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Emilia se sintió tan cómoda, tan acogida, tan cálida en esos fuertes brazos que olvidó la hora, olvidó sus obligaciones, olvidó todo. Estaba allí, casi sobre Rubén, en el sofá, y él paseaba sus manos por su espalda y sus brazos consolándola con ternura, con manos cálidas que cumplían muy bien con la tarea de reconfortarla.

No podía creerlo, estaba justo en el lugar donde todo había empezado: los brazos de Rubén.

Bajó la mirada para mirarlos. Eran fuertes, duros, con vellitos rubios en los antebrazos, y no pudo resistir la tentación de pasar su mano por encima de ellos y peinarlos.

Elevó su cabeza sonriendo para mirarlo, quizá para hacerle una broma, pero se detuvo nomás verlo; los ojos de él chispeaban.

Se quedó sin habla. Empezaba a reconocer esta mirada, era una mirada que Armando nunca tuvo, un

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