—¡Porquería vida! –exclamó Melissa golpeando su escritorio con un rollo de papel. Luisa la vio y la miró extrañada.
—¿Y a ti qué te pasa?
—¡Acabo de perder… un montón de dinero! –Luisa, preocupada, se puso en pie. Melissa a veces era muy dramática, pero ahora estaba hablando de dinero.
—¿Se te perdió? ¿Aquí, en las oficinas? –Melisa apoyó su frente en su mano con cara de dolor y pesar, y Luisa empezó a preocuparse de verdad—. ¿Te robaron? ¿O lo perdiste? ¡Dime!
La semana se fue pasando poco a poco, día a día.Ambos estaban llenos de trabajo, en varias ocasiones pasaron la tarde o la mañana entera sin que se vieran el uno al otro, y fue en esos momentos en que los salvó el maravilloso invento del teléfono inteligente.La noche del viernes Rubén salió un poco tarde de su oficina. Sabía que Emilia estaba por aquí; debía estarlo, pues ella siempre se despedía de alguna manera antes de irse. La encontró en una de las salas de estudio frente a una mesa de dibujo analizando unos planos, y sin pensarlo mucho, se le acercó.Ella supo que era él desde an
Rubén se alejó de ella y le tomó la mano conduciéndola a la salida del estudio. Luego, sin detenerse, la introdujo en el ascensor, y una vez allí, volvió a besarla. Otra vez no le importaron las cámaras de seguridad, y ella también las olvidó.Pero la puerta del ascensor se abrió y tuvieron que detenerse.Emilia lo vio conducirla hasta la salida del edificio, hasta su auto, por la carretera.Sonrió al notar que a pesar del paso de los minutos ninguno de los dos había reconsiderado la idea de dejarlo pasar, por el contrario, en cada semáforo se volvían a besar, él volvía a d
Llegó a casa y ya iban a ser las once. Rubén la había dejado abajo y ella abrió la puerta entrando casi en puntillas de pie. No había nadie en la sala, las luces estaban apagadas, y se quitó los zapatos para ir hasta su habitación sin hacer ruido.—No es necesario que te congeles los pies –dijo la voz de su padre desde la oscuridad, y Emilia se llevó la mano al pecho asustada.—¡Papá!—¿Qué estás haciendo, Emilia?—Lo siento, no quería hacer ruido y…
Lo primero que hizo Rubén esa mañana al despertar fue mirar su teléfono. Ningún mensaje.Se sentó despacio en el colchón haciendo mentalmente la lista de las cosas que tenía que hacer hoy; a primera hora, encontrarse con Alfonso Linares, un conocido maestro de obras con el que iniciaría un proyecto, luego, con Darío Cardozo, un agente de bienes raíces que casi se mea en los pantalones cuando lo llamó. Las dos citas eran importantes, así que se puso en pie sin más dilación y se introdujo en la ducha.Este apartamento era demasiado pequeño. Si pretendía convencer a Emilia para que se viniera a vivir con él, debía buscar un espacio donde e
—¡Emilia! –la saludó Rubén al contestar su llamada.—Ah… hola. Buenos días—. Rubén sonrió de oreja a oreja.—Buenos días –contestó a su saludo—. Justo iba a llamarte. ¿Puedo pasar por ti para que almorcemos juntos? Con Santiago, si te parece.—¿Ibas a llamarme?—En este mismo momento. Estuve un poco ocupado, y no pude hablarte antes. Es un poco precipitado, pero necesito que vengas conmigo.—Ah, y
Santiago se sentó en el asiento de atrás del auto tal como la última vez y observó en silencio cómo Rubén le abrochaba el cinturón.—Yo puedo solo –dijo, y le quitó las manos para hacerlo él.—Claro, ya estás grande –dijo Rubén con una sonrisa. Emilia miró a su hijo apretando sus labios y luego a Rubén algo afectada por la actitud de su hijo. Él agitó su cabeza tratando de decirle que no se preocupara por nada.—¿A dónde iremos? –preguntó Emilia en el momento en que Rubén encendía el auto y salía de la z
Emilia bajó a la cocina mientras escuchaba a Darío Cardozo que le seguía explicando cosas acerca de la casa. Era una cocina preciosa, con encimera en mármol negro y gabinetes blancos. Desde el ventanal vio a Rubén y a Santiago abrazados y quedó paralizada en el lugar. Darío siguió hablando, pero ella ya no escuchaba nada. ¿Qué había pasado?—Disculpe –le dijo al hombre, y salió de la casa hacia el jardín. Cuando llegó a ellos, Santiago ya se había bajado y corría libre y salvaje hacia el otro extremo del jardín.—¡Mamá! Voy a bus
Rubén observó a su hijo jugar en el jardín con Pablo, su recién descubierto primo.De inmediato se llevaron bien y Pablo le mostró todos sus juguetes, con los que Santiago quedó encantado, y Viviana los hizo ir al jardín para que jugasen allí y disfrutasen un poco el sol.Ahora estaban concentrados en un lego de casi mil piezas, carritos de carrera no más grandes que sus manos, y pistas donde sufrían aparatosos accidentes.Sonrió pensando en su propia niñez, también tuvo primos con los que jugó mucho, pero su hermana fue la que más lo sonsacó, aún en su adolescencia.