—¿AsistiR a un baile? ¿Acaso eso hará que cesen las malas lenguas y que nos abran de repente todas las puertas?
—La generosidad de lord Trenton (Ex novio de Dorelia, a la cual rechazó) no se limita a un baile —dijo lord Sheanes con un carraspeo—, sino a convertir a Emily (hermana de Dorelia) en su esposa. Sin duda, eso hará mucho más que cerrar o abrir las bocas y puertas de unos pueblerinos. Estamos hablando de la corte, y tu tía y yo tenemos la obligación de pensar en el futuro de nuestras ahijadas. «Querrás decir en el suyo», pensó Dorelia. Ahora entendía el origen de aquellas viandas, del tejido de seda y probablemente el de la nueva criada. Si William había desembolsado este anticipo, el acuerdo era cosa hecha, y ella podía hacer poco para impedirlo. Soltó el cuchillo y se dirigió a su hermana con voz entrecortada. —¿Tú lo sabías? La muchacha pelirroja estaba pálida, incapaz de articular palabra, y negó con la cabeza. —Te rogué que esperases un poco, querido —dijo su tía—. No había necesidad de armar este revuelo durante la comida ni de alterar los nervios de nuestra Emily con tanta urgencia. —Está claro que sus nervios y su bienestar no importan nada aquí, al igual que los míos —dijo Dorelia—, solo el dinero. Lord Trenton es un canalla cuya nobleza acaba en su título. Jamás permitiré que mi única hermana caiga en sus sucias garras por puro egoísmo. —Estás siendo injusta —afirmó lady Sheanes—. Con nosotros, contigo misma y sobre todo con Emily. Hasta hace unos días, estaba condenada a ser una solterona pobre y amargada, o siendo optimistas, a una vida vulgar al lado de un mercachifle sin rentas ni posición. Puedes aspirar a eso si lo deseas, pero te aseguro que no hundirás de nuevo el apellido de tu tío en el estiércol. Emily dejó escapar un leve sollozo, lo que solo aumentó la ira de Dorelia. —Antes aspiraría a ser la esposa de un humilde minero que del conde de Trenton —dijo la morena. —¡Pues que así sea! —bramó lord Sheanes poniéndose en pie—. ¡Eres libre de marcharte a Cornwall y buscar un marido cuando tu hermana se haya casado! ¡Ya he tenido demasiada paciencia contigo! Mientras tanto, no quiero oír una sola queja más por tu parte. —Por favor, Kitty… —murmuró Emily. Dorelia vio el brillo de las lágrimas en sus ojos color miel y otra clase de resplandor iluminó los suyos. —Intentaré complacerle, querido tío. En todo.—¿Un minero de Cornwall? —preguntó Edward, divertido—. No has visitado tus minas desde que eras niño —rio—. Lo único que sabes de ellas es que producen una fortuna en cobre. No saldrá bien.
—Ese pequeño detalle no debe conocerse —dijo Andrew bajando de su caballo—, o echará al traste mis planes. —¿Los tuyos, o los de tía Louise? —Edward desmontó a su vez y le entregó las riendas a un lacayo, quien se las dio a continuación a un muchacho rubio y pecoso. Al escuchar el nombre de su tía Louise, Andrew se estremeció, pues estaba harto del acoso de la anciana. Si bien era una mujer encantadora, hacía ya unos años que le atosigaba para que se casara y engendrara un hijo. Algo que Andrew no creía posible, pues su rostro destrozado solo producía aversión a quien lo mirara. «Excepto a la joven de la tienda» pensó con agrado, pero apartó ese recuerdo y continuó con su discusión. —Tía Louise solo espera que elija una dama con la alcurnia suficiente como para representar el papel de duquesa de Blackshield —respondió Andrew mientras ascendían la escalinata semicircular que conducía a la entrada principal de Camberly—. Pero eso no es lo que necesito. Edward se detuvo bajo el portón, coronado por un escudo de armas tallado en la piedra. —Estoy de acuerdo —dijo—, pero el detalle que a mí me preocupa es que debas representar tú también un papel para conseguirlo. No tienes por qué ocultarte —afirmó, al tiempo que posaba su mano en el hombro de su primo—. Quien te conoce de verdad, puede apreciar al instante la clase de hombre que eres. Andrew se bajó las solapas forradas de piel de zorro y frunció los labios. Desde el asalto, cada vez que salía a la calle, hacía todo lo posible por taparse la cara y pasar desapercibido. Y aun así, siempre se sentía expuesto a las miradas curiosas y a los murmullos, si bien nadie osaba ofenderlo con un comentario directo.—Eso es exactamente lo que pretendo, encontrar una joven que me aprecie por mí mismo, por ser Andrew Hershey, con más defectos que virtudes, y los dos sabemos que quien me conoce, no es capaz de mirarme dos veces si no es para ver al duque. Tienes toda la razón, Edward, yo tampoco creo que salga bien. Es más, estoy seguro de que será un completo desastre —concluyó con una sonrisa—. ¿Te apetece un brandi? El rubio bajó el brazo y le devolvió el gesto. Nunca dejaría de sorprenderle la mezcla de fatalidad y optimismo de su primo, y lo admiraba por ello. En realidad, todo lo que Andrew había dicho era cierto. —Esa sí que es una buena idea. La biblioteca de Camberly estaba impregnada del aroma de la cera de abeja de los muebles pulidos y los pergaminos antiguos. Dos grandes ventanales dejaban filtrar la luz a través de los pequeños vidrios montados en plomo, que hacían que esta se expandiera con las franjas del arco iris sobre un robusto escritorio de caoba adosado al muro. Las paredes, revestidas hasta el alto techo con la misma madera y con los retratos familiares ricamente enmarcados, dotaban a la estancia de una majestuosidad que no solo desafiaba el paso del tiempo, sino que parecía alimentarse de él. Sobre la gran chimenea, la imponente imagen de Su Excelencia, el cuarto duque de Blackshield, exhibía una perpetua expresión decidida y vigilante. —Él estaría muy orgulloso de ti, Andrew —dijo Edward, sentado en un sillón de terciopelo encarnado—. No tuviste la culpa de lo que pasó, y saliste malherido por protegerlo. Andrew apartó su mirada del cuadro y negó con la cabeza. —Por supuesto que tuve algo que ver. Si no hubiese estrellado mi puño en la cara de Trenton, no me habrían expulsado del internado. Mi padre sí trató de protegerme al ir a Londres en mi busca, y mi arrogancia y rebeldía le costó la vida. —Por Dios —suspiró Edward—, la perdió a manos de unos bastardos ladrones. Pudo haber ocurrido en cualquier ocasión, en cualquier lugar y a cualquier viajero. Los caminos nunca han sido un lugar muy seguro de noche, ni siquiera para un duque. —De veras que agradezco tus esfuerzos —dijo Andrew—, pero no lograrás convencerme. A propósito, ¿pudiste averiguar algo? Edward resopló y siguió su mirada hasta el paquetito de papel de seda atado con una cinta de raso azul, que él mismo había dejado al llegar sobre la mesa de naipes. —Pensé que ya lo habías olvidado —respondió—. Y todavía no sé cómo vas a pagarme el servicio —añadió simulando fastidio—. Aquella mujer, la tendera, era insufrible. —No lo he olvidado —dijo Andrew con intención—. ¿Quién es ella?—La dama es oriunda del pueblo, ahijada del vizconde Sheanes, su tío paterno, desde que ella y su hermana quedaron huérfanas hace cinco años. —Otra rica heredera —apuntó Andrew después de beber un sorbo de brandi.—Te equivocas, primo. Lord Theodor Hamilton fue quien heredó el único título y las tierras. El padre de las jóvenes solo era un baronet que tomó decisiones poco acertadas con la gestión de sus rentas y las dejó sin un chelín. —Edward miró a Andrew unos segundos, como si dudara en continuar su relato. —Sé lo que estás pensando —dijo este—. Con recursos o sin ellos, el principal objetivo de esa belleza morena no será muy distinto al de cualquier dama de la corte: casarse con un buen partido. —Quizá lo fue en el pasado —dijo Edward, hundiéndose en el sillón—, pero ahora le resultará imposible. —¿Por qué dices eso? —preguntó Andrew. —Es curioso que su nombre salga a relucir dos veces en solo cinco minutos… —murmuró Edward, sin conseguir que su tono sonase despreocupado. Andrew abrió los ojos, sorprendido, y luego los entrecerró con una expresión dura.—¿Trenton? ¿Qué diablos tiene que ver él en esta conversación?Edward tomó aire y se inclinó hacia delante.—Al parecer, rompió su compromiso con ella cuando solo faltaban unos meses para la boda.—¿Con qué pretexto? —dijo Andrew con los labios apretados. Edward vio que los nudillos de su primo se habían vuelto transparentes alrededor del fino cristal. Estuvo a punto de sonreír ante el evidente interés de Andrew, pero optó por contenerse.—Alegó que su prometida estaba aquejada de inestabilidad mental, sin más. Aunque apostaría mi mejor caballo a que no la padecía antes de tratar con Trenton… —masculló—. Lo innegable es que, involuntariamente o no, tu antiguo camarada arruinó para siempre su reputación.Andrew apretó con fuerza su copa y miró hacia un punto indeterminado al fondo de la sala. Saber que el detestable comportamiento de Trenton había hundido a aquella joven, lo puso furioso, ya que lo conocía lo bastante bien como para estar seguro de que William se había basado en una vil y cruel mentira. Además, a raíz de su encuentro fortuito, no vio en ella el más mínimo resquicio de locura. Más bien de pasión, pero ese era otro asunto.—¿Cómo se llama la dama?—Dorelia —contestó Edward después de una pausa—. Dorelia Hamilton.—Dorelia… —dijo Andrew en voz baja. La luz de aquellos ojos verdes llegó hasta él a través de la penumbra. Podía recordar al detalle cada uno de sus delicados rasgos, bellos e inocentes, su sonrisa e incluso el sonido de su voz y cómo su rostro cambió ante su enfado, haciéndola aún más encantadora. —Escucha, Andrew. —Oyó decir a su primo—. Habrá muchas damas en el pueblo durante el verano. Quizá sería mejor que destinases tus atenciones a alguna de ellas. Temo
Bedlam. El asilo para dementes del Hospital de Saint Mary de Bethlehem en Londres. Emily sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Un lugar espantoso, donde cada martes, los curiosos podían presenciar las miserias de los lunáticos de la sala de incurables previo pago de un penique. Dorelia no tuvo duda de que Trenton la habría recluido allí sin ningún esfuerzo ni remordimiento y luego habría tirado la llave. Quizá su tía Agatha tenía razón. Era afortunada, después de todo. Las murmuraciones que levantaba a su paso y la posibilidad de convertirse en una solterona, le parecían ahora un paraíso, comparado con las horribles consecuencias que la venganza de Trenton le podría haber acarreado. —Y sé que era capaz de hacerlo, Dorelia —dijo Emily, como si hubiese leído sus pensamientos—. Se jactó de que nadie daría crédito a las acusaciones de una jovencita sin fortuna contra el conde de Trenton, y no solo por sus influencias y posición, sino porque esas cartas despejarían cualq
A Dorelia la tomó por sorpresa su pregunta. Miró a su hermana y le dedicó una sonrisa forzada. Si se le ocurría mencionar que aquel hermoso y masculino perfil la había perturbado hasta robarle el aliento, se adentraría en una conversación sin fin.—¡Lo sabía! —exclamó Emily—. Por favor, lee la nota, ¡no puedo soportar la intriga!—No tengo el menor interés en saber qué dice el señor Hershey —dijo Dorelia mientras abría un cajón del tocador y guardaba el papel doblado bajo unos pañuelos de organdí.—No puedes engañarme, Dorelia —dijo Emily, decepcionada—. Y espero estar presente cuando sucumbas a la curiosidad. Creo que deberíamos bajar a cenar —añadió dirigiéndose hacia la puerta—. ¿Vienes? —preguntó al ver que Dorelia continuaba sentada.—Iré enseguida —le respondió esta sin mirarla.—No tardes, sabes que a los tíos no les gusta que te retrases —dijo con una expresión de tristeza antes de marcharse.Dorelia recordó la desagradable escena que había tenido lugar en el comedor. La amena
—Por cierto —dijo Edward—. Si vas a preguntarme por su expresión al leer tu nota, siento no poder complacerte —declaró devolviéndole la puya—. Tu bella dama se despidió de Carlton sin molestarse en abrir el paquete.—En efecto, mi lord —corroboró este—, pero eso no significa que no deseara hacerlo —añadió alzando las cejas.Andrew resopló con fastidio. Ahora, Edward contaba con un nuevo aliado. Carlton, además de su secretario, era también su amigo y confidente. Formaba parte de su casa desde que Andrew era un niño, y lo conocía mejor que nadie, mucho más que el propio Edward. El hombre bajito y castaño, solo unos años mayor que el duque, servicial y de gesto adusto, siempre trataba de aligerar su malhumor con una fina ironía y un apoyo incondicional. A Andrew le gustaba ponerlo a prueba, pero su secretario se mantenía firme en el mismo, sin dejar de saber cuál era su lugar.—¿Qué le dijiste de mí? —le preguntó Andrew.—Me abstuve de decir la verdad cuanto me fue posible —respondió Ca
Dorelia creyó que no podría responder sin tartamudear. ¿Qué clase de broma macabra del destino era esta? Había venido aquí para intentar salir de una trampa, y había caído presa de otra mucho más peligrosa, porque había entrado en ella por voluntad propia y no sentía el impulso de escapar, sino de avanzar directa hasta su fondo. Si tenía que caer, al menos que fuera por un buen motivo.—Está bien, señor Hershey —dijo Dorelia controlando su voz para que sonara firme—. Seré sincera, quiero hacerle una propuesta. Necesito un marido, y pronto. Sé que usted no tiene fortuna ni posición, y yo tampoco, pero mi tío es el vizconde Sheanes y posee influencias y relaciones en la Corte, que podrán resultarle beneficiosas en el futuro. Pertenezco a una noble y antigua familia, al contrario que usted. ¿Estaría dispuesto a casarse conmigo en Andrew condiciones?Andrew permaneció callado unos segundos que a Dorelia se le hicieron eternos, hasta que habló al fin.—¿Y usted, lo estaría? —Andrew caminó
Pudo apreciar cómo la humedad en sus ojos los hacía parecer dos estanques verdes y cristalinos, pero sin el brillo pícaro con que destellaban antes. Sus mejillas seguían enrojecidas, como dos lirios encarnados junto a la orilla y los labios ardían llenos y sensuales, aunque ya no se notaba ese acaloramiento fruto de la excitación del momento.Por un instante, estuvo a punto de atraerla hacia sí y cubrir esos labios tentadores con los suyos, para después retractarse de su negativa y someterse a pagar el precio, aunque solo fuese para satisfacer el despecho que ella sentía. Pero él quería despertarle otro sentimiento más allá de la venganza. Lo quería todo, y no iba a escatimar ningún esfuerzo hasta obtenerlo. Si no lo conseguía, entonces, ella tampoco lograría nada.—Es mi última palabra —dijo Andrew con firmeza.Dorelia levantó la barbilla, sacó de su bolsito el envoltorio de papel de seda y lo arrojó al suelo.—Puede quedárselos —le dijo—. Espero no tener que volver a verle. Jamás.A
Dorelia, convencida de que la actitud de su tía, que aún parecía perturbada, merecía una disculpa, miró al señor Hershey, encontrándose con su sombría mirada y un rictus serio. Sin lugar a dudas, no le había gustado la reacción de lady Sheanes, del mismo modo que no había creído su mentira.Por suerte, tía Agatha se dio cuenta de lo inconveniente que resultaba su conducta, y logró colocar una fingida sonrisa en su semblante, antes de que el incidente fuera a más. Solo entonces, el caballero rubio pareció satisfecho y tomó la palabra.—Permítannos que nos presentemos —dijo, ya que ni la doncella ni lady Sheanes habían tenido el ánimo de haber hecho las presentaciones pertinentes—. Soy Edward Fitzjames, conde deWarlet, y este es mi amigo, el señor Hershey.La sonrisa de lady Sheanes se amplió, al saber que un noble tan ilustre estaba en su casa. —Ellas son mis sobrinas —se apresuró a explicar esta, ya sin rastro de incomodidad, sino todo lo contrario—. Emily y Dorelia Hamilton. Querida
—¿No quiere tomar asiento, señor Hershey? —dijo Dorelia con una nota de exagerada cortesía.Andrew la contempló en silencio durante unos segundos. Estaba tan bella como recordaba, más aún incluso. El vaporoso vestido de algodón color crema con unas minúsculas flores azules remarcaban su esbelta silueta, la blancura de sus hombros desnudos y la piel suave y voluptuosa de sus senos.—¿Acaso ha perdido el habla de nuevo, señor?Él curvó los labios. Ella tenía derecho a burlarse y a estar furiosa por presentarse en su casa sin previo aviso. Al fin y al cabo, no habían acabado muy bien la última vez que se vieron.—Me lo tengo merecido. He sido un tonto, señorita Hamilton, espero que me perdone de nuevo.—Ah, ¿también un tonto? Creí que solo era un pobre y orgulloso minero de Cornwall que se permitía el lujo de rechazarme. —Dorelia no pretendía sonar engreída, pero en realidad no pudo evitarlo.—Es cierto que soy orgulloso —declaró Andrew—. Y me parece que lo comprobó en nuestro último enc