XXXV
Pero, lo que él no sabía era que María Fernanda estaba en el mismo lugar que él.

Apoyada en el horno detrás de ella, María Fernanda pensó en ese momento. Podía ver algo diferente en sus ojos. Fue como si por un momento no fuera el hombre que la envió a la cárcel. Era como si se hubiera sentido tan miserable tras la muerte de su prometido que vivía así, sin amor a la vida. Solo esperando el día en que su prometida pudiera volver por él y llevarle a donde encontró la eternidad.

Una lágrima cayó cuando se recordó a sí misma pidiendo clemencia.

Con las manos esposadas a la espalda, escoltada por dos policías, Isela no podía dejar de llorar mientras gritaba a los policías que ella no tenía la culpa de nada, que no había hecho nada malo.

Con el abrigo marrón manchado de sangre, la cara también manchada de sangre y el pelo hecho un desastre, Isela llegó.

—Por favor, yo no he hecho nada, no sé quién ha sido, yo no he hecho nada, señores, déjenme libre, por favor—, siguió gritando hasta llegar
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