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Capítulo 2: El impacto del presente

La entrada principal de Blackwood Enterprises era un monumento a la modernidad y la opulencia. Las puertas automáticas se abrían con un suave zumbido, revelando un vestíbulo amplio cuyos muros de vidrio dispersaban la luz del sol en destellos caleidoscópicos. Con techos altos, lámparas colgantes de diseño minimalista y una recepción de mármol blanco, Oriana se sintió diminuta y, por momentos, fuera de lugar.

El murmullo de teclados, las conversaciones en voz baja y el sonido de pasos sobre el piso pulido se entrelazaban en una sinfonía corporativa casi hipnotizante.

Ajustándose el bolso al hombro, Oriana se dirigió al mostrador de recepción, donde una joven de gafas y sonrisa profesional le indicó el camino hacia la sala de espera. Allí, la esperaba Anita Lane, responsable de Recursos Humanos y su contacto desde el inicio del proceso.

—¡Señorita Hart! —exclamó Anita, levantándose para estrecharle la mano con firmeza.

—Por favor, llámame Oriana —respondió ella, devolviendo la sonrisa con naturalidad.

—Entonces, Oriana, tuteémonos. No hay necesidad de tanta formalidad —dijo Anita entre risas amistosas—. Ven, te mostraré tu nuevo mundo.

Anita la condujo por largos pasillos, señalando áreas clave: la sala de innovación, el comedor —que se asemejaba más a un restaurante de lujo— y otros espacios donde se fusionaban tecnología de punta y detalles arquitectónicos clásicos, como columnas de diseño antiguo y molduras elaboradas.

—Es increíble… —murmuró Oriana, abrumada por la elegancia y el esmero con que cada detalle había sido concebido.

—El señor Blackwood tiene un gusto impecable —comentó Anita, admirada. Con un tono más bajo añadió: —Es un hombre que sabe lo que quiere y no escatima en conseguirlo.

La mención del CEO despertó la curiosidad de Oriana. Apenas sabía algo de él, salvo los datos básicos que había encontrado en internet: era joven para su posición, un visionario en tecnología y mantenía un perfil reservado, casi enigmático. La escasa información sobre su vida privada solo aumentaba el misterio en torno a su figura.

Llegaron al despacho del CEO y se encontraron con Stephanie Dickinson, la secretaria de Blackwood. Impecable en su porte, con una mirada aguda y una sonrisa que rayaba en la frialdad, evaluó a Oriana con desdén apenas disimulado.

—¿Es la nueva asistente? —preguntó, midiendo cada detalle.

—Es un proyecto especial del señor Blackwood —aclaró Anita con una sonrisa firme, sin dejarse intimidar.

Aunque la respuesta parecía aplacar momentáneamente a Stephanie, esta presionó un botón en su escritorio y la puerta se abrió con un leve zumbido. Al cruzar el umbral, Oriana notó cómo el aire en la habitación se volvía más denso, cargado de una energía sutil pero innegable.

El despacho de Gabriel era imponente: ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad y un escritorio de madera oscura, tan antiguo como majestuoso. Sin embargo, lo que realmente la impactó fue la figura que se encontraba de pie junto a la ventana.

Gabriel Blackwood era alto y de porte elegante, con el cabello rubio perfectamente peinado hacia atrás. Sus rasgos afilados y ojos claros le conferían una apariencia casi irreal, como si hubiese sido esculpido a imagen de una estatua renacentista. Pero, sobre todo, fue su mirada al darse la vuelta la que hizo que el estómago de Oriana se retorciera: una mirada intensa, que parecía desnudara el alma.

—Señor Blackwood, le presento a Oriana Hart —anunció Anita con cortesía.

El CEO no respondió de inmediato. Sus ojos se posaron en ella con una intensidad que la hizo sentir expuesta, como si pudiera ver más allá de su fachada, penetrando en lo más profundo de su ser.

—Un placer conocerla, señorita Hart —dijo con voz profunda y controlada, matizando sus palabras con un eco de reconocimiento que parecía ir más allá de lo cotidiano.

Oriana sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al estrechar su mano. La firmeza del apretón y el calor de su contacto la hicieron contener el aliento. Había en ese gesto algo inexplicable, un susurro de emoción que le resultaba vagamente familiar, aunque sabía que era imposible conocerlo.

—El placer es mío, señor Blackwood —respondió, tratando de mantener la compostura mientras su corazón latía con fuerza.

En ese instante, cuando sus miradas se encontraron, Oriana comprendió que, de alguna manera, no se trataba de un simple encuentro fortuito. Gabriel, a su vez, sintió que había encontrado aquello que llevaba siglos buscando.

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