EL ASILO PARA DEMENTES

Bedlam. El asilo para dementes del Hospital de Saint Mary de Bethlehem en Londres. Emily sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Un lugar espantoso, donde cada martes, los curiosos podían presenciar las miserias de los lunáticos de la sala de incurables previo pago de un penique. Dorelia no tuvo duda de que Trenton la habría recluido allí sin ningún esfuerzo ni remordimiento y luego habría tirado la llave. Quizá su tía Agatha tenía razón. Era afortunada, después de todo. Las murmuraciones que levantaba a su paso y la posibilidad de convertirse en una solterona, le parecían ahora un paraíso, comparado con las horribles consecuencias que la venganza de Trenton le podría haber acarreado. 

—Y sé que era capaz de hacerlo, Dorelia —dijo Emily, como si hubiese leído sus pensamientos—. Se jactó de que nadie daría crédito a las acusaciones de una jovencita sin fortuna contra el conde de Trenton, y no solo por sus influencias y posición, sino porque esas cartas despejarían cualquier sospecha sobre su inmoralidad, de surgir alguna, y probarían la tuya. 

Dorelia asintió en silencio. Ambas habían quedado atrapadas en la telaraña de William, pero ella ya había decidido que él no iba a devorar a su hermana. 

Durante horas, había pensado qué hacer para impedir la boda y por fin había encontrado la forma de cortar los siniestros hilos. De hecho, la solución era demasiado simple y a la vez representaba un desafío casi imposible. Si quería impedir que su hermana cayera en las garras de William, debía encontrar un marido para sí misma. Si se casaba, su esposo podría tomar a Emily como ahijada, en lugar de su tío, y estaría a salvo. Aunque Dorelia tuviera que someterse al yugo de un matrimonio no deseado, sería un bajo precio por la libertad de su hermana. 

El problema residía en que debía encontrar a un marido pronto o todo estaría perdido. Por desgracia, hacía tiempo que Dorelia no tenía pretendientes, por lo que tendría que buscar a alguien tan necesitado de una esposa como ella de un marido.

—Lo siento muchísimo, cariño —le dijo dejando atrás sus pensamientos—, pero te prometo que haré lo imposible para arreglarlo. Ahora, vayamos dentro, estás helada.

Emily le devolvió el chal a su hermana y le sonrió.

—Las dos lo estamos. Creo que nos vendría bien un té —dijo mientras se ponía en pie y le tiraba del brazo para que se levantara. Salieron de la pérgola y comenzaron a caminar por el sendero enlosado que atravesaba el jardín y conducía a la casa, pero el sonido de unos cascos cerca de la verja las hizo girarse.

Cuando el jinete llegó hasta ellas, desmontó y luego se descubrió la cabeza, inclinándola con cortesía.

—Les ruego disculpen mi intromisión —dijo el recién llegado—. Mi nombre es Carlton, ayuda de cámara del conde deWarlet. ¿Es usted la señorita Dorelia Hamilton? —preguntó, dirigiéndose a la morena de brillantes tirabuzones.

—Sí, soy yo —respondió Dorelia, sin entender—. No tengo el placer de conocer a lordWarlet. ¿Cuál es el motivo de su visita, señor? 

—Milord acaba de llegar a Kingston después de un cansado viaje en compañía de un amigo. Vengo en nombre de este —explicó el hombre de pelo castaño—. Al parecer, hubo un desafortunado malentendido con usted esta mañana en el establecimiento de la señora Meyer.

Dorelia lo miró, perpleja. Sin duda, se refería al desconocido de hermosos ojos azules que la había ayudado a recoger sus monedas y que luego la ignoró de la forma más grosera cuando ella quiso darle las gracias. Ahora tenía la oportunidad de resarcirse de su insulto y de su propio error al intentar llamar su atención. Porque eso era justo lo que había hecho, pensó mortificada, disfrazando su interés con el orgullo herido y el agradecimiento, y él lo había identificado y rechazado en el acto.

—No había necesidad de una disculpa formal —dijo Dorelia con sequedad—, pues no le concedo a tal malentendido la más mínima importancia.

El ayuda de cámara inclinó de nuevo la cabeza.

—Celebro oírlo —dijo este—, sin embargo, el causante del mismo lo lamenta con sinceridad, y me ha rogado que le transmita el motivo, que no es otro que un mal de garganta que le ha privado del habla durante una semana y del que apenas ha comenzado a recuperarse. 

—Está bien —contestó Dorelia, aunque algo le decía que le estaba mintiendo—. Transmita mis deseos de mejoría al señor… creo que no ha mencionado su apellido.

—Hershey —respondió el ayuda de cámara al instante—. También me rogó que le entregase esto —dijo mientras sacaba del bolsillo de su gabán un paquetito envuelto en papel de seda.

Dorelia observó el objeto con estupor y después miró de reojo a su hermana, que hacía un visible esfuerzo por no intervenir.

—No considero apropiado recibir ningún regalo del señor Hershey —repuso ella, envarada.

—No se trata de un regalo. Lo olvidó usted sobre el mostrador de la tienda. Por favor, le ruego humildemente que lo tome, o mi viaje habrá sido en vano —dijo él con el brazo extendido.

Dorelia estudió el envoltorio más de cerca. Adherida al papel, había una nota sellada con lacre, y en la que figuraban las siglas M.L. escritas en una elegante grafía. 

Ni siquiera cuando el jinete atravesaba ya la verja de Hammond Hall, de regreso al camino, Dorelia supo por qué lo había aceptado. 

—¿Quién es el conde de Warlet? —preguntó Emily mientras subía las escaleras junto a Dorelia—. Ha sido tan gentil de enviar la compra que olvidaste… —dijo en tono soñador—. Estoy segura de que su amigo es igual de afable —agregó—. ¿Quién es? ¿Qué pasó en la tienda? ¿Y por qué fuiste tan dura con el emisario?

—¿A qué debo contestar primero? —Dorelia puso los ojos en blanco para fingir que su perturbación y desconcierto se debían al asedio de su hermana.

—Elige tú misma —rio Emily—. Imagino que todas las respuestas son igual de interesantes.

—Pues te equivocas, querida —dijo Dorelia a la vez que abría la puerta de la alcoba que compartían. Emily la siguió al interior y miró por encima del hombro de Dorelia cuando esta se sentó frente al tocador—. Lo único que ocurrió es que se me cayó mi bolsito frente al escaparate de la señora Meyer y un desconocido me ayudó a recogerlo —explicó con aire anodino—. No me contestó cuando le di las gracias, pero ahora está todo aclarado.

—Qué extraño… —dijo Emily, pensativa—. Al menos podría haber respondido con un gesto… Aunque lo más probable es que se sintiese cohibido por tu belleza, ¿no te consuela la idea? —preguntó dando un saltito hacia delante—. ¿Es bien parecido?

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