Hacía una mañana espléndida y Hannah se había despertado muy temprano. Era un día especial para ella, puesto que tenía que hacer un viaje a Londres donde vivía su madre; hacía aproximadamente tres años que se había divorciado de su padre por un desentendimiento de infidelidad de parte de él. Fue algo que su padre había negado tantas veces.
Ahora Georgina, que así se llama la madre de Hannah, se había convertido en toda una celebridad en el mundo de la moda y era una de las mejores de la ciudad de Londres donde se había mudado desde hacía tres años. A pesar de los cuarenta años cumplidos, todavía lucía hermosa y radiante. No estaba casada, ni tenía compromiso alguno, era mujer libre que dependía de sí misma, cuestión por la que Hannah se sentía orgullosa.
Durante esos tres años no había tenido la oportunidad de estar con Hannah, ya que estaba concentrada únicamente en su trabajo y solo se comunicaban por el móvil y por el correo electrónico.
Ya la maleta estaba lista, ahora solo tenía que esperar a Bruno, su chófer de toda la vida, para que viniera a recogerla y llevarla al aeropuerto. En su bolsa de mano puso todo lo necesario para tener un viaje agradable. Era muy cuidadosa y no le gustaba olvidarse de esos pequeños detalles de mujer. La idea de tener una nueva vida con su madre no le parecía muy emocionante, pero procuraba pensar que lo era. Su padre había pasado una semana entera intentando convencerla para que pasara un buen tiempo con su madre, y al fin lo había conseguido, como siempre. Le quería tanto que no conseguía oponerse a sus demandas. Miró hacia atrás y allí estaba él mirándola con esos ojos lindos a los que ella no quería pasar tanto tiempo lejos de él sin poder verlos. Se acercó a él y le ofreció un fuerte abrazo de hija a padre. No quería pensar que fuera la última vez. Y sin poder evitarlo se le hizo un nudo en la garganta y se le nublaron los ojos de lágrimas. Tuvo que fingir que no le estaba pasando nada haciendo todo lo posible para no ponerse a llorar como a una niña pequeño a la que acababan de quitar su regalo más preciado.
Su padre había querido siempre que fuera una chica fuerte. La dio un beso en la mejilla y la acompañó hasta la salida donde estaba Bruno esperando mientras introducía las maletas en el maletero del coche. Se trataba de un Chevrolet Malibu de un color gris oscuro.
Hannah se detuvo mientras lo miraba guardar sus cosas apoyada en el hombro de su padre. Después de un rato se enderezó y le dio otro abrazo a su padre quien no dudó en complacerla.
—Te echaré mucho de menos —le susurró a su padre.
—Y yo a ti. No olvides que te quiero —la dijo con sinceridad.
—Lo sé —se apartó de él y le dedicó una triste sonrisa mientras iba hacia el auto. Se subió en él apartando su mirada hacia su padre. El coche avanzó sin que volviera a mirar hacia atrás, hasta que desapareció del todo por esas calles.
Hannah nació y creció en Inglaterra, que era el país de su madre hasta los nueve años cuando sus padres decidieron regresar a Guinea Ecuatorial, de donde su padre era nativo.
Durante todo ese tiempo Hannah había vivido en Guinea con su padre y la encantaba, cuando vivía allí no tenía que preocuparse de nada. Era joven y hermosa. Tenía el pelo rubio combinado con un tono marrón. Había aprendido a su medida las costumbres de su país y no sabía si todavía podía encajar en Inglaterra, donde no había vuelto a visitar hace once años atrás, a excepción de aquella vez cuando tuvieron que asistir al entierro de su abuelo, el padre de su madre.
La trayectoria le resultaba aburrida, observaba a las azafatas entregando y atendiendo a los pasajeros en lo que pudieran. Suspiró hondo y miró por la ventanilla de su asiento, había trascurrido ya varias horas desde que despejaron del aeropuerto internacional de Malabo y ya deseaba de una vez por todas llegar. Pero, primero tenía que realizar la escala a la ciudad de Madrid y de allí partir hacia su verdadero destino. Llevaba bien asegurado el cinturón de seguridad y solo deseaba que el comandante del vuelo anunciara que el avión ya estaba descendiendo para tomar tierra en el aeropuerto internacional de Londres.
Minutos después el avión había aterrizado en el aeropuerto internacional de Londres.
Hannah se quitó lentamente el cinturón y bajó en fila del avión.
Miró a su alrededor e intentó identificar algo que le resultara familiar y allí estaba; era un señor de aproximadamente cuarenta y pico de años, bien uniformado, quien le hizo acordarse de Bruno. Tenía una encantadora sonrisa y llevaba en las manos un cartel que ponía "Mss. Hannah Mikue ", se acercó a él y se presentó:
—¡Hola! Soy Hannah —todavía se defendía en inglés.
—Ah. ¡Hola, señorita! —Dijo tendiéndole su cálida mano -encantado de conocerla. Su madre está ansiosa de verla.
Hannah observó cómo le abría la puerta trasera del coche, pero "!!Wau!!" no podía creérselo, no era un coche cualquiera, sino una ¡Limusina! Su madre había alquilado una Limusina solo para recogerla en el aeropuerto. Entonces supuso que estaba bien claro que su madre se había convertido en toda una millonaria.
Cuidadosamente se metió dentro del auto y no paraba de mirar todo el conjunto del interior del coche. Por supuesto que su padre era rico, un gran empresario en la ciudad de Malabo, pero nunca se había permitido el lujo de tener un carro de esa calaña.
Cogió su móvil del bolso y le envió un mensaje a su padre avisándole de que había llegado bien y que le mantendría informado de todo. El viaje hasta la casa fue agradable.
Minutos después, Hannah observó que el coche daba un giro y luego se adentraba en un patio enorme y precioso. —Hemos llegado, señorita —oyó decir al conductor una vez aparcado la limusina en la entrada de la casa. Se bajó él primero y le abrió la puerta a ella. Ella salió del auto sin dejar de mirar aquella maravilla de casa que parecía sacada de una revista de decoración, pensó ella. Era un chalet de tipo dúplex, el patio estaba cubierto de césped recién cortada. A un extremo de la casa se podía distinguir una piscina, su punto débil, le encantaba. Salió de sus pensamientos una vez que escuchó una voz familiar que venía de dentro. Miró hacia atrás y allí estaba de pie con esa mirada sonriente a la que hacía tres veranos sin ver. —¡Hannah! Llegaste —era su madre. Se acercó alegremente a ella —no te imaginas cuánto te he estado esperando.Le dio un fuerte abrazo. Hannah no tenía palabras y solo se limitó a envolverse en sus brazos; reconoció ese perfume
Había transcurrido ya una semana y ya su imagen salía en las revistas, la consideraban como una de las bellezas de la ciudad gracias a que su madre era una gran diseñadora de moda. Tenía su propia firma. Desde que había llegado a Londres la había notado muy ocupada; si no estaba sobre algunos papeles que suponía su trabajo, siempre iba pegada al celular. No tenía casi tiempo para nada, se había sacrificado en cuerpo y alma a su trabajo y no había manera de interrumpirla, porque resultaría inútil. En ocasiones Georgina mostraba preocupación al reconocer lo incapaz que era de dedicarle suficiente tiempo a su hija después de haber deseado tenerla otra vez junto a ella. Ni siquiera encontraba el momento de mostrarle la ciudad que después de varios años lejos de ella, Hannah desconocía. Para su fortuna, Hannah la entendía perfectamente, sabía que no era nada fácil estar en su lugar y ser lo que era, ya confiaba en que en cualquier momento tendría la oportunidad
Transcurrían los días y Hannah asentía que estaba interpretando a perfección su papel de niña caprichosa. Recurría a cualquier estrategia para conseguir hacerle rendirse, lamentablemente no lo conseguía hasta ahora. Le resultaba gracioso sacarlo de sus casillas y sobretodo pedirle que hiciera cosas que no le estaban permitido a un guardaespaldas hacer. En uno de esos días, fueron invitados ella y su madre a una fiesta. Por más que le dijo a su madre que no quería acudir, ella insistió. —Es una gran oportunidad para que estemos juntas—la había dicho—sé que la pasarás bien. Así fue como acabó sucumbiéndose a su petición y se encontraba en la fiesta. Era una fiesta elegante. La celebración se realizaba en un salón enorme, había música clásica de fondo y en una esquina estaba instalado un gran banquete con todo tipo de alimento. A pesar de que había alimento de diversos gustos, Hannah sentía que faltaba algo. Empezaba a hartarse de tener que alimentarse s
Se despertó con más energía el día siguiente y con más ganas de hacerle la vida imposible a Héctor. Eran las nueve de la mañana, después de darse un buen baño, bajó a la cocina donde lo encontró tomándose el desayunando. Cándida estaba poniéndole la mesa a ella, los saludó con una sonrisa y solo ella respondió a su saludo. Se percató en que él ni siquiera le dirigía la mirada y pensó que tal vez estaba molesto por lo que sucedió en la fiesta anoche. Le quitó importancia y se sentó a la mesa. —Ya tienes listo el desayuno, —le dijo Cándida la criada —espero que lo disfrutes. —Gracias Candy, eres muy amable, —dijo con una amable sonrisa —es agradable saber que hay gente que se preocupa por ti. Ante ese comentario, Héctor se levantó del taburete, sabía que estaba refiriéndose a él y no iba a quedarse allí sentado esperando que le hicieran enojar. Pero antes de salir apareció Fares, el jardinero. Saludó a Hannah con una reverencia al tiempo que se acercaba a Hécto
Hannah se metió en su cuarto y cogió su libro de dibujos. Lo abrió sobre la mesa y observó el esbozo que había hecho días atrás, era de Héctor, le había dibujado. Tuvo ganas de arrancarlo, pero no lo hizo porque supo que se arrepentiría más tarde. Había esbozado su rostro con una sonrisa con la que nunca le había visto. Desde que le conocía no había conseguido verlo sonreír libremente y sabía que era culpa suya. Lo que más le gustaba de él, eran esos ojos azules que tenía. Eran demasiados atractivos para ella y curiosamente le recordaban a alguien, pero no recordaba a quién. Miró una y otra vez el dibujo, y de repente sonrió, se había acordado de la discusión que había tenido con él en el patio y le resultaba gracioso verlo enojarse, pero una vez que pensó que en cualquier momento podía cansarse de ella y marcharse dejó de sonreír. ¿Por qué de pronto le preocupaba que se fuera? Se suponía que de eso se trataba, obligarlo a irse. Y sin embargo, prefería que se qu
El día siguiente fue mucho más complicado de lo que se imaginaban. Georgina no había ido a trabajar temprano, había decidido tomar el desayuno con su única y querida hija. Hacía una mañana espléndida y no quería desperdiciarla. A parte de eso, tenía algo importante que quería comentarle a su hija, eso se notaba claramente en su rostro.Se encontraban sentadas en el jardín junto a la piscina tomando el desayuno que les había preparado Cándida.—Ayer hablé con tu padre —dijo después de beberse un sorbo de café.—¿Así? ¿Y qué dice? —se mostró interesada mientras apartaba la mirada de la revista que llevaba en los brazos.—Lo de siempre. Quiere que hablemos sobre el tema de hace tres años. —Mamá, por primera vez en tu vida ¿por qué
No entendía el por qué se sentía mal por la dimisión de Héctor, se suponía que era lo que quería, que se apartara de su vida, pero ahora que lo había conseguido se sentía fatal. Las lágrimas no paraban de brotarle de los ojos mientras se aferraba a su almohada, quería gritar y llorar, pero no quería reconocer cuanto necesitaba a su guardaespaldas. Llamaron a la puerta. —No quiero ver a nadie —masculló. —Mi niña, por favor tienes que comer. No sea que vayas a enfermarte —era Cándida hablando tras la puerta. —Estoy bien, solo necesito estar sola. Cándida no soportaba verla desmoronarse de esa manera así que decidió hacer algo que le estaba prohibido. —Oye, y ¿si te dijera que tengo su dirección? Antes que se diera cuenta se abrió la puerta y se asomó Hannah. —¿Es en serio? —Claro, como de todos los de más empleados, aunque estoy segura de que me odiaría si te lo entregara. Pero eso no me importa si me promet
Al llegar en la casa subió lo más pronto que pudo a su cuarto, por suerte su madre no estaba en casa, seguramente estaba intentando conseguir un nuevo guardaespaldas para ella. En cambio Cándida sí estaba en la casa y no quería que la viera en este estado después de haberle prometido que todo seguiría igual al hablar con Héctor, algo que no podía cumplir, pero desafortunadamente ella le había visto entrar y la siguió hasta su cuarto. Se había echado en su cama abrazada con una de sus almohadas y no dejaba de sollozar. — ¡Dios mío cariño! — dijo la ama de la casa sentándose sobre la cama—. ¿Qué ha pasado? — No le importó que le suplicara que regresara… no me hizo caso. — Me prometiste que no pasaría nada. — Lo intenté, pero no puedo… lo siento. — Bueno ya está, ven aquí— Hannah se incorporó y se echó a sus brazos.— Todo saldrá bien mi niña, no tienes por qué preocuparte. — Pero quiero que vuelva. — Qué ironía,— dijo con