Amira notó cómo la llama que le daba fuerzas intentaba quemar el miedo que aceleraba su corazón cada vez más. Pero, por una vez en su vida, no escuchó ninguna vocecita que la detuviera o le preguntara en qué se estaba metiendo.
-¿Es una venganza, entonces? ¿Una guerra en la que muere gente por tu venganza?
Shasta dio un paso hacia ella y la joven sintió cómo en cada parte de su cuerpo se le erizaba la piel. Va a matarme, pensó mientras su respiración se aceleraba. Iba a matarla frente a la creciente cantidad de personas que se habían reunido y que escuchaban la discusión atentamente, con los ojos muy abiertos y los labios separados. Debían pensar que estaba loca. Y muerta.
-Princesa…- advirtió, dando un segundo paso, con una voz tan escalofriante como su expresión. No obstante el odio que le desfiguraba el semblante, parecía, detrás de sus ganas de asesinarla, desesperado por preguntar cómo lo sabía. “Cierra la boca”. Fue la amenaza implícit
Habían pasado horas, horas eternas, desde que había hablado con la joven mestiza y Amira empezaba a creer que iba a volverse loca. Ahora comprendía por qué había dicho que era inútil contarle todo aquello; si era verdad, ninguna de las dos, ni siquiera con todos los cuchillos del mundo, podía hacer nada al respecto. Si era verdad… ¿Por qué iba a mentirle? Pero, por otro lado, si era verdad y el plan era entregarla, ¿por qué él la había llevado al refugio en primer lugar? ¿Por qué le había enseñado a usar los vanix? No tenía sentido; podría haberla entregado aquella noche en que se conocieron, si hubiera querido. Pero ¿por qué iba Trixa a mentir? Llevaba todo el día dándole vueltas a lo mismo, intentando pensar, planear alguna posible estrategia, mientras le daba vueltas al cuchillo como si pudiera darle él una respuesta. Y estaba en eso aún cuando la puerta se abrió, sobresaltándola. Ocultó la daga tras su espalda y alzó el rostro para encontrarse de inmediato con un
Aquel día hacía más frío de lo normal y las finas camisas que vestían no eran suficientes para protegerlos del aire que, si se quedaban quietos un momento, les helaba los huesos. Enxo llevaba horas siguiéndola sin que ella lo notara y, en ese momento, la observaba picar la roca rutinariamente, concentrada en sus pensamientos. Miraba cómo cada músculo de su cuerpo se contraía con el esfuerzo, en absoluto aburrido; podría pasarse el día entero vigilándola, si era necesario, y sería feliz de hacerlo. Pero ella no iba a pasarse el día entero trabajando y, aproximadamente una hora antes de que el sol se ocultara y la oscuridad regresara a cubrir la mina, Enxo vio cómo Dehna se detenía a limpiarse el sudor y se encaminaba hacia el hueco que tenía más cerca, escapando de la mirada de la gente. La observó desde su escondite, que era el otro hueco por el cual la gente entraba y salía del sector, y, dejando de cavar, empezó a seguirla. Sin darse cuenta de que alguien, a lo lej
El viento giraba y giraba en remolinos con un énfasis inusual, desordenándolo todo, como si anunciara una tormenta con la que el cielo, diáfano, no concordaba. Los pájaros en aquella zona habían desaparecido, o tal vez callaban; no se escuchaba otro sonido que el aullar del viento. La mansión, a pesar de estar dentro de los muros, se encontraba lo suficientemente lejos del ajetreo diario y del resto de la sociedad como para permitirse un jardín enorme lleno de arbustos y pequeñas plantas que se sacudían, saludando a los invitados. La casa en sí era la típica mansión construida en los años previos a la Gran Guerra que Arren y Coss habían mantenido durante casi cien años: construida con enormes ladrillos grises, contaba con tres pisos de paredes altas y probablemente un subsuelo; una fachada no lo suficientemente ancha como para revelar el verdadero tamaño de la casa; ventanas en arcos con sus respectivos balcones y un techo de tejas con dos chimeneas a la vista que dejaban es
Comenzaba a atardecer y el cielo empezaba a teñirse de un naranja precioso, digno del cuadro más bello. La temperatura era ideal y, a pesar del viento que soplaba fuera y que entraba silbando por las ventanas, para Catella era un día perfecto. Pasaba la plancha humeante sobre las camisas con tranquilidad mientras tarareaba una canción alegre que había escuchado por ahí. -Tella, calla un momento- pidió con gravedad Zcela, la anciana que iba y venía, guardando las camisas ya listas o amontonándolas en un rincón. La joven doncella obedeció sin darle mucha importancia, concentrada en su tarea con una sonrisita alegre en el rostro. Mil cosas pasaban por su mente juvenil y, últimamente, todo parecía teñido de rosa- ¿No oyes eso? -¿El qué?- preguntó, con amabilidad pero sin prestarle mucha atención, mirando nada más que la camisa azul por la cual, con sumo cuidado, pasaba la plancha. Ensanchaba su sonrisa cada vez que conseguía eliminar alguna arruga. -No lo sé… Gri
Shasta se acercó a ella lentamente, esforzándose por dar cada paso, mirándola de arriba abajo una y otra vez, analizando cada rotura en sus ropas, cada moretón, siguiendo con los ojos cada lágrima. Le costaba moverse, sentía el cuerpo pesado y duro. Amira no echó a correr; se mantuvo inmóvil en un principio, trémula pero resignada, clavándole los ojos mientras una cantidad inmensa de sentimientos pasaba por ellos. Lo odiaba, probablemente. Pero, sobre todo, le tenía miedo. En cuanto estuvieron frente a frente, ella dio un tembloroso paso hacia atrás. -No te me acerques- exigió con severidad y su voz fue lo único que no tembló. Sonaba furiosa, asustada y exhausta, y su mente parecía debatirse entre esas emociones. Shasta volvió a observarla de arriba abajo, esforzándose por no demostrar nada en su rostro, tan inexpresivo como siempre pero, tal vez, un poco más lento, más aturdido. -¿Te…?- Se detuvo al darse cuenta de que su voz sonaba ronca, de que no le salían las pa
Retrocedió y el crujir de las hojas bajo sus pies resonó en el aire, arrastrado por la suave brisa de un lado al otro. Todo se veía normal, tranquilo; para Dehna, el único sonido fuera de lugar eran los latidos de su corazón. Las posibilidades, ninguna buena, pasaban por su mente sin afectar el hecho de que tenía un problema. Fuera quien fuera que le hacía compañía, no podía tener buenas intenciones si estaba ocultándose. Paseó una lenta mirada por el follaje que la rodeaba, cada vez más oscuro a cada minuto que pasaba; la poca luz que conseguía meterse entre las copas de los árboles no era suficiente como para distinguir lo que fuera que pudiese haber más allá de su círculo inmediato. Su opción número uno era echarse a correr; su opción número dos, la más estúpida y más fácil, esperar. No tenía más arma que sus manos y eso la ponía nerviosa. Habían pasado unos minutos desde que estancado sus pasos y comenzaba a acariciar la opción número uno, preguntándose si no ser
Luego de unos segundos interminables, Enxo parpadeó (un parpadeo innecesariamente largo) y la tensión que hacía del aire algo casi palpable, de pronto, pareció romperse en pedazos y morir. Dehna fue capaz de oír, una vez más, el chillar de los insectos y el aullido del viento leve que los acariciaba; fue capaz de volver a la realidad como si alguien la hubiese arrastrado de vuelta con un golpe. Su cuerpo se relajó, como si comprendiera que el peligro había pasado, mientras él, por su parte, daba un corto y probablemente inconsciente paso hacia atrás. ¿Qué había sido eso? Se sentía como si hubiera estado estirando un hilo hasta casi romperlo y, justo antes de que se partiera en dos, lo hubiese dejado caer. -Sí, sucede algo- respondió a aquella pregunta que ella casi había olvidado, evitando de pronto el contacto visual. Dehna lo taladró con la mirada, mientras aguardaba con una curiosidad que le mordía la mente; quería saber con desesperación qué pasaba dentro de aquella cabe
Contuvo el aliento y endureció el estómago mientras Lenia ajustaba los hilos del corsé que se ceñía a su cintura hasta comprimir su cuerpo. Se esforzaba por no protestar, ni gemir, ni moverse, mientras aquella mujer que la superaba en edad por casi diez años la ayudaba a vestirse. Se sentía incómoda; no podía evitar, nada más ver su rostro, revivir la escena que había presenciado sin querer su primera noche en el refugio. Así que fingía ser una estatua mientras ella, con un rostro impertérrito y una boca muda, terminaba con su ropa interior y empezaba a descolgar el vestido. Hacía años que no usaba algo así; incluso en la mansión, los vestidos blancos de la servidumbre eran completamente diferentes de aquella cosa que Lenia sostenía entre sus manos, esas ropas tan comunes en el castillo y que a ella, con cinco años, la habían obligado a usar. Desechó los recuerdos, las imágenes, que había bloqueado durante la mitad de su vida y levantó los brazos para, a continuación,