XXXIV

Secándose el pelo con la toalla, María Fernanda parecía tan alegre como no lo había estado en años. Al menos, no en los años que llevaba siendo María Fernanda. Era feliz, claro que lo era pero eso pasaba cuando se llamaba Isela y no María Fernanda.

—¡Oh, te ves tan feliz, María Fernanda! —Dijo Adamaris.

—Sí, sí, no puedo negarlo. Me siento diferente—. María Fernanda le sonrió.

—Pero dime, ¿qué te dijo? ¿Te reconciliaste con él? No puedo creer que el simpático hombre mayor sea tu abuelo. Quiero decir, Sr. de la Fuente, ¡su abuelo! ¡Eso es enfermizo!

—¡Pareces más feliz que yo!

—¡Claro que soy más feliz que tú porque no soportaré la pesadez de ese apellido pero disfrutaré de esa vida de mujer rica sólo por ser la mejor amiga de la querida María Fernanda de la Fuente.

—Estás loca—. Se rieron.

De repente, llamaron a la puerta de la habitación.

—¡Oh! Parece que ha llegado nuestra cena, ¿verdad?—. Adamaris se levantó y fue a abrir la puerta.

Los ojos de Adamaris se abrieron de par en par c
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