Rubén estaba sentado en un sillón que muy amablemente el servicio le había llevado al jardín para que aprovechara un poco el sol. Tenía un libro de estudio abandonado a un lado y miraba a la distancia. Hacía tres días que Emilia le había dicho que iría a verlo en su casa.
Ella había tenido una corta incapacidad laboral debido al accidente y ésta expiraría hoy. ¿Por qué no había venido a verlo?
Suspiró recostándose suavemente en el espaldar del sofá. Estaba practicando la paciencia, pero hoy en especial le estaba costando.
Se sentía aburrido, solo, un poquito abandonado. Y eso que no tenían una relación; no tenía ningún derecho a extrañarla, ni nada de nada.
Adrián había venido a verlo. Los que habían viajado a Brasil con ellos le habían mandado sus saludos y uno
—¿Quién era, Edgar? –preguntó Gemima al ver al mayordomo volver del jardín.—Ah, una joven llamada Emilia, señora.—¿Emilia? ¿Emilia vino? –Edgar movió la cabeza en un asentimiento, y Gemima dio varios pasos encaminándose al jardín para ir a verlo, pero de pronto se detuvo—. No. Mejor los dejo solos… —Se giró y miró de nuevo a Edgar—. No puedo creer que haya venido. ¿Seguro que era Emilia?—Emilia Ospino.—Ella es–sonrió Gemima, emocionada por su hijo. Edgar siguió andando hacia la cocina—. ¿Vas a prepararle alguna bebida?—No para ella, para el niño—. Eso dejó a Gemima estática, con los ojos grandes de sorpresa y mirando fijamente a Edgar.—¿Qué dijiste?—Que la bebida es para el ni&ntild
Emilia y Rubén al fin llegaron a la casa en el árbol. Era grande, de madera, con una escalera que llevaba hasta lo alto, y allí ya estaba su hijo. Gemima, aun llevando tacones, estaba subida al tercer escalón y miraba al interior de la casita a Santiago que se movía de un lado a otro preguntando y sacando cosas.Éste se asomó a una de las ventanas mirando en derredor con las mejillas arreboladas de emoción. A su hijo le encantaba el aire libre, tener espacio para correr y bichos que atrapar. Estaba en la gloria ahora mismo.El niño la vio llegar y sonrió con intención de llamarla a voz en cuello para que también ella subiera y viera la casita por dentro, pero entonces se fijó en que este hombre tomaba la mano de su madre y su sonrisa se fue borrando. ¿Era este señor otro novio?Rubén sintió que la mano de Emilia se le escabullía de la suy
Emilia y Rubén bajaron por las escaleras y esta vez él no le tomó la mano, aunque tampoco se alejó mucho. Llegaron a la sala, de donde se oían voces, y allí encontraron a Gemima, Santiago, y también a Álvaro. En la mesa de centro de los muebles había un rompecabezas infantil con sus piezas esparcidas y Santiago, sentado en el suelo, lo armaba mientras conversaba con sus abuelos.Rubén se encaminó a ellos y se sentó al lado de su hijo también en el suelo.—¿Está muy difícil? –le preguntó tomando una pieza y analizándola como si fuera un enigma muy grande. Santiago lo miró con sus ojos iluminados de entusiasmo.
Emilia volvió a casa en uno de los autos de la familia. Rubén y Álvaro la acompañaron y subió con ellos hasta el mismo ascensor. Santiago había resistido en pie, pero iba prácticamente colgado de su mano. Había jugado, comido y vuelto a jugar. Y eso que en la casa de los Caballero no había más niños, si se llegaba a juntar con Pablo, el hijo de la hermana de Rubén, no quería imaginárselo.Rubén, al despedirse, se había inclinado a ella y besado sus labios. Nerviosa, Emilia había mirado primero a su hijo, pero este estaba más dormido que despierto, y luego a Álvaro, pero de repente el extintor del pasillo se volvió la cosa más interesante de mirar para él.
Empezó a llover de repente. El chofer que Rubén había llevado sacó un paraguas y guio a Emilia al interior del edificio. Rubén no esperó y fue tras ella mojándose un poco.Emilia apenas si lo notó, estaba nerviosa, pensando en lo que pasaría cuando contara todo, sin fijarse mucho en lo que ocurría alrededor, y siguió a Rubén al ascensor en silencio.Sin embargo, cuando entraron al ascensor, notó que él se sacudía las gotas de agua en el cabello.—Te mojaste –dijo. Él la miró pestañeando, como preguntándose por qué lo notaba apenas.
Lo sintió sentarse a su lado en el sofá y acercarse a ella.—Te amaba tanto –dijo él con voz suave—. Era demasiado joven, era demasiado ingenuo, pero ya sabía que te amaba. Mi corazón me lo gritaba día y noche. Te amaba, te deseaba, quería llevarte a mi casa para que conocieras a mis padres y mi a hermana; quería fascinarte, darte regalos, quería escuchar tu risa, tu llanto, tus quejas. Quería todo de ti… Por eso sufrí tanto esa noche. No podía creerlo, no quería creerlo. ¿Cómo pude yo dañar algo tan… puro? Era como haber contaminado el agua que pensaba beberme, ¿cómo pude?Una lágrima rodó
Emilia se sintió tan cómoda, tan acogida, tan cálida en esos fuertes brazos que olvidó la hora, olvidó sus obligaciones, olvidó todo. Estaba allí, casi sobre Rubén, en el sofá, y él paseaba sus manos por su espalda y sus brazos consolándola con ternura, con manos cálidas que cumplían muy bien con la tarea de reconfortarla.No podía creerlo, estaba justo en el lugar donde todo había empezado: los brazos de Rubén.Bajó la mirada para mirarlos. Eran fuertes, duros, con vellitos rubios en los antebrazos, y no pudo resistir la tentación de pasar su mano por encima de ellos y peinarlos.Elevó su cabeza sonriendo para mirarlo, quizá para hacerle una broma, pero se detuvo nomás verlo; los ojos de él chispeaban.Se quedó sin habla. Empezaba a reconocer esta mirada, era una mirada que Armando nunca tuvo, un
Cuando Rubén llegó, tuvo que entrar a la peluquería y sentarse en los muebles mientras a Emilia terminaban de maquillarla. Sonrió mirando todo el proceso y rechazó la bebida que le ofrecieron. Telma, que tenía unos rulos puestos, se le sentó al lado y lo miro fijamente sin decir nada. Rubén la miró de reojo.—La cuidaré bien, la trataré bien, y sé que, si algo le pasa, tú misma me matarás –dijo, casi adivinando sus pensamientos.—Qué bien que lo tienes claro—. Él elevó sus cejas negando.Unos minutos después, Emilia estuvo lista. Rubén sonrió orgulloso.—Estás preciosa –le dijo, y Emilia se sentía justo así, preciosa, con la confianza un poco más elevada ahora que llevaba ropa y zapatos y maquillaje caro. Lo que un poco de dinero podía hacer, pens&