Capítulo IV

El filo de la espada está excelente. Reviso si en mi cinturón tengo suficientes cuchillas y frascos de hierbas. Examino mi vestuario; gabardina de hombre, botas de paso ligero, guantes con los dedos al aire, blusa manga larga negra, cabello trenzado en corona, pantalones ligeros y máscara de porcelana.

—Ya estoy preparada.

Me giro para revisar su compostura.

—Yo igual.

Se prepara para salir. Sin embargo, lo detengo en el umbral.

—Suerte. —Asiente sin decir más.

Es una noche fría, parece como si fuese invierno en esta zona. Pensé que habría alguien más, qué equivocada estaba. Igual ya estoy acostumbrada a pasar la madrugada sola. Me detengo para acariciar la corteza de un pino caído; allá en el horizonte se atisban las luces de la ciudad; estoy a veinte kilómetros de ella, justo al frente de una carretera desalmada, ya descuidada por los años. Y más allá, se ven cabañas también olvidadas por el pasar del tiempo, cabañas en donde cazadores y pescadores vivían con sus familias. Es un paisaje singular.

La nostalgia me invade.

Se olía paz en antaño.

Inclino la cabeza para aguzar la mirada en el fin de la carretera; algo acaba de moverse en ese sitio y no creo que sea un venado. Desenvaino mi arma con suma lentitud, preparada a lo que se aproxima con esa misma parsimonia.

Me agacho rígida.

Con la ayuda de los arbustos mi presencia es casi nula.

—No sé por qué tenemos que vigilar este maldito camino de tierra.

El más alto olisquea el ambiente y su acompañante pasea sus pupilas extravagantes por el alrededor.

—Por aquí los humanos pasean. Quizá tengamos suerte y atrapemos a uno. Hace mucho que no bebo directamente de un cuello.

—Puaj. Tuve la oportunidad de catar uno, sabía horrible.

—Algo es algo.

Sonrío. Imbéciles.

Los grillos frotan sus patas, las luciérnagas parpadean cerca y el sonido de la brisa calma mi agitación.

—Además tenemos la orden de agarrar uno de ellos para interrogarlo. El rey así lo pidió.

¿Rey?

—Jo. ¿Será que algo planea?

—Es lo más seguro.

Se paran frente mío. Mi corazón bombea con ferocidad; si no me calmo, se percatarán de mí.

El alto, de nuevo, tira su cabeza para volver a olfatear el ambiente. El otro, solo pasea su vista por la altura de los árboles y todo a su paso. Empuño con más fuerza la espada. Si salto ahora posiblemente no tendré oportunidad con los dos en guardia, pero si atrapo a uno mientras está con el interés por ahí, podré hacerme cargo del sobrante con facilidad. Junto los párpados. Respiro profundo.

—¡Oigan! —Abro los ojos, atónita—. No me dejen atrás para la próxima.

Nop. Ya no tendré posibilidad alguna si es que son viejos, sería como si le pidiera a la muerte que me lleve rápido.

Ya me he enfrentado a un grupo de cinco, de milagro salí con vida. No soy una diosa o qué sé yo como para tirarme así de simple.

El nuevo integrante es más chico. No obstante, no debo confiarme.

Analizo mis probabilidades, del uno al cinco, estoy en el dos punto cinco, si es que me arriesgo. No solo eso, me podrían atrapar y llevar con ellos, revelar mi identidad y, por último, ser su desayuno.

Retrocedo unos pasos hasta ocultarme en otro arbusto, tengo mucho cuidado en no pisar alguna ramita u hoja seca. Puedo rodearlos, derribarlos uno por uno entre las sombras, pero se pondrían alerta y mi puntería es casi nula.

Es mejor esperar a que se larguen.

—Oigan, recibimos órdenes de secuestrar a un humano en singular, ¿no? —comenta el quinceañero, risueño—. Mikael Löwe.

Me atraganto.

¿Papá?

No me detengo. Mis pulmones se cierran de manera tan dolorosa, que ni siquiera mis jadeos demuestran el ardor.

Me entró el pánico, y en un parpadeo, eché a correr.

¿Por qué buscan a mi padre?, ¿con que necesidad? Mi cerebro duele por darle tantas vueltas al asunto, pero me auxilia a poner la atención en otra cosa para calmarme. Me siguen, en eso no hay duda, pues hice mucho ruido cuando empecé a mover las piernas. Esquivo ramas, rocas y pedazos de troncos en el suelo. No me importa si dentro de poco estaré sin oxígeno, lo importante es alejarme como cobarde por mi arrebato.

Ni siquiera sé por qué me levanté, lo hice sin más, presa del terror por oír el nombre de mi progenitor. Joder. Me giro con agilidad para asestarle una patada a uno de ellos, que gruñe y rueda en sí mismo para equilibrarse de nuevo. Casi me arranca la capucha.

No la pienso dos veces; atravieso su pecho con la punta de la espada, retorciéndola. Grita, lo hace tan fuerte, que mi sentido del escucha se entorpece. Lo dejo libre, cae de rodillas, ensangrentado hasta más no poder. En el momento que su cabeza rueda, me vuelvo para seguir con mi huida.

Jadeo. Tropiezo y doy de cara a la tierra. Mi pantorrilla exclama del dolor. Me han disparado. Intento erguirme de nuevo, pero me es imposible por la fuerte patada que me dan en el pecho, dejándome sin el aire que con tanto esmero contuve. Me cubro con los brazos. Maldita sea, no debí soltar mi arma.

—¿Ves? Su sangre huele asqueroso —gruñe el alto, al parecer, maté al que vigilaba cada centímetro de la autopista.

—Ya no me apetece darle un bocado —responde con lastima el quinceañero.

Él me levanta con facilidad del brazo. Trastabillo. Evito soltar sonido alguno por el fuerte ardor en mi pierna. Sus dedos aprietan tanto, que siento la carne separándose del hueso.

—No te quitaré la máscara para que te sientas a gusto —dice a unos centímetros de mi cara. Y lo compruebo, claro que lo hago. Es viejo el malnacido por las motas rojizas en sus iris verdes—. Vendrás con nosotros.

Lo que hago no me duele y me da la suficiente adrenalina. La porcelana se quiebra cuando hace contacto con la nariz de cuervo del malnacido, este, aturdido, intenta recobrar su orientación. Lo agarro del cuello y se lo retuerzo hasta que ambos somos una maraña en la tierra. Este traga saliva hasta más no poder. Entretanto, su camarada se esfuerza por quitarme de encima suyo.

La excitación corre por mi torrente sanguíneo. Entierro las uñas en la carne. Patalea, claro que lo hace y también me lastima. Pero esa fuerza que pensé inexistente surge. Me deleito al atisbar su piel despegándose poco a poco de su nuca. Su fortaleza por sobrevivir se incrementa, no lo suficiente como para que lo suelte. Una de mis manos lo deja libre para así darle un codazo al otro que casi me arranca la gabardina. Lo escucho vociferar una letanía. No sé quién soy en este preciso instante, más no me importa. El sonido estridente de una vértebra quebrándose me da la señal para ahincar más las uñas y tener por fin su cabeza casi a la altura de la mía. La sangre sale como un río nuevo.

—Maldito monstruo —ruge el otro. Siento el golpe que me da en la parte trasera de mi cráneo, no me inmuto. Solo me levanto y dejo rodar a su amigo. Al ver cómo me volteo, la palidez extraordinaria que posee se vuelve del todo blanca—. Eres un sanguinario —tartamudea. Estiro los labios. La sombra que otorga mi capucha no alcanza a ocultar mi mentón y boca—. ¡Jodido sanguinario!

Lo dejo ir, dado que la conciencia vuelve a mí junto al vómito.

¿Qué acabo de hacer? Ese era un vampiro viejo y lo inmovilicé con tanta facilidad.

Escupo los últimos vestigios de comida hecha líquido.

Diviso el cuerpo con ojos turbulentos.

—Mierda, jodida m****a —exhalo con debilidad—. ¿En qué m****a estás metido, padre?

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