ironizo.

—¿Sangre gris?

Afirmo con el mentón mientras me levanto del todo.

—Porque no hemos sido catados.

—¿Por qué gris?

Sonrío, ni yo misma sé por qué. En algún momento lo sabré.

—Algún día hallaré esa respuesta. —Le doy un guiño.

No dice más y agradezco aquello.

Decidimos hacer lo de siempre: hacer rondas.

Hemos logrado establecer compañía con los animales residentes de este bosque. No solo dicha curiosidad, también hemos vuelto al antaño, con aldeas y pequeños grupos que se mueven de tanto en tanto. Además de eso, los cuentos fantásticos en donde conocíamos la magia a través de líneas bonitas se han convertido en una mera realidad. Las brujas y hechiceros que se hacían pasar por personas normales antes, cuando vivían en las ciudades, han establecido una clase de protección que no deja a los chupasangres cruzar el gran río. No sabemos cómo, pero mantenemos agradecidos de esa acción.

Somos guardianes, he de recalcar de nuevo. Somos los que arriesgan su vida por el hecho de proteger y vigilar secciones del arbolado, brindándoles más seguridad a los habitantes detrás del muro invisible que los protege. Y, para añadir, nos encargamos de exterminar a los vigilantes, vampiros que vienen a otear el campo enemigo y secuestrar a los que salen a curiosear más allá del río para volverlos en ganado. Somos, por así decirlo, la milicia, la policía.

—Red —llama mi compañero. Aturdida, me doy cuenta de que he caminado sin él a mi lado—. Ponte la máscara.

No dudo en hacerlo. Imito su movimiento; no tardo en poner las rodillas en la tierra con hojas secas. Dirijo los ojos donde los suyos están puestos. Hago lo posible para no hacer ruido mientras desenvaino mi espada, que descansaba a lo largo de mi espalda. Sí, hemos retrocedido muchísimo para volver a la era medieval, ni tan siquiera tenemos las armas que solíamos tener.

Trago.

No alcanzo a ver su rostro, pues su capucha me lo impide. Visten casi igual que nosotros, lo único que nos diferencia es la máscara y la gabardina de color verde oscuro. No sé qué gama en realidad sea. Bueno, la que nos ayuda a camuflarnos con facilidad.

El vampiro inclina su cabeza a un lado; oye y huele como un perro. Han de ser las dos de la madrugada, pues a esta hora esos seres perturban la tranquilidad de la zona. Sin poner atención a mi acompañante y aún a gachas, me muevo entre el follaje espeso de un arbusto para así contemplar mejor al sujeto.

«Es extraño que esté solo».

Le hago una seña a Tiger. Él se levanta y yo salto cuando mi contrincante se percata de nuestra presencia. Giro en el suelo hasta medio erguirme y propinarle una patada en la rodilla para tumbarlo. Cumplo mi objetivo. Tampoco me demoro en ponerme a horcajadas sobre su pecho y rozarle el cuello con el filo de mi arma. Deja de forcejear. Lo ha notado.

—¿Cómo…?

Siseo.

Se calla.

—Bueno, bueno, pero qué tenemos aquí. Una sabandija sin grupo, qué ganga —exclama Tiger. La burla solo esconde la maldad en su voz—. Si intentas alguna estupidez, mi leal amiga no dudará en rebanarte el pescuezo.

Hago presión para que así tenga más ahínco su frase.

Mis dedos quitan la capucha, revelando un rostro angelical. Rubio, pálido, de ojos castaños y casi similar a alguna obra magistral de Miguel Ángel. Quizá tenga entre dieciocho y veinte años según su apariencia. De antigüedad no sé. Ya lo comprobaré. Me inclino para revisar un poco más cerca su cara; las pequeñas motas rojizas en sus iris me comprueban que es viejo, que ha sido convertido hace mucho.

—¿Quién te envió? —musito.

Sacude su cabeza.

—Me he perdido.

Tiger resopla.

Lo ignoro.

—Si me mientes de nuevo, verás que el dolor no será nada ante lo que haga.

Traga.

Ya cayó en la trampa.

—Vine solo. Tenía curiosidad, solo eso.

Niego y le echo un vistazo a mi camarada. Asiente sin dudarlo.

La negra sangre salpica mi pecho y parte de la porcelana que esconde mi rostro.

La cabeza desprendida de su cuello no es una buena vista, así que no tardo en alejarme.

—Mentía.

—Sí, lo hacía —concuerdo ceñuda—. Presiento que más de los suyos están por ahí.

Chasqueo la lengua al atisbar el brillo de una daga en la manga de su chaqueta. La sacaba mientras yo lo interrogaba.

«Bastardo».  

No podemos dejarlos vivos, sería un grave error. A pesar de su jovialidad y apariencia de niño bueno, nos atacaría en cualquier momento. Saben fingir muy bien la debilidad, demostrándonos que no son rivales aptos para nosotros. Cuando notan que nos han engatusado, se dan a la tarea de hacer una buena jugada para luego alimentarse de lo poco que quede de nuestros cuerpos. Se hacen las víctimas. A menudo hemos tenido bajas por eso.

—Red —me giro—, es mejor que nos vayamos.

Comprimo los labios. Eso es lo que menos deseo.

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