Un lamentable asunto habían mantenido en secreto, pues no era conveniente que nadie supiera de los apuros económicos que atravesaba la familia, o su ostracismo social sería absoluto. Sobre todo, cuando todavía quedaba la chica más joven por estar casada.
Con este propósito, todos hacían lo posible por aparentar de una opulencia que estaba muy lejos de ser cierta, más aún, cuando el paso del tiempo y del uso convertían sus ropas y accesorios en inapropiados. Ese era el motivo principal por el que esa mañana Dorelia se había acercado al pueblo, pues quizá pudiese comprar unos guantes para reemplazar los suyos, ya deteriorados. Lamentablemente, sus escasos ahorros impedían que tomara el té en el nuevo establecimiento que había abierto sus puertas en Church Square, y tendría que contentarse con un breve viaje sin distracciones ni caprichos. Caminó hacia el escaparate de la tienda de la señora Meyer, en donde se podía adquirir desde comestibles en general, hasta los más elegantes tejidos, artículos de mercería y ornamentos que una dama podía necesitar sin tener que acudir a Londres. Antes de entrar, abrió su bolsito y contó las escasas monedas que guardaba en el fondo. En ese instante, una ráfaga de viento se levantó de pronto y amenazó con llevarse con él su sombrero, el chal, o ambos. Al tratar de sujetarlos, el bolsito cayó al suelo sin hacer ruido. Dorelia se agachó con los párpados entrecerrados para evitar la polvareda que se agitó a su alrededor, y al abrirlos, esta se había disipado por completo. La luz de la mañana de abril brillaba en todo su esplendor, reflejada en los ojos azules y serenos de un desconocido inclinado frente a ella. El extraño apartó la mirada, la ayudó a incorporarse con rapidez y se despidió con una urgente reverencia después de devolverle su bolsa. Todo sucedió tan rápido, que Dorelia apenas tuvo tiempo de reaccionar, por culpa de esos ojos azules que se habían clavado en ella y le habían cortado la respiración. No estaba segura de qué había vislumbrado en ellos, pero algo en su interior se estremeció al contemplarlos, aunque apenas había sido un segundo. Ahora, ya más serena al haberse marchado en caballero, Dorelia lamentó no haber visto el rostro del desconocido por completo, al estar este semioculto por las solapas ribeteadas de piel de zorro de su sobretodo. «Gracias a Dios», pensó para sí al darse cuenta de que tenía la boca abierta y posiblemente su rostro enrojecido. ¿Por eso se habría marchado de manera tan abrupta? Sin duda, era un caballero, y muy atractivo, además. Seguro que estaba acostumbrado al efecto que causaba y no era la primera vez que se veía obligado a escapar de una jovencita embelesada por sus encantos. Dorelia negó con la cabeza. Él no tenía por qué preocuparse, y ella tampoco. A menos que sus tíos celebrasen un baile la próxima temporada, lo que no era muy probable, ella no sería invitada a ninguno y no volvería a verlo. «Gracias a Dios y a William», añadió a sus pensamientos. Dorelia recompuso sus ropas, comprobó su bolsa y entró decidida en la tienda de la señora Meyer. Lo más conveniente sería que olvidara a ese caballero y lo extraño que había sido ese encuentro. —Buenos días, señora Meyer —saludó Dorelia. La propietaria de la tienda, una mujer oronda de mediana edad, que sentía debilidad por sus propios dulces y por los asuntos ajenos, se apartó de dos damas forasteras que trataban de elegir unos guantes de entre la gran variedad que había expuestos sobre el mostrador. —Oh, señorita Hamilton, qué alegría verla, ¿viene a recoger la seda que me encargó su querida hermana? Acabo de recibirla y le he reservado tres yardas, ¡es absolutamente exquisita! Dorelia tragó saliva. Emily, a sus dieciséis años, soñaba con su presentación en sociedad, con bailes y con encontrar el amor verdadero. Una idea romántica que no tardaría en desechar cuando fuese consciente de su precaria realidad. —Me parece que ha habido un malentendido, señora Meyer. Creo que será mejor que disponga usted de esas tres yardas. —De ninguna manera, señorita Hamilton —respondió la tendera mostrándole un libro de cuentas—. Fue su tía, lady Sheanes, quien insistió en hacer el pedido y en pagar una señal. —Disculpe entonces mi error —admitió Dorelia con aprensión al ver la firma de su tía junto a un importe de seis chelines, por un total de dos libras. ¿A qué podía deberse que su tía Agatha hiciese tal dispendio? ¿Y por qué Emily no le había comentado nada?—. De todos modos —se apresuró a decir Dorelia—, sí me gustaría ver unos guantes. —Deje que vaya a buscarlos, solo será un minuto. Dorelia abrió de nuevo su bolsito, con la esperanza de no haber extraviado ninguna moneda, cuando la voz de una de las jóvenes que había a su lado atrajo su atención. —Como lo oye, lady Patricks, el duque de Blackshield, está aquí, en Kingston. —¿De veras? En ese caso, su familia, lady Fullerton, ha sido afortunada al encontrar esa encantadora propiedad en alquiler cercana a Camberly. —Oh, ciertamente —respondió la dama—. Pero no menos afortunada que la suya, lady Patricks. Al parecer, la casualidad se ha encargado de que ambas compartamos la suerte de tener a tan distinguido vecino —añadió levantando las cejas—. Desde que el viejo duque murió, no ha salido de su casa de Londres, y espero que la proximidad y el aire fresco del campo, le hagan mostrarse más sociable. «¿Camberly?», se preguntó Dorelia, tratando de hacer memoria. Recordaba vagamente un trágico suceso ocurrido cuando ella tenía doce años. Ya había pasado una década desde aquello, y los detalles del incidente habían sido poco conocidos, aunque muy comentados en su momento. El carruaje del antiguo duque había sido asaltado en el camino hacia Camberly, su mansión ancestral, cuando regresaba desde Londres junto a su hijo, de dieciocho años. El anciano recibió un disparo en el pecho al que sobrevivió solo unas horas, y el joven heredero fue herido de gravedad. Siendo huérfano de madre, su abuela paterna, lady Crawford, se lo llevó de Kingston y se hizo cargo de su convalecencia y educación. Nunca más volvió a saberse de él, hasta ahora. —¿Y bien? ¿Hay alguno de su agrado? La señora Meyer la observaba con los ojos entornados. Dorelia dio un respingo. —Todos son de seda… —murmuró esta al fijar la vista en el mostrador. —Por supuesto —repuso la tendera—, como los de su hermana. La campanilla de la puerta tintineó, anunciando la llegada de un nuevo comprador. La señora Meyer levantó el cuello para ver a los recién llegados, dos distinguidos caballeros a los que no había visto antes por su tienda. El más alto y moreno se giró de inmediato para estudiar unas barricas de roble apiladas junto a la entrada, y el otro, un joven rubio, lo imitó acto seguido. —Enseguida les atiendo, señores, tan pronto como esta joven se decida. Dorelia oyó un carraspeo impaciente a sus espaldas y sintió cómo el rubor ascendía por sus mejillas. No había duda de que los caballeros tenían prisa y no les agradaba esperar. —Esperaremos, señora, no se preocupe —dijo el caballero rubio en tono afable, desmintiendo las prisas de su acompañante. Dorelia dudó que el desagradable rugido gutural proviniese de la misma voz y no se volvió para averiguarlo. Hacía tiempo que había dejado de sentir interés por los caballeros, y menos aún por los maleducados. —¿Cuánto cuestan, señora Meyer? —preguntó ella, ansiosa. —Ocho chelines, un buen precio, considerando el fino bordado. —¿Y sin bordados? Así serían más fáciles de combinar… —propuso Dorelia, aunque el verdadero motivo era que su presupuesto no iba más allá de tres chelines. —Lo siento, querida, he vendido los últimos. Puedo ofrecérselos de algodón, aunque también puede reservar uno de estos y volver otro día. —No, no, no será necesario, me llevaré los de algodón. Blancos, por favor. —Está bien, son cuatro chelines —dijo la tendera mientras abría un cajón a su derecha. —Discúlpeme, acabo de acordarme de que tengo en casa unos sin estrenar —declaró Dorelia, a la vez que aferraba su bolsito para ocultar las deterioradas puntas de los dedos de sus guantes. Solo esperaba que su rostro no se hubiera sofocado y ahora se mostraran sus mejillas sonrojadas por el mal rato que estaba pasando. De nuevo, sonó una tos insistente junto a la puerta. Dorelia, sin esperar a que se repitiera, se despidió de la señora Meyer para marcharse. Ya había pasado suficiente vergüenza y no quería que por su tardanza esos caballeros reparasen en su presencia y la descubrieran perturbada. Decidida a marcharse de forma discreta, se dio la vuelta, deteniéndose unos segundos. Solo le hizo falta alzar la vista y contemplarlo para reconocerle. Uno de los caballeros, el más impaciente y de cabello oscuro, era el mismo desconocido que la había ayudado en la calle. El mismo que había clavado sus ojos en ella y la había hecho estremecer.Por unos segundos dudó en acercarse, pero sus buenos modales pudieron más que su pudor. Por la forma en que él evitaba su mirada, Dorelia no sabía si la había reconocido, y una parte de ella, la más osada, quería averiguar si la recordaba. Aunque para ser honesta, lo que más le intrigaba era averiguar si él también se sentía tembloroso ante su presencia. Resuelta a averiguarlo, caminó hacia él con paso enérgico, sin querer que él tuviera tiempo para salir de la tienda.—Buenos días, señor, no pude agradecer su gentileza hace unos minutos —le dijo al caballero que llevaba un sobretodo con cuellos de zorro. Su perfil, hermoso y aristocrático, con unas cejas negras y bien arqueadas sobre las largas pestañas, la nariz recta y labios sinuosos, no se movió una pulgada, excepto por el sutil fruncimiento de su boca. Su respuesta, o más bien la falta de esta, enfadó a Dorelia, sobre todo al evidenciar que él no se había perturbado al verla. Es más, parecía que incluso le desagradaba tenerla
—¿AsistiR a un baile? ¿Acaso eso hará que cesen las malas lenguas y que nos abran de repente todas las puertas?—La generosidad de lord Trenton (Ex novio de Dorelia, a la cual rechazó) no se limita a un baile —dijo lord Sheanes con un carraspeo—, sino a convertir a Emily (hermana de Dorelia) en su esposa. Sin duda, eso hará mucho más que cerrar o abrir las bocas y puertas de unos pueblerinos. Estamos hablando de la corte, y tu tía y yo tenemos la obligación de pensar en el futuro de nuestras ahijadas.«Querrás decir en el suyo», pensó Dorelia. Ahora entendía el origen de aquellas viandas, del tejido de seda y probablemente el de la nueva criada. Si William había desembolsado este anticipo, el acuerdo era cosa hecha, y ella podía hacer poco para impedirlo. Soltó el cuchillo y se dirigió a su hermana con voz entrecortada.—¿Tú lo sabías?La muchacha pelirroja estaba pálida, incapaz de articular palabra, y negó con la cabeza.—Te rogué que esperases un poco, querido —dijo su tía—. No ha
Andrew apretó con fuerza su copa y miró hacia un punto indeterminado al fondo de la sala. Saber que el detestable comportamiento de Trenton había hundido a aquella joven, lo puso furioso, ya que lo conocía lo bastante bien como para estar seguro de que William se había basado en una vil y cruel mentira. Además, a raíz de su encuentro fortuito, no vio en ella el más mínimo resquicio de locura. Más bien de pasión, pero ese era otro asunto.—¿Cómo se llama la dama?—Dorelia —contestó Edward después de una pausa—. Dorelia Hamilton.—Dorelia… —dijo Andrew en voz baja. La luz de aquellos ojos verdes llegó hasta él a través de la penumbra. Podía recordar al detalle cada uno de sus delicados rasgos, bellos e inocentes, su sonrisa e incluso el sonido de su voz y cómo su rostro cambió ante su enfado, haciéndola aún más encantadora. —Escucha, Andrew. —Oyó decir a su primo—. Habrá muchas damas en el pueblo durante el verano. Quizá sería mejor que destinases tus atenciones a alguna de ellas. Temo
Bedlam. El asilo para dementes del Hospital de Saint Mary de Bethlehem en Londres. Emily sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Un lugar espantoso, donde cada martes, los curiosos podían presenciar las miserias de los lunáticos de la sala de incurables previo pago de un penique. Dorelia no tuvo duda de que Trenton la habría recluido allí sin ningún esfuerzo ni remordimiento y luego habría tirado la llave. Quizá su tía Agatha tenía razón. Era afortunada, después de todo. Las murmuraciones que levantaba a su paso y la posibilidad de convertirse en una solterona, le parecían ahora un paraíso, comparado con las horribles consecuencias que la venganza de Trenton le podría haber acarreado. —Y sé que era capaz de hacerlo, Dorelia —dijo Emily, como si hubiese leído sus pensamientos—. Se jactó de que nadie daría crédito a las acusaciones de una jovencita sin fortuna contra el conde de Trenton, y no solo por sus influencias y posición, sino porque esas cartas despejarían cualq
A Dorelia la tomó por sorpresa su pregunta. Miró a su hermana y le dedicó una sonrisa forzada. Si se le ocurría mencionar que aquel hermoso y masculino perfil la había perturbado hasta robarle el aliento, se adentraría en una conversación sin fin.—¡Lo sabía! —exclamó Emily—. Por favor, lee la nota, ¡no puedo soportar la intriga!—No tengo el menor interés en saber qué dice el señor Hershey —dijo Dorelia mientras abría un cajón del tocador y guardaba el papel doblado bajo unos pañuelos de organdí.—No puedes engañarme, Dorelia —dijo Emily, decepcionada—. Y espero estar presente cuando sucumbas a la curiosidad. Creo que deberíamos bajar a cenar —añadió dirigiéndose hacia la puerta—. ¿Vienes? —preguntó al ver que Dorelia continuaba sentada.—Iré enseguida —le respondió esta sin mirarla.—No tardes, sabes que a los tíos no les gusta que te retrases —dijo con una expresión de tristeza antes de marcharse.Dorelia recordó la desagradable escena que había tenido lugar en el comedor. La amena
—Por cierto —dijo Edward—. Si vas a preguntarme por su expresión al leer tu nota, siento no poder complacerte —declaró devolviéndole la puya—. Tu bella dama se despidió de Carlton sin molestarse en abrir el paquete.—En efecto, mi lord —corroboró este—, pero eso no significa que no deseara hacerlo —añadió alzando las cejas.Andrew resopló con fastidio. Ahora, Edward contaba con un nuevo aliado. Carlton, además de su secretario, era también su amigo y confidente. Formaba parte de su casa desde que Andrew era un niño, y lo conocía mejor que nadie, mucho más que el propio Edward. El hombre bajito y castaño, solo unos años mayor que el duque, servicial y de gesto adusto, siempre trataba de aligerar su malhumor con una fina ironía y un apoyo incondicional. A Andrew le gustaba ponerlo a prueba, pero su secretario se mantenía firme en el mismo, sin dejar de saber cuál era su lugar.—¿Qué le dijiste de mí? —le preguntó Andrew.—Me abstuve de decir la verdad cuanto me fue posible —respondió Ca
Dorelia creyó que no podría responder sin tartamudear. ¿Qué clase de broma macabra del destino era esta? Había venido aquí para intentar salir de una trampa, y había caído presa de otra mucho más peligrosa, porque había entrado en ella por voluntad propia y no sentía el impulso de escapar, sino de avanzar directa hasta su fondo. Si tenía que caer, al menos que fuera por un buen motivo.—Está bien, señor Hershey —dijo Dorelia controlando su voz para que sonara firme—. Seré sincera, quiero hacerle una propuesta. Necesito un marido, y pronto. Sé que usted no tiene fortuna ni posición, y yo tampoco, pero mi tío es el vizconde Sheanes y posee influencias y relaciones en la Corte, que podrán resultarle beneficiosas en el futuro. Pertenezco a una noble y antigua familia, al contrario que usted. ¿Estaría dispuesto a casarse conmigo en Andrew condiciones?Andrew permaneció callado unos segundos que a Dorelia se le hicieron eternos, hasta que habló al fin.—¿Y usted, lo estaría? —Andrew caminó
Pudo apreciar cómo la humedad en sus ojos los hacía parecer dos estanques verdes y cristalinos, pero sin el brillo pícaro con que destellaban antes. Sus mejillas seguían enrojecidas, como dos lirios encarnados junto a la orilla y los labios ardían llenos y sensuales, aunque ya no se notaba ese acaloramiento fruto de la excitación del momento.Por un instante, estuvo a punto de atraerla hacia sí y cubrir esos labios tentadores con los suyos, para después retractarse de su negativa y someterse a pagar el precio, aunque solo fuese para satisfacer el despecho que ella sentía. Pero él quería despertarle otro sentimiento más allá de la venganza. Lo quería todo, y no iba a escatimar ningún esfuerzo hasta obtenerlo. Si no lo conseguía, entonces, ella tampoco lograría nada.—Es mi última palabra —dijo Andrew con firmeza.Dorelia levantó la barbilla, sacó de su bolsito el envoltorio de papel de seda y lo arrojó al suelo.—Puede quedárselos —le dijo—. Espero no tener que volver a verle. Jamás.A