UNA CHICA OSADA

Por unos segundos dudó en acercarse, pero sus buenos modales pudieron más que su pudor. Por la forma en que él evitaba su mirada, Dorelia no sabía si la había reconocido, y una parte de ella, la más osada, quería averiguar si la recordaba. Aunque para ser honesta, lo que más le intrigaba era averiguar si él también se sentía tembloroso ante su presencia.

 Resuelta a averiguarlo, caminó hacia él con paso enérgico, sin querer que él tuviera tiempo para salir de la tienda.

—Buenos días, señor, no pude agradecer su gentileza hace unos minutos —le dijo al caballero que llevaba un sobretodo con cuellos de zorro. Su perfil, hermoso y aristocrático, con unas cejas negras y bien arqueadas sobre las largas pestañas, la nariz recta y labios sinuosos, no se movió una pulgada, excepto por el sutil fruncimiento de su boca. 

Su respuesta, o más bien la falta de esta, enfadó a Dorelia, sobre todo al evidenciar que él no se había perturbado al verla. Es más, parecía que incluso le desagradaba tenerla frente a él, como si fuera un insecto o algo que le molestara. El orgullo de Dorelia pudo más que su educación y, tras meditar si propinarle un puntapié para responder a su leve mueca, ella respiró hondo, y murmuró en un tono lo bastante alto para que él la escuchara: «se le habrá comido la lengua el gato». Después, salió erguida de la tienda, pues aunque la había humillado por el desplante, jamás le daría la satisfacción de que él lo supiese ni mostraría una actitud apocada.

Lo que Dorelia no vio al marcharse, fue la sonrisa que apareció en el rostro del caballero cuando la vio alejarse orgullosa. Muy pocas mujeres habrían reaccionado como ella, ya que la mayoría habrían agachado la cabeza y se habrían marchado sin más. Sin lugar a dudas, esa dama tenía agallas y un temperamento de mil demonios. Igual que el suyo.

—Eso no ha sido muy cortés —afirmó el caballero rubio, ajeno a los pensamientos de su compañero.

Andrew Hershey, quinto duque de Blackshield, le clavó sus pupilas azules.

—Hace mucho tiempo que no ejercito las reglas de la cortesía, querido primo, el mismo que tampoco recibo sus placeres —repuso a la defensiva.

 —Pues creo que ya es hora de que eso cambie, Andrew. Tu vuelta a Camberly es un nuevo comienzo, y sabes que puedes contar conmigo para ello.

—En ese caso, te ruego que me hagas un favor. Una compra siempre es un buen comienzo, y me gustaría adquirir el artículo que la dama dejó olvidado.

Edward FitzJames abrió los ojos como platos, agitó su rubia cabeza bajo el sombrero alto y sonrió encantado. Había visto el brillo en los ojos de la mujer cuando se había acercado a Andrew, del mismo modo que observó cómo el fulgor se volvía más intenso ante la ofensa de este.

Conocía muy bien a su primo y sabía que le encantaban los retos, y esa muchacha, al haberlo enfrentado con su mirada provocadora, le había dado motivos para aceptar su desafío.

Edward se dirigió al mostrador con una sonrisa triunfante sabiendo que su estancia sería de todo menos aburrida.

—¿Ha sido fructífero su viaje, señorita Hamilton? ¿Encontró lo que buscaba? 

Dorelia hizo una pausa antes de responder. Recordó el encuentro con el caballero de ojos azules y no supo qué pensar de él. Primero se había mostrado gentil con ella para después ser un completo mal educado. Ese cambio había sido tan brusco que, si no hubiera sido por sus ropas elegantes, ella habría pensado que no era un caballero.

Suspirando, se prometió que no volvería a pensar en él por mucho que su recuerdo la acosara.

—Sí, Stuart, más de lo que esperaba.

El hombre se atusó las canosas patillas y observó a la señorita Hamilton. La conocía demasiado bien para saber que algo le había sucedido, pues había llegado alterada. Había visto en más de una ocasión cómo su temperamento le había traído problemas, por lo que se dijo que lo más seguro es que ella se habría enfadado con la dependienta y que por eso había regresado en ese estado.

Siguiendo con su cometido, continuó su viaje hasta Hammond Hall, ordenando a los caballos que se detuvieran con un tirón de las riendas y un siseo apagado cuando llegaron ante sus puertas. Sin querer hacerla esperar, bajó de su asiento de un salto y extendió el brazo para ayudar a Dorelia a descender.

—¿Y sus guantes, señorita? —le dijo él al tomar su mano desnuda y temblorosa.

—Los perdí por el camino. —Dorelia se preguntó si la habría visto arrojarlos fuera del carruaje cuando pasaban junto al río, y lo miró con expresión desafiante—. Gracias, Stuart —rectificó enseguida en un tono conciliador—. Estoy algo cansada y creo que he cogido frío. No le necesitaré mañana.

—Siento oírlo, espero que se reponga —declaró él con sincera preocupación.

Dorelia sonrió a modo de respuesta ante su mentira. Estaba segura de que se recuperaría, porque no iba a traspasar sus muros no solo al día siguiente, sino en todo un mes. Por desgracia, el destino se puso en su contra, ya que nada más subir la escalinata principal de Hammond Hall y entrar por la puerta, se encontró con una sorpresa.

Lo primero que pensó al ver aproximarse a su hermana sin recato fue que había ocurrido algo muy grave, pues su Emily era demasiado dócil y tranquila para perturbase.

Intentó encontrar una explicación antes de que esta se le echara encima, y solo acertó a pensar que le esperaba una buena bronca por hacer esperar a su tía.

Tía Agatha era muy estricta en casi todo, pero en especial con el horario de las comidas, pues consideraba una falta imperdonable que no se cumpliera cabalmente. Por suerte, Dorelia no tardó en averiguar qué era lo que perturbaba a su hermana, ya que en cuanto estuvo lo bastante cerca como para no gritar, Emily le dijo desbordando júbilo:

—¡Un baile, Dorelia! ¡Hemos sido invitadas a un baile! ¿No es maravilloso?

Un segundo después, y sin que a Dorelia le hubiera dado tiempo a asimilar la noticia, Emily fue a su encuentro y se lanzó a sus brazos. Emocionada, hizo girar a Dorelia un par de vueltas y luego efectuó una graciosa reverencia como broche final a la improvisada alemanda.

—¿Es cierto? —preguntó Dorelia en un impulso, aunque después se dio cuenta de que el entusiasmo de la joven no podía achacarlo esta vez a su desbordante imaginación—. Quiero decir… ¿a quién debemos el honor?

Como vio que su hermana no respondía, miró a su tío Theodor y a su tía Agatha. Su tío era un hombre de unos cincuenta y cinco años, de pelo canoso, algo entrado en carnes y de grandes patillas y bigote, que hacía todo lo posible por mantenerse apartado de sus sobrinas. Su tía, en cambio, era una mujer engreída y vanidosa que se pasaba el día buscando defectos en sus sobrinas. Sobre todo en Dorelia, a quien había cogido una considerable aversión desde la ruptura de su compromiso y el posterior escándalo. 

Por ello no le sorprendió que ninguno de los dos le respondiera, y continuaran su camino hacia la sala del comedor. Cuando se giró y comprobó que su hermana se había calmado y volvía a ser la dulce y recatada Emily, comprendió que tendría que esperar para obtener respuestas. 

Tragándose su genio, suspiró y siguió a la comitiva. Ocuparon cada uno su sitio a la mesa y, hasta que no estuvieron todos servidos, no se inició una conversación. Para su sorpresa, fueron atendidos por una doncella bajita y delgada, a la que ella nunca había visto antes, y a la que todos parecían ignorar como si no existiera. Cuando el tiempo transcurrió sin que nadie dijera nada, Dorelia perdió la paciencia y rompió el silencio.

—¿Qué es eso de un baile? —la pregunta de Dorelia vino acompañada de una mirada de los comensales.

Emily pareció haberse quedado muda mientras mantenía la cabeza gacha y simulaba que estaba comiendo. Por su parte, la tía Agatha se entretenía tratando de atrapar con demasiado ahínco unos esquivos guisantes con su tenedor, y su tío, tras exhalar un suspiro, dio un sorbo a su copa de vino y luego se aclaró la garganta.

—En lo sucesivo, te agradeceríamos que fueses más puntual, querida —dijo él sin mirarla a la cara y siendo más que evidente su cambio de tema—. La familia debe comer reunida, según lo dicta el más elemental principio del afecto y la buena crianza. Además, se enfría el faisán —añadió sirviéndose más clarete en su copa.

Dorelia procesó la información tan rápido como pudo, sin lograr descubrir dónde encajaban el afecto y el faisán. El primero brillaba por su ausencia desde la ruptura de su compromiso. Y el costoso manjar tampoco era un asiduo sobre el mantel, más acostumbrado al simple pollo de corral.

—Tiene toda mi consideración, querido tío —le respondió ella con ironía, mientras tomaba nota de que rehusaba a contestar su pregunta. Motivo por el que más interés mostró por su respuesta—, no volverá a ocurrir. ¿Sería tan amable de explicarme a cambio este misterioso asunto del baile? ¿Quién ha tenido la audacia de invitarnos?

Lord Sheanes desvió la mirada hacia su esposa, quien aprovechó para meterse en la boca los guisantes capturados.

—El conde de Trenton, querida —declaró él al fin—. Será el próximo sábado —añadió, centrando la atención en su plato.

Dorelia sintió que le faltaba el aire. William Hemley, su exprometido. Aquello no tenía sentido alguno. Cuando ella lo rechazó el pasado otoño, se mostró furioso y juró que se encargaría personalmente de que su familia no volviera a ser aceptada en sociedad, lo que cumplió al pie de la letra, empezando por atribuirse la cancelación de la boda. La ofensa había sido demasiado alta, pero solo Dorelia podía juzgar que estaba más que justificada. En una de sus visitas a Hammond Hall, y en ausencia de sus tíos, él había intentado cobrarse un adelanto de sus futuros derechos conyugales, en base al despreciable argumento de que debía estar agradecida por que él se hubiese fijado en ella.

—¿El mismo que ha esparcido el rumor de que soy una lunática desequilibrada? —bufó Dorelia, empuñando el cuchillo de la carne.

Lady Sheanes tragó con visible esfuerzo y entornó los ojos, de un azul grisáceo y opaco.

—Tus modales no hablan mucho en tu defensa, y todos sabemos que pudo ser mucho peor. Por suerte para ti, lord Trenton se avino a las súplicas de tu tío y no hizo públicas tus escandalosas cartas a un sirviente de sus establos, a pesar del dolor y la vergüenza que le causaste.

—¡¿Y dónde están esas famosas cartas?! ¡¿Cómo pudo creer semejante infamia, tía Agatha?! —Dorelia miró a Emily, quien la observaba con una expresión triste en su dulce rostro y los dedos encerrados en los puños sobre la mesa—. Siempre he tratado de comportarme como la hija que usted no tuvo, le he profesado mi cariño y mi respeto, ¿y ni siquiera puedo tener su confianza?

Lord Sheanes intervino cuando su esposa se mantuvo en silencio.

—El pueblo entero te ha visto merodeando a diario por su propiedad a las horas más intempestivas. No es una cuestión de confianza, sobrina, sino de aprovechar la oportunidad que nos brinda lord Trenton para reparar tu maltrecha reputación y el buen nombre de los Hamilton —declaró, moviendo el índice con gesto acusatorio.

Dorelia respiró hondo y contó hasta tres para tratar de calmarse.

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